Colección de lecturas
 

PDF La mujer y la visión profética

La mujer y la visión profética
Las precursoras de Jesús [1]
por Juan Driver

Solemos leer, a través del lente de una larga tradición eclesiástica, las majestuosas líneas del Magnificat durante la temporada navideña sin reflexionar mucho sobre su profundo significado para comprender el proyecto salvífico de Dios a punto de ser llevado a su culminación a través de Jesús el hijo de esta humilde doncella galilea, provincia remota en una colonia subyugada bajo el imperio romano, que sería el Mesías de Dios en el mundo. Representa un vistazo, desde la periferia y desde abajo, que vislumbra una visión alternativa de un reino al revés.

Engrandece mi alma al Señor;
y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.
porque ha mirado la bajeza de su sierva;
pues he aquí, me dirán bienaventurada todas las generaciones.
Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso;
Santo es su nombre,
yY su misericordia es de generación en generación
aA los que le temen.
hHizo proezas con su brazo;
esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Quitó de los tronos a los poderosos,
yY exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes,
y a los ricos envió vacíos.
Socorrió a Israel su siervo,
acordándose de la misericordia
de la cual habló a nuestros padres,
para con Abraham y su descendencia para siempre.

     —Lc 1:46b-55

¡Palabras sumamente sorprendentes! Sobre todo si reconstruimos en nuestras mentes el contexto histórico. Son las palabras de una jovencita soltera encinta procedente de una aldea galilea y que, a esa altura, contaría con escasamente unos trece o catorce años de edad.

O sería María una niña sumamente precoz, o pertenecería a una comunidad que conservaba y compartía una tradición espiritual muy especial, alternativa a la oficial de su época, y muy diferente de las religiones patriarcales y monárquicas de los pueblos que rodeaban a Israel y que fueron una tentación aún para el pueblo de Dios. Uno se siente tentado a pensar en la última de estas dos posibles explicaciones, sobre todo cuando recordamos que sus expresiones son prácticamente una repetición de las palabras de otra mujer en la venerable tradición del pueblo de Israel. Es como si hubiera acabado de leer el cántico de Ana, la hasta entonces estéril mujer de Elcana y madre del pequeñito Samuel, en la ocasión de su presentación en el santuario en Silo más de un milenio antes de aparecer María en el escenario de la historia.

Mi corazón se regocija en Jehová,
mi poder se exalta en Jehová;
mi boca se ensanchó sobre mis enemigos,
por cuanto me alegré en su salvación.
No hay santo como Jehová;
porque no hay ninguno fuera de ti,
y no hay refugio como el Dios nuestro.
No multipliquéis palabras de grandeza y altanería;
cesen las palabras arrogantes de vuestra boca;
porque el Dios de todo saber es Jehová,
y a él toca pesar las acciones.
Los arcos de los fuertes fueron quebrados,
y los débiles se ciñeron de poder.
Los saciados se alquilaron por pan.
Y los hambrientos dejaron de tener hambre;
hasta la estéril ha dado a luz siete,
y la que tenía muchos hijos languidece.
Jehová mata, y él da vida;
Él hace descender al Seol, y hace subir.
Jehová empobrece, y él enriquece;
abate, y enaltece.
Él levanta del polvo al pobre,
y del muladar exalta al menesteroso,
para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor.
Porque de Jehová son las columnas de la tierra,
y él afirmó sobre ellas el mundo.
Él guarda los pies de sus santos,
mas los impíos perecen en tinieblas;
porque nadie será fuerte por su propia fuerza.
Delante de Jehová serán quebrantados sus adversarios,
y sobre ellos tronará desde los cielos;
Jehová juzgará los confines de las tierra,
dará poder a su Rey,
y exaltará el poderío de su Ungido.

     —1 S 2:1b-10

Otras semejanzas entre Ana y María son obvias. Temas específicos que María recogió de Ana (y de la tradición posterior conservada en los Salmos y los Profetas) incluyen los de una dependencia absoluta en Dios tanto para su protección frente a todos sus adversarios, como su abundante provisión para todas sus necesidades. «Los arcos de los fuertes fueron quebrados, y los débiles se ciñeron de poder. Los saciados se alquilaron por pan, y los hambrientos dejaron de tener hambre. (…) Jehová empobrece y él enriquece; abate, y enaltece. Él levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor. Porque de Jehová son las columnas de la tierra, y él afirmó sobre ellas el mundo» (1 S 2:4,5a,7,8).

Ambas mujeres serían objetos del desprecio social: Ana por ser una esposa estéril durante largos años y la jovencita María por encontrarse encinta siendo todavía soltera. Pero precisamente por ser marginadas tal vez estarían en mejor posición para comprender los propósitos y la estrategia salvífica de Dios; un Dios totalmente diferente de los dioses de los pueblos cercanos con su valorización de estructuras sociales piramidales y jerárquicas que justificaban la existencia de las monarquías y las jerarquías y distinciones sociales, bien por razones económicas o de género, incluyendo la dominación de la mujer por el hombre. Siendo mujeres, ellas estarían en una posición para visualizar con más claridad los designios de Dios y su manera de obrar para la liberación de su pueblo y para la creación de condiciones sociales caracterizadas por la justicia y la paz.

Los paralelismos entre Ana y Elisabet son también notables. Las dos ocupan lugares claves en esa corriente bíblica de la historia de salvación en que Dios utiliza a los débiles, a las mujeres, a los marginados, a los despreciados por las estructuras tradicionales, a los carentes de poder coercitivo, para lograr sus propósitos salvíficos en el mundo. Las dos habían llegado a una edad avanzada luego de una larga historia de esterilidad en su vida matrimonial. A pesar de ser queridas por sus esposos, y de vida justa y de auténtica piedad, serían objetos de desprecio social por ser estériles y por lo tanto, condenadas a vivir bajo la sombra de una sospechada maldición divina. Elisabet no sólo será madre de Juan el Bautista, sino eslabón clave en una tradición de la acción salvífica divina que une a Ana y María, con sus clásicos cánticos.

Según el relato de Lucas, María salió de su casa en Nazaret de Galilea, en seguida después de la anunciación del nacimiento de Jesús, para visitar a su parienta Elisabet, que residía en una aldea situada a unos seis kilómetros al oeste de Jerusalén. El que una jovencita de unos catorce años de edad iniciara semejante viaje sin ser acompañada es sorprendente. Pero más que meramente reflejar el carácter decidido y valiente de María, podría ser una pista, no solo para comprender la clase de persona que era, sino también la clase de comunidad a que ella pertenecía en el judaísmo de la época. Sería una minoría profética y mesiánica que conservaba viva esa visión alternativa que esperaba «la consolación de Israel». En este caso personas como María, y su comprometido, José, Elisabet y su esposo Zacarías, el viejo Simeón y la anciana viuda Ana en el templo podrían ser ejemplos de la clase de personas que la conformaban y se animaban mutuamente en esta esperanza.

Investigaciones sociológicas, de historia social y de antropología cultural sobre los orígenes del cristianismo sitúan el grupo de seguidores y seguidoras de Jesús en el horizonte de otros movimientos de renovación en el judaísmo del siglo I. Estos incluyen a los esenios, terapeutas, penitenciales y otros. En las culturas griega y romana también hubo movimientos que lucharon contra la explotación patriarcal, y en la historia de Israel hubo luchas protagonizadas por mujeres que jugaron un papel político, y cultural muy importante [2].

También se ha sugerido que más que un himno de alabanza a Dios, el cántico de María era más bien un himno de guerra santa en la tradición de los Macabeos del siglo anterior y de los Zelotes de su propia época. El título divino, «El Poderoso» que «ha hecho grandes cosas», formaba parte del vocabulario de una teología de «guerra santa» que concebía al Dios de Israel como el victorioso en batalla, como el que «quita de su trono a los poderosos», liberando así a su pueblo de la opresión extranjera. Los Macabeos y sus sucesores los Zelotes, en su confianza en Dios y su dependencia de Él, además de sus propias acciones militares, pretendían liberar a su pueblo primero de la dominación imperial seléucida, y luego de la romana [3].

Pero, probablemente es mejor hallar las raíces de María y de la visión reflejada en su cántico en una tradición israelita más antigua, en la corriente de confianza en Dios que encontramos a través de toda la escritura antigua antes de llegar a su culminación en Jesús, el hijo de María. Pero no por eso llega a ser el cántico de María menos revolucionario en sus planteamientos. Resulta ser aun más radical, en su verdadero sentido de «raíces». Cuando leemos el Magnificat con los anteojos de la auténtica fe bíblica descubrimos una visión alternativa de la historia. No se trata tanto de una nueva promesa divina, sino de la visión de una antigua promesa ahora cumpliéndose. Es la visión de un Dios que pone patas arriba a los sistemas clasistas y jerárquicas tradicionales, entre los cuales está el patriarcalismo, y subvierte a los sistemas socio-políticos de gobierno que dependen del poder coercitivo para imponerse y sostenerse, El cántico de María representa una declaración clásica del evangelio. Es un microcosmos de la historia de salvación que vislumbra la actividad salvífica de Dios para la restauración de la humanidad caída, donde las personas son dañadas y sus relaciones rotas, incluyendo la dominación de unos (y unas) por otros, dentro de una creación trastornada, todo como consecuencia de la desobediencia humana. En respuesta a esto, María canta: «Ha hecho grandes cosas el Poderoso (…) Su misericordia es de generación en generación a los que le temen (…) Esparció a los soberbios (…) Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos.» (Lc 1:49-53)

Se observan dos grandes temas en el cántico de María. Primero, los pobres y humildes son socorridos por Dios y esta bendición se experimenta entre los marginados en contraste con la situación de los ricos y poderosos. Los pobres ocupan un lugar muy destacado en la Biblia. Si bien es cierto que la literatura sapiencial tiende a considerar la pobreza como resultado de la pereza (Pr 14:21, 18:12), los profetas entienden que los pobres, primero que nada, son oprimidos y reclaman para estos débiles y pequeños la justicia (So 2:3; Am 2:6ss, Is 10:2). Y segundo, se destaca el cuidado amoroso y misericordioso de Dios hacia su pueblo [4]. Desde la vocación de Abraham ha sido así. María recoge la visión profética donde se le recordaba a Israel: «Porque tú eres un pueblo consagrado a Yahveh tu Dios; él te ha elegido a ti para ser su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra. No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yahveh con mano fuerte y os ha librado de la casa de servidumbre, del poder de Faraón, rey de Egipto.» (Dt 7:6-8)

Otro elemento realmente notable en este cántico es el tiempo de los verbos que refieren a la actividad salvífica de Dios. María mira hacia atrás para repasar lo hecho por Dios para el bien de los antepasados. También reflexiona en torno al presente, a lo que Dios está haciendo en ella. Pero también mira hacia adelante a lo que Dios seguramente hará para completar su gran proyecto restaurador. Y para nuestra sorpresa, tan segura está de todo esto, que emplea verbos en el tiempo pasado para referirse a este proceso. El tiempo del verbo, aorista, se emplea para expresar lo que es cierto, sin depender del tiempo, sea en el pasado, en el presente o en el futuro. Lo que Dios ha hecho anticipa con absoluta certeza lo que seguirá haciendo en el presente y en el futuro.

Pero María, junto con Ana la madre de Samuel, y Elisabet la madre de Juan, no son las únicas protagonistas en esta tradición alternativa femenina que ocupan lugares de prominencia como intérpretes de la historia bíblica de la salvación. Entre otras, desempeñaron un papel destacado las dos parteras hebreas esclavas en Egipto, Sifra y Fúa. Entre todos los participantes en el relato del nacimiento de Moisés en Exodo 1:15-2:10 son las únicas que conocemos por sus nombres propios. Así se les da sentido a sus personas y se reconoce su identidad, otorgándoles importancia y autoridad a su actuación obediente y atrevida. A los padres de Moisés se les conocen solo por su tribu de procedencia. Desconocemos el nombre propio del «Faraón» que ocupaba la posición de rey de Egipto en ese momento de su historia. Y a la princesa de Egipto, la conocemos solo como «la hija del rey». Entre otras cosas, esto nos dice mucho en cuanto a la trascendencia que asigna el relato bíblico a la participación de las dos protagonistas nombradas con nombre propia en la historia.

Sifra y Fúa son dos mujeres que se atreven a desafiar los sistemas predominantes: clasista (esclavos y opresores), monárquica (súbditos y reinantes), y sexista (hombres y mujeres), llegando a una abierta desobediencia civil, sin más, en un momento histórico de auténtico xenofobia en el país. Y además, lo hacen con un atrevimiento y una gracia propios de la mujer. Ante órdenes reales contundentes a participar en un genocidio, el relato bíblico nos dice sencillamente, «Pero las parteras temieron a Dios, y no hicieron como les mandó el rey de Egipto, sino que preservaron la vida de los niños» (1:17).

Con el tiempo, se dio cuenta que las parteras se habían burlado de sus órdenes «y les dijo: ¿por qué habéis hecho esto, que habéis preservado la vida a los niños?» (1:18) La respuesta de las parteras es genial. «Las mujeres hebreas no son como las egipcias; pues son robustas, y dan a luz antes que la partera venga a ellas» (1:19). (Sin querer, las parteras anticiparon otra visión para las relaciones sociales, incluyendo a las que rigen entre hombres y mujeres, bajo el reinado de Dios donde «las mujeres hebreas no son como las egipcias», o sea que las relaciones en el pueblo de Dios no son como las que rigen en la sociedad secular.)

Y Dios puso su sello de aprobación sobre la actuación de las parteras. «Dios hizo bien a las parteras; y el pueblo se multiplicó y se fortaleció en gran manera. Y por haber las parteras temido a Dios, él prosperó sus familias» (1:20-21). Estas dos humildes mujeres hebreas, esclavizadas y oprimidas bajo el poder imperial de turno, fueron objeto de la mayor bendición que una persona podría esperar en antiguo Israel: nombre y familia, o sea, una existencia de auténtica identidad y trascendencia otorgadas por Dios mismo.

Más adelante en la misma historia la madre y la hermana [5] de Moisés juegan un papel esencial en el proyecto salvífico de Dios y lo hacen desde abajo y sin acceso al poder para imponerse. En abierta desobediencia al intento, si no a la palabra literal, del rey de Egipto, «echaron al río» a Moisés, pero no sin antes meterle en una «arquilla de juncos» calafateada con asfalto y brea y bajo la vigilancia de su hermana. Y finalmente, mediante una serie de eventos, sólo posibles gracias a la intervención misericordiosa de Dios y una imaginación femenina inspirada en esa visión alternativa de la historia de salvación que ya hemos venido notando, la vida de Moisés es conservada y se convierte en libertador de su pueblo.

Durante el periodo premonárquico el liderazgo en Israel era carismático. Dios levantaba figuras proféticas llamadas jueces para liberar a su pueblo de sus enemigos y restaurar su relación de confianza en Yahvé. Una de estas líderes en el siglo XII a.C. era la profetisa Débora. «Gobernaba en aquel tiempo a Israel una mujer, Débora, profetisa, mujer de Lapidot; y acostumbraba sentarse bajo la palmera de Débora, entre Ramá y Betel, en el monte de Efraín; y los hijos de Israel subían a ella a juicio» (Jueces 4:4-5). Interesantemente, una traducción alternativa para «mujer de lapidoth» sería «mujer animada». Era una verdadera «madre en Israel» proveyendo inspiración, protección, seguridad, bienestar y liderazgo para su pueblo (Jueces 5:7). En esta época de dominación patriarcal, Débora, esta «madre en Israel», debe haber servido notablemente bien a su pueblo, pues según el cronista, tras la liberación del pueblo «la tierra reposó cuarenta años» (5:31).

Y aún en la era monárquica en el año 621, antes de la era cristiana, hallamos a una mujer ocupando el lugar de profetisa y gozando de pleno reconocimiento de los hombres en autoridad. La profetisa Julda, al ser consultada, por una comitiva enviada por orden del Rey Josías que incluía al sumo sacerdote Hilcías, el escriba Safán y Asaías, el diputado del rey, para informarse en relación a un manuscrito del «libro de la ley» que se había descubierto en el templo durante el proceso de reparación, profetizó el juicio de Yahvé sobre la nación por su desobediencia. Y tras esta audiencia con la profetisa, el Rey Josías llevó a cabo sus reformas religiosas (2 Reyes 22:14-23:25). Y efectivamente, de acuerdo con la palabra de Julda, se postergó el juicio divino sobre la nación hasta después de la muerte del rey.
En la genealogía abreviada de Jesús que Mateo (1:1-17) reproduce, partiendo desde Abraham y llegando hasta José, marido de María, incluye los nombres de 41 hombres y 5 mujeres. Por supuesto entre los hombres aparecen los nombres de muchos de los reyes en Israel. Pero las mujeres mencionadas en esta lista de los antepasados de Jesús son muy improbables. No son precisamente reinas. Al contrario, lo que todas tenían en común es que eran extranjeras, personas marginadas y sin poder. Incluyen a Tamar la Cananea, (Gn 38), a Rahab la ramera de Jericó, (Jos 2), a Rut la moabita, (Rut 1) y a Betsabé la que fue mujer de Urías, (2 Sm 11). Aunque intérpretes de orientación tradicional patriarcal hagan una apreciación negativa del protagonismo de estas mujeres, uno descubre en los textos bíblicos rasgos de auténtica integridad personal en ellas. Tamar, víctima de los hombres en su historia, es vindicada al final. Rahab se incorpora al Pueblo de Dios al ver el actuar de Dios a favor de Israel. Rut, ante la alternativa de volver a su propio pueblo y tierra, opta por el Dios y el pueblo de su suegra, Noemí, y toma las iniciativas necesarias para participar plenamente en la vida de este pueblo. Y Betsabé, víctima de la lujuria y la prepotencia monárquica y patriarcal del rey, halla realización en su descendencia. La presencia de estas mujeres entre las abuelitas de Jesús sirve como prueba de la visión alternativa reflejada en el Magnificat: «Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos.» La presencia de estas mujeres, además de María, la jovencita galilea soltera y encinta, y por eso marginada en esta lista, es sencillamente una indicación más de la clase de Mesías que va a ser Jesús.

Esta participación femenina en la historia de salvación que culmina en el cántico de María es solo un aspecto, entre otros, de toda una corriente alternativa en la historia de salvación que aprecia el hecho del obrar de Dios desde la periferia, desde los marginados y los débiles, desde la perspectiva oficial de las estructuras del poder socio-político, que incluye monarquía, jerarquía, clases sociales y económicas, racismo, sistemas patriarcales, etc.

Una Corriente de Acomodación Pagana al Medio Ambiente

Hay buenas razones para pensar que el relato de la creación en Génesis 1:1-2:4a es realmente la alternativa bíblica a los mitos con que los países cercanos del medio oriente, que rodeaban a Israel, con sus sistemas políticos monárquicos y patriarcales, entendieron su identidad y el obrar de sus dioses. Conceptualizaron la creación del universo natural surgiendo de una guerra a muerte entre sus dioses. Y en sus guerras de conquista y la defensa de sus intereses nacionales llevadas a cabo bajo la dirección de sus monarcas, ellos sencillamente reflejaban el proceder de sus dioses. La dominación masculina, tan característica de las relaciones entre los sexos en el mundo antiguo, también se inspiraba en el proceder de sus dioses.

En contraste, la historia hebrea comienza con la descripción de un Dios que, mediante el soplo pacífico y creador de su Espíritu, estableció el universo natural para luego crear la vida que habita en ella, culminando con la humanidad, para vivir en comunión con la naturaleza, entre sí, y con su Creador. Según esta visión bíblica, surge una visión muy diferente de Dios, de la humanidad y de sus relaciones entre si, y con Dios, al igual que con la naturaleza. Cuando leemos el relato bíblico de la creación de la humanidad a partir de esta perspectiva alternativa notamos lo radicalmente diferente que es: «Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, (…) Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.» (Gén 1:26a,27, BJ)

Es la humanidad la que refleja más plenamente la imagen de Dios. En algún sentido Dios se expresa en forma plural como amor y comunión y es la comunidad humana compuesta de hombre y mujer, que se complementan y se aman mutuamente, que mejor refleja a ese Dios. En contraste con esta visión alternativa que se expresa mediante estructuras carismáticas donde las relaciones humanas están regidas por las iniciativas misericordiosas divinas, donde el liderazgo es carismático y la autoridad es servicio, está el sistema inspirado en la visión pagana con sus estructuras de organización social piramidales y verticales de dominación. Esto se ve con más claridad cuando Israel, cansado de esperar en Dios, pide un rey, «como tienen todas las naciones». (1 Sm 8:5)

Ante la percibida «amenaza» de las naciones cercanas, y a pesar de las advertencias proféticas al contrario, Israel optó por la monarquía. Y como les advirtió Samuel, esto trajo una organización militarista, confiscación real de propiedades, trabajos forzados e impuestos aplastantes para sostener el estilo de vida suntuoso de sus reyes, manteniendo su poderío y reforzando los patrones jerárquicos y patriarcales en las relaciones sociales. La mujer ya no participa como protagonista carismática y profética, sino que sirve para ampliar los ha­renes reales como meras garantías en las alianzas formalizadas con los poderes paganos cercanos en lugar de seguir viviendo y conviviendo confiando en la providencia y la protección de Dios.

Una Corriente Profética de Confianza en Dios

En contraste con esta corriente de acomodación al medio ambiente, con sus consecuencias nefastas para las relaciones sociales en el pueblo de Dios, hubo otra corriente de confianza en Dios. Esta corriente incluye el éxodo y el protagonismo de mujeres como Sifra y Fúa, la madre de Moisés y María, las profetisas de la era de los jueces, la visión de la madre de Samuel, y de los grandes profetas, de Zacarías y Elisabet y de María, la madre de Jesús.

Las semejanzas entre el espíritu y el contenido del cántico de María y la visión de los profetas, especialmente de Isaías, con sus poemas del Siervo Sufriente, son notables. En su Magnificat, María también se identifica como «sierva» de Dios. Las estrofas de su cántico respiran el mismo espíritu profético. «[Dios] da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas» (Is 40:29). «Yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia» (41:10). «Así dijo el Alto y Sublime (…) cuyo nombre es el Santo: yo habito en la altura de la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados» (57:15). «Me ha enviado a predicar buenas nuevas a los pobres, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová, el día de la liberación [6] del Dios nuestro; a consolar a todos los enlutados; a ordenar que a los afligidos de Sión se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado» (61:1-3).

Este espíritu y esta visión del proyecto salvador divino, mediados, como hemos notado, a través de la tradición femenina conservada en el Magnificat, además de la tradición de los grandes profetas, están entre los más destacados recogidos luego por Jesús. Es realmente notable, desde una perspectiva puramente tradicional y patriarcal, que la historia bíblica de salvación haya incluido de manera tan prominente el protagonismo de estas mujeres. Pero por otra parte, cuando leemos los relatos bíblicos a través de la lente de esa corriente de fe profética y femenina que más resistencia ofreció a las tendencias de acomodación al medio ambiente tan evidentes en su elección de modelos jerárquicos de organización social como las de la monarquía, con su militarismo y patriarcalismo, con su trato particular de la mujer, no debe sorprendernos que el programa mesiánico se haya anticipado en el cántico de María.

En su Evangelio, Lucas señala que Jesús formuló su visión de una misión mesiánica en el mundo inspirada en la misma visión ya enunciada en el Magnificat y reflejada en la corriente alternativa y profética que la había anticipado. Empezando con lo que, para Lucas, sería un resumen programático de su misión Jesús declaró: «El Espíritu del Señor está sobre mi, por cuanto me ha unido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor» (4:18-19; cf. Is. 1-2a).

Ante la duda de Juan en cuanto a su identidad y misión, Jesús respondió con una descripción de su actividad y, uno pensaría, una descripción del papel del Mesías de Dios en el mundo. «Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio» (7:22). Y su comentario, relatado en cada uno de los sinópticos, en cuanto a una inversión radical de valores, Jesús seguramente reflejaba esta misma visión alternativa: «Hay postreros que serán primeros, y primeros que serán postreros» (13:30). Y en la versión lucana de las Bienaventuranzas (6:20-26), la yuxtaposición de bienaventuranzas y ayes hace pensar en las declaraciones muy similares contenidas en el cántico de María.

La teología tradicional no suele destacar el hecho de que Jesús haya comprendido el carácter de su misión mesiánica en el mundo, gracias a lo que le enseñó su madre, y menos todavía, gracias a toda una visión profética alternativa compartida y enunciada por mujeres en la historia bíblica de salvación. Pero así, parecería haber sido.

María, la sencilla doncella galilea, anticipada por toda esa sucesión femenina cuya visión profética, junto con su protagonismo activo, que ocupa un lugar fundamental en la historia de salvación, y posteriormente en la vida de la comunidad mesiánica, seguida por toda una línea de sucesoras, cuyas vidas y ministerios han contribuido tanto para «la reconciliación de todas las cosas» bajo el señorío de Jesucristo, nos ofrece una ventana para vislumbrar la convivencia en el pueblo como Dios la quiso. Desde una perspectiva de la acomodación al medio ambiente popular nos resulta sorprendente. Pero desde la perspectiva alternativa profética radical sería de esperarse que Dios demostrara una predilección por los débiles, los humildes, los pobres, los sin acceso al poder, eligiendo a una mujer, galilea, despreciada, jovencita, soltera encinta, para comunicar, en su forma más clásica, el evangelio de la salvación divina.

Epílogo: Mujeres de la Biblia

1) Hay un linaje de mujeres
que se extiende desde Eva;
su rol en moldear la historia,
sólo Dios lo concibiera.
Y aunque por siglos sin fin
su voz fuera reprimida,
aliento de Dios tuvieron
y al mundo así bendijeron.

Cantemos, pues, de Sara,
quien con gozo dio a luz;
y cantemos de Tamar,
que defendió sus derechos.
También cantemos de Ana,
quien negoció con su señor;
y cantemos de María,
que al Verbo Divino concibió.

2) Hay un linaje de mujer,
que opuestas a poderosos
en defensa de la vida,
las leyes han desafiado.
Y aunque el triunfo que lograron
reconocido no fuera,
por gracia de Dios crecieron;
valientes, creativas y enteras.

Cantemos de Sifra y Fúa,
que enviadas a matar
a los niños varones,
la orden del rey violaron.
Y cantemos de Rahab,
que protegió a los espías;
y también de Ester, la reina
que un genocidio impidió.

3) Hay un linaje de mujeres
que fiel a Jesús anduvo;
lo acogió en su ministerio
y en su muerte lo sostuvo.
Aunque en ellas no confiaron
cuando su resurrección clamaron,
hasta que a él mismo lo vieron
en medio de ellos levantado.

Y cantemos también de Ana,
que su rostro de niño percibió.
Cantemos de aquella María
que escuchar a Jesús escogió;
y de todas las mujeres
que sus palabras guardaron.
Nuestro Dios de Justicia,
como amadas huéspedes
a su mesa ha invitado.
[7]


1. Conferencia para el Congreso Anabautista del Cono Sur, Uruguay, enero de 2007.

2. El País, 24 de mayo de 2006.

3. J. Massyngbaerde Ford, My Enemy Is My Guest: Jesus and Violence in Luke, Maryknoll, NY: Orbis Press, 1984, pp. 20-23.

4. Biblia de Jerusalén, Bilbao: Desclee de Brouwer, 1973, pp. 1458-1459.

5. Véase a Rosemarie Anderson, “A Tent Full of Bedouin Women” in Reta Halteman Finger and Kari Sandhaas, editoras, The Wisdom of Daughters: Two Decades of the Voice of Christian Feminism. Philadelphia: Innisfree Press, 2001.

6. Véase a Rosemarie Anderson, “A Tent Full of Bedouin Women” in Reta Halteman Finger and Kari Sandhaas, editoras, The Wisdom of Daughters: Two Decades of the Voice of Christian Feminism. Philadelphia: Innisfree Press, 2001.

7. Texto de John L. Bell y traducción libre por Milka Rindzinski.

 
 
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