Colección de lecturas
 

PDF El monasticismo

La fe en la periferia de la historia
por Juan Driver
Copyright © 1997 Ediciones SEMILLA (Guatemala) y CLARA (Colombia)
Reproducido aquí con permiso.



Capítulo 5.

El monasticismo

El Padre Antonio confesaba su profunda inquietud al meditar sobre los misterios de los juicios de Dios, y oraba así: «Señor, ¿por qué es que algunos mueren jóvenes, mientras que otros llegan a la vejez sufriendo de enfermedades? ¿Por qué es que algunos son pobres y otros son ricos? ¿Por qué es que los ricos injustos muelen los rostros de los pobres justos?» [1]

Alguien le preguntó al Padre Antonio: «¿Qué regla guardaré para agra­dar a Dios?» El anciano respondió: «Guarda mis instrucciones, que son éstas: Dondequiera que vayas, ten presente a Dios en el ojo de tu mente. No importa lo que hagas, hazlo de acuerdo con las Sagradas Escrituras. Y dondequiera que estés, no te apresures a marcharte. Si guardas estas tres reglas, estarás seguro». Padre Pamba le preguntó al Padre Antonio: «¿Qué haré yo?» El anciano respondió: «No confíes en tu propia justicia. No sigas haciendo penitencia por lo hecho en el pasado. Y que tengas siempre bajo control tu lengua y tu estómago». [2]

Padre Antonio dijo: «Los peces mueren cuando están mucho tiempo fuera del agua. Así también los monjes, que se tardan mucho fuera de sus celdas, o juntos con los hombres del mundo, perderán su deseo por la soledad. Como el pez sólo puede vivir en el mar, así también nosotros tenemos que volver apresurados a nuestras celdas. Pues, tardándonos afuera, corremos el peligro de perder nuestra fortaleza interior» [3].

Un hermano, al renunciar al mundo y entregar sus bienes a los pobres, guardó algo para su propio uso. Y él se acercó al Padre Antonio. Cuando el anciano se enteró de lo que había hecho, dijo: «Si tu quieres ser monje, vete a la aldea cercana y cómprate un trozo de carne, y colgándola alrededor de tu cuerpo desnudo, vuélvete». Y cuando el hermano lo hizo, los perros y las aves de rapiña le atacaron causándole grandes heridas en su cuerpo. Luego, volvió al anciano, que le preguntó si había hecho lo que se le había mandado. Él le enseñó a San Antonio sus heridas. Entonces San Antonio le dijo: «Las personas que renuncian al mundo, guardando para sí su dinero, son atacados y gravemente heridos por los demonios» [4].

Aunque era ricamente dotado de dones carismáticos, Pacomio no le daba demasiada importancia a estas experiencias extraordinarias. Cuando un monje le contó de una visión que había tenido, Pacomio le respondió:«La visión más hermosa es la de un hombre piadoso, y la mejor revelación es ésta, cuando percibes al Dios invisible en ese hombre visible» [5].

Pacomio procedió a reunir alrededor de él «aquellos hombres que, después de su conversión, deseaban llegar a Dios por medio de él». Luego de probarlos, les revistió con un hábito de monje. Les prohibió preocuparse por las cosas del mundo y, en cambio, les condujo paso a paso por el camino del ascetismo. Y por encima de todo, les amonestó a renunciar al mundo, a sus familias, y aun, de acuerdo con el evangelio, a sí mismos, a fin de poder tomar su cruz y seguir al Salvador [6].

Se encontraba orando a solas en el desierto de Tabena cuando escuchó una voz que le llamaba por su nombre, y una luz radiante y sobrenatural inundó su alma. Entonces una figura angélica le habló: «Quédate aquí, Pacomio, y establece un monasterio, porque muchos vendrán a ti que querrán salvarse. Guíalos de acuerdo con la regla que yo te daré» [7].

Introducción al movimiento monástico egipcio

Para poder comprender el movimiento monástico primitivo es necesario tomar nota del contexto socioeconómico y político en que surgió el monacato en Egipto, a fines del siglo III y comienzos del siglo IV. El testimonio evange­lizador de las comunidades apostólicas y postapostólicas había conducido al crecimiento de la Iglesia, especialmente en los principales centros urbanos del imperio romano. El movimiento cristiano de los primeros cien años se encontraba limitado principalmente a las ciudades. Pero a partir de las grandes persecuciones, del siglo II en adelante, empezamos a notar excepciones. Como ya hemos mencionado, el movimiento montanista surgió en una zona esencialmente rural con su centro en Frigia, una provincia de Asia Menor, tras una severa persecución imperial a que fueron sometidos los cristianos.

En el año 250, el emperador romano, Decio, lanzó la primera persecución sistemática, y de alcance universal, comenzando con la ejecución, en enero de 250, de Fabián, obispo de Roma. A mediados de ese año se decretó que todos los ciudadanos debían probar, mediante una certificación oficial, el haber sacrificado al emperador. Hubo miles de mártires. Pero algunos de los cristianos claudicaron, unos cedieron a las presiones, y otros se salvaron mediante sobornos, u otros medios. Esta experiencia condujo a una crisis en la Iglesia sobre la cuestión de cómo tratar a los lapsos penitentes. Esta crisis, como veremos más adelante, contribuyó al surgimiento del movimiento donatista, con serias consecuencias que afectaron la unidad de la Iglesia norteafricana. Otra ola de persecución, bajo Valeriano, se dio unos siete años más tarde.

Entre las víctimas estaban Sixto, obispo de Roma, y el pastor y teólogo de la Iglesia norteafricana, Cipriano de Cartago.
Sin embargo, fue en Egipto donde las consecuencias de estas persecuciones produjeron los resultados más inesperados. Las persecuciones, por un lado, y los apremios económicos, por el otro, forzaron a muchos a abandonar las principales ciudades y las aldeas situadas a la orilla del Nilo en el bajo Egipto, y a marcharse hacia el desierto en busca de nuevas posibilidades de supervivencia. A los cristianos que huían de la persecución en los centros de población egipcia se unieron los campesinos humildes de la zona, quienes, en ocasiones al borde de la desesperación, tuvieron que desplazarse buscando cómo sobrevivir. De modo que a partir del año 250 en adelante, descubrimos una creciente presencia de cristianos marginados en las zonas desérticas egipcias.

Antonio y el monacato anacoreta

Nuestra principal fuente para conocer la vida y la obra de Antonio se encuentra en los escritos de Atanasio (296-373), obispo de Alejandría. Aunque polémico en sus actitudes y acciones, Atanasio fue todo un personaje en la Iglesia de su época. Era un ferviente defensor de la ortodoxia doctrinal contra las opiniones de los disidentes de su tiempo, como Arrio y Melito. Pero antes de ceder a las presiones imperiales en el este, estuvo dispuesto a huir y a vivir en el exilio. A pesar de sus muchos contactos en los círculos oficiales, compuestos por los emperadores y obispos de la cristiandad constantiniana, siguió siendo amigo y defensor de los monjes, Antonio, Pacomio y Serapión. Gracias a sus esfuerzos, el monacato egipcio llegó a conocerse a través de todo el imperio romano. Atanasio fue el autor de una biografía de Antonio, La vida de Antonio, probablemente escrita poco después de la muerte de éste en el año 356. [8]

Antonio (251-356) nació en el seno de una familia cristiana en el bajo Egipto. Sus padres, aparentemente pequeños agricultores, gozaban de una relativa independencia económica. Tras la muerte de sus padres, Antonio, que para entonces tenía unos 18 a 20 años, asumió las responsabilidades de la casa y del cuidado de una hermana menor.

Pocos meses después, camino a la casa en que se reunía la comunidad cris­tiana, se puso a pensar en los apóstoles que habían abandonado todo para seguir a Jesús, y en los Hechos de los Apóstoles, cuando los creyentes vendían sus propiedades y traían el precio de lo vendido a los apóstoles para ser distribuido entre los necesitados. Una vez en el local de la iglesia, y pensando en estas cosas, se puso a prestar atención a la lectura del Evangelio y oyó al Señor diciendo al hombre rico, «si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y da lo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo».

Al salir de la casa del Señor, Antonio entregó su herencia (837 700 m2 de tierra, hermosa y fértil) para que no le fuera más carga para él, ni para su hermana. Después, vendió las demás posesiones y dio el dinero a los pobres, conservando algunas cosas para su hermana.

Luego, encontrándose una vez más en la casa del Señor, oyó en el Evangelio la voz del Señor que le decía, «No te afanes por el día de mañana». No pudo resistir más. Entregó lo que le quedaba a los pobres. Colocó a su hermana bajo la custodia de unas vírgenes respetadas y dignas de confianza en un convento cercano. Y él, liberado de los cuidados de la casa, dedicó su vida a las disciplinas espirituales.

En una aldea cercana Antonio encontró a un ermitaño entregado a una vida de soledad y se puso a emularlo. En un predio que quedaba entre las tierras cultivadas de la aldea y los terrenos inhóspitos del desierto, Antonio dedicó los próximos quince años a la vida de un solitario. Oraba continuamente, prestaba tanta atención a la lectura de la Biblia que paulatinamente llegó a memorizarla de tal manera que ya no fueron necesarios los libros, trabajaba con sus manos a fin de sostenerse y tener algo que compartir con los necesitados [9].

Finalmente, Antonio abandonó incluso esa vivienda pobre en las afueras de su aldea, y a sus hermanos ermitaños, y se marchó a una montaña situada en el desierto al este del Nilo. Allí, cerca de Pispir en una antigua fortificación abandonada, se dedicó a la vida solitaria de anacoreta hasta la gran persecución del año 303, bajo el emperador Diocleciano.

Sin duda, la parte de la experiencia de Antonio que ha recibido más atención en la cristiandad posterior ha sido su lucha contra los demonios. Durante siglos, ha sido un tema predilecto en el arte cristiano de Occidente. Una visita al Museo del Prado, en Madrid, convencerá a cualquiera. También ha sido el aspecto más destacado por algunas corrientes de espiritualidad en la tradición cristiana occidental. La lucha titánica de Antonio con los poderes de las tinieblas se describe con un realismo aterrador. «Los demonios, irrumpiendo por las cuatro paredes … fueron transformados en las formas de bestias y reptiles. El lugar se llenó de apariencias de leones, osos, leopardos, toros, serpientes, víboras, escorpiones y lobos. … El león rugió, el toro amenazó con cornearlo, … los sonidos de todos eran horribles. … En esta circunstancia el Señor no abandonó a Antonio en sus luchas, sino que le ofreció su socorro» [10].

Las únicas armas que Antonio tenía para luchar eran la oración y su vida asceta. «No hay que temer sus apariciones, porque no son nada y rápidamente desaparecen —sobre todo si uno se arma con la fe y el signo de la cruz» [11]. Antonio comprendió, como pocos, las dimensiones demoníacas de los males personales y sociales. Sin duda, fue esta comprensión creciente y profunda la que le llevó a ser anacoreta. En lo más interior de su ser luchó contra los demonios que le atacaban personalmente y, por la gracia de Dios, prevaleció. Desde su lugar de retiro en el desierto inhóspito egipcio, luchó contra los mismos demonios, presentes en las instituciones egipcias injustas y responsables de los males sociales y económicos que azotaban al pueblo. Prevaleció también contra ellos, creando una comunidad salvífica alternativa a las estructuras demoníacas de su tiempo.

En su biografía, Atanasio destaca las motivaciones espirituales que llevaron a Antonio a tomar las decisiones que determinarían el extraordinario rumbo de su vida posterior. Atanasio nos hace pensar que Antonio tomó todas sus decisiones, o rumbo a la casa del Señor, o cuando estaba reunido con los hermanos de la congregación. Si duda, fue motivado por consideraciones religiosas. Sin embargo, también había motivos socioeconómicos.

En sus reflexiones, Antonio se preguntaba: «¿por qué es que los ricos injus­tos muelen los rostros de los pobres justos?» Él mismo, por la razón que fuera, había sido un fracaso en su vida secular anterior y llegó a cuestionar los valores de la sociedad secular de su tiempo. Sin embargo, la gente lo buscaba, a su vivienda solitaria en el desierto llegaron otros ascetas como él hasta formar una gran población de hombres que, entre otras cosas, venían huyendo de los cobradores de impuestos.

Sus celdas en las montañas eran como tiendas llenas de coros divinos ­personas cantando, estudiando, ayunando, orando, alegrándose en la esperanza de bienes futuros, colaborando en la distribución de bienes a los necesitados, viviendo en amor y armonía mutuos. Era como si uno vislumbrara una tierra única —tierra de devoción y de justicia—o Porque, ni los opresores, ni las víctimas de sus injusticias se encontraban allí, ni tampoco se oía las ame­nazas de los cobradores de impuestos [12].

La relación entre estos anacoretas (literalmente, los retirados) en el desierto, y la ausencia de los cobradores de impuestos en este contexto, es evidente. La palabra que los cobradores de impuestos en el antiguo Egipto usaron para referirse al gran problema de la evasión de impuestos era anacoresan, es decir, los que se han marchado del valle del Nilo, retirándose al desierto. Bajo los Tolomeos este «retirarse» había sido una acción colectiva llevada a cabo para protestar por las condiciones injustas y opresivas impuestas por el gobierno. En el período romano este «retirarse» generalmente implicaba la marcha de individuos al desierto protestando por el yugo de las cargas físicas y económicas impuestas por las autoridades opresoras [13].

Posteriormente, el término anacoreta llegó a aplicarse exclusivamente a esas personas que, por razones religiosas, se habían «retirado» a vivir en cuevas o celdas inhóspitas en el desierto. Pero en el monacato egipcio, no eran meras consideraciones religiosas las que condujeron al notable desarrollo del movimiento anacoreta. Posteriormente, en el movimiento cenobita, los individuos que huían de la opresión se dedicaron, bajo Pacomio, a formar nuevas comunidades monásticas alternativas en el desierto. En ambos casos, se trataba de una alternativa radicalmente diferente de la que imperaba en la sociedad secular. Estas dimensiones sociales del movimiento anacoreta cristiano hallan sus raíces en Juan el Bautista y en Jesús.

Resulta interesante la relación entre los emperadores, Constantino y los hijos que le sucedieron en el trono imperial, Constante y Constancio, y los monjes del desierto egipcio. La importancia socio política de lo que ocurría en el desierto no pasó inadvertida en el imperio. Y aunque parezca extraño para nosotros, los emperadores solían escribirle a Antonio, «como si fuera un padre para ellos, esperando recibir de él respuesta. Sin embargo, no les hizo mucho caso, ni tampoco se entusiasmó por las cartas. … Llamando a los monjes les dijo, “No penséis que sea una maravilla que un emperador nos escriba porque él también es mero hombre. Maravilláos, más bien, de que Dios nos haya dado su ley y nos haya hablado por medio de su propio Hijo”» [14].

Antonio hubiera preferido no recibir cartas de los emperadores pero, final­mente, por la insistencia de otros, respondió. «Les ofreció consejo sobre las cosas que tenían que ver con su salvación, es decir, no aferrarse a su posición actual de autoridad, como si ésta fuera importante, sino vivir a la luz del juicio venidero y reconocer que sólo Jesús es Señor verdadero y eterno. Les intimó a ser compasivos, justos y atentos a los pobres» [15].

Aunque Antonio no llegó a expresar abiertamente su antipatía hacia la autoridad imperial, tal como sería el caso entre los donatistas norteafricanos, su actitud reflejaba un radicalismo neotestamentario que Atanasio, su obispo y biógrafo, al parecer nunca pudo apreciar plenamente.

Antonio, desde su lugar en el desierto, «amonestaba a los crueles. … Y otros se olvidaron de sus pleitos, llegando a dar su bendición a los que se habían retirado del mundo secular. Prestó su apoyo a las víctimas de las injusticias con tanta solidaridad que parecía que él, y no los otros, había sido la persona victimizada. Era tan dedicado al servicio de todos que muchos de los militares y muchos de los ricos dejaron a un lado sus cargas, haciéndose ellos también monjes en el desierto» [16].

Pacomio y el movimiento cenobita

Pacomio (286-346) nació en una familia pagana en las cercanías de Esneh en el alto Egipto. Sus padres eran campesinos pobres y en su niñez Pacomio careció de una educación formal. Su lengua materna era la copta. Sus raíces sociales se encuentran en las capas rurales y marginadas de la sociedad egipcia.

Cuando Pacomio tenía unos veinte años, Constantino, que se encontraba en una lucha a muerte con otros pretendientes al trono imperial, ordenó una movilización militar. Y este joven pagano del alto Egipto se encontraba, junto con otros jóvenes que eran cristianos, entre los conscriptos con órdenes de presentarse para el servicio militar. Por alguna razón, no muy clara, todo el grupo fue encarcelado en Tebas, donde los miembros de la comunidad cristiana local les sirvieron atentamente, proveyendo para todas sus necesidades. Aparentemente, para la Iglesia resultaba completamente normal que los cristianos reclutas fueran encarcelados, y les sirvió gustosamente con amor cristiano. Después, cuando el grupo todavía estaba encarcelado en Antinoae, Constantino prevaleció sobre sus adversarios y proclamó el edicto imperial que dejaba en libertad a todos los reclutas.

Los historiadores de la iglesia establecida suelen señalar, en forma destaca­da, el supuesto servicio militar de Pacomio. Y algunos —para explicar el origen de su fuerte sentido de disciplina, que ha quedado reflejado en la organización regimentada del monacato cenobita— han sugerido que era hijo de una familia militar romana, y que él mismo había sido soldado. En realidad, no pasó de ser campesino y simple recluta, conscripto contra su propia voluntad, y pronto desertó [17].

La impresión que toda esta experiencia causó en Pacomio fue tremenda. Una vez liberado de la conscripción, Pacomio pidió el bautismo y, de allí en adelante, se dedicó a la vida asceta. Al principio se dedicó a la vida solitaria de ermitaño. Pasó a ser discípulo de un anacoreta anciano, llamado Palemón. Los dos ermitaños solitarios pasaron el tiempo en la oración y en los trabajos manuales. Vendían lo que producían a fin de compartir con los pobres. Pacomio continuó con ese modo de vida por unos cuantos años.

Pero en el fondo no se encontraba a gusto. Llegó a entender que la realización espiritual de los seres humanos se da mejor en el contexto de relaciones comunitarias. De modo que, en la tercera década del siglo IV, se dedicó a formar una comunidad de vida asceta.
Respondiendo a esa visión angélica que le decía, «Quédate aquí, Pacomio, y establece un monasterio, porque muchos vendrán a ti, que querrán salvarse. Guíalos de acuerdo con la regla que yo te daré» [18], se puso a formar una comunidad de las multitudes que acudían a él en el desierto en Tabena. La forma que tomó el ascetismo pacomiano llegó a llamarse cenobita, o comunitaria. El término realmente viene de dos palabras griegas, koinos (común) y bios (vida). Esta dimensión social representa la mayor diferencia entre la vida eremítica de Antonio y la práctica cenobita de Pacomio.

En Egipto, a principios del siglo IV, había una clase campesina de pequeños agricultores. Sin embargo, la creciente carga impositiva, además de la extor­sión y la violencia de los militares obligaron a muchos a abandonar sus pro­piedades y sus comunidades y a buscar la protección de algún patrón poderoso. Pero en el proceso corrían el riesgo de perder su independencia y de caer en la servidumbre. Estas condiciones condujeron a que muchos huyeran al desierto buscando liberarse de estas cargas. Tan grande fue el éxodo que las empresas estatales se quejaron de la fuga de su mano de obra barata. De modo que, el movimiento asceta egipcio, tanto en su forma anacoreta como en la forma cenobita, ofrecía una verdadera alternativa a las condiciones adversas en que subsistían los pobres y marginados en la sociedad egipcia.

La vida en estas comunidades era reglamentada y austera. La disciplina común consistía no sólo en ejercicios penitenciales, sino en oración y trabajos manuales. De acuerdo con la descripción de Jerónimo, los hermanos dedica­dos a un oficio común vivían juntos bajo un mismo techo, dirigidos por un superior. Trataban de evitar los excesos en los ayunos. Se limitaban a una sola comida por día. Una regla de disciplina espiritual prescribía la oración doce veces durante el día y otras doce veces durante la noche. La eucaristía se celebraba dos veces por semana, administrada por el clero. Las comunidades se formaban principalmente de laicos. Pacomio mismo resistió tenazmente las presiones, aun de Atanasio, para recibir la ordenación clerical. No obstante, hacia el final de su vida, parece haber cedido a estas presiones [19].

La disciplina era estricta. Los monjes se vestían uniformemente de un hábito marrón con capucha, con una túnica sin mangas, un manto de cuero, un cinto alrededor de sus lomos y un bastón. Los superiores servían bajo la dirección del padre del monasterio que, a su vez, era responsable a Pacomio mismo, hasta su muerte en 346, y luego a su sucesor Teodoro.

Al igual que el movimiento anacoreta de Antonio, el movimiento cenobita de Pacomio fue enormemente popular. Para el año de su muerte ya había nueve monasterios con centenares de monjes y dos casas para monjas. Dos veces al año, todas las comunidades se reunían en Tabena para celebrar la Pascua y el aniversario de su fundación (el 13 de agosto). En la época de Jerónimo (390), alrededor de cincuenta mil monjes solían congregarse para celebrar la Pascua [20].

El movimiento monástico probablemente representa el cambio más importante en la sociedad durante la época inmediatamente posterior a Constantino. Los monjes anacoretas y cenobitas ofrecieron un nuevo acercamiento a la religiosidad acompañado de un nuevo estilo de vida. Los monasterios de Pacomio eran realmente nuevas formas de comunidad aldeana. A partir.de entonces, el movimiento cristiano contaría con una base rural, al igual que urbana, de acción y de hermenéutica. En el mundo bizantino la vida de los cristianos ya no sería igual. Ahora contarían con sus hombres santos, obrando individualmente o confraternizando en las grandes colonias que surgieron del movimiento pacomiano [21]. Pero no sería sino hasta unos dos siglos más tarde cuando Benito de Nursia llegaría a Roma con su visión monástica y su regla para ordenar la vida en el monacato occidental.

Conclusión

El legado del movimiento monástico egipcio ha sido realmente notable para el cristianismo occidental. Desde que San Benito (ca. 480-ca. 550), el ermita­ño italiano, formó una comunidad monástica con un pequeño grupo de monjes que le seguían y elaboró una regla para orientar su vida, han surgido muchas órdenes religiosas en el cristianismo occidental. Entre las más importantes están: la orden de Cluny en Francia, fundada en el siglo X; los cistercienses, quienes surgieron a fines del siglo XI y de cuyo seno surgieron los trapenses con nuevo espíritu y programa reformistas en el año 1664; los franciscanos, organizados en el año 1209, que produjeron a través de los años una serie de movimientos reformistas, tales como los espirituales, los observantes y los capuchinos, y formaron claustros para mujeres y órdenes terciarias que han abierto posibilidades a otras personas cuya participación, de otro modo, hubiera sido imposible; las comunidades laicas para mujeres (beguinas) y hom­bres (begardos) fundadas en el siglo XII en Holanda; la orden de los dominicos en el año 1220 y la Compañía de Jesús (jesuitas) en el año 1540. En todos estos grupos, y en muchos más que han surgido en el seno del cristianismo occidental, notamos la fuerte influencia de las tradiciones monásticas orienta­les. La contribución de los movimientos primitivos —anacoreta y cenobita— del desierto egipcio al cristianismo occidental ha sido realmente considerable.

El monacato ha contribuido a la creación de comunidades de cristianos comprometidos. El estilo de vida y los valores que han caracterizado a estas comunidades han sido notablemente diferentes de los del resto de la sociedad en general. Los muros alrededor de los monasterios han desempeñado una función simbólica, al igual que práctica, pues ha implicado la creación de comunidades de contraste [22]. Su estilo de vida no conformista ha sido, en sí mismo, un poderoso mensaje profético dirigido al resto de la cristiandad.

Tradicionalmente, el monacato ha derivado sus valores y su estilo de vida de los Evangelios. Los así llamados, «consejos evangélicos», o «consejos de perfección» (pobreza, obediencia y castidad), han estado desde entonces entre los votos asumidos por los que ingresan en las órdenes monásticas. Sus prácticas económicas, tanto personales como colectivas, generalmente han sido de orden comunitario. En todos los grupos monásticos del Occidente la castidad ha tomado la forma del celibato, con la excepción de las órdenes terciarias. Obedecer a sus superiores en todo, menos en el pecado, significa, para ellos, obedecer al Señor.

Con su estilo de vida marcadamente contra la corriente de la sociedad en general, las comunidades monásticas han cumplido la función de ser mino­rías proféticas en medio de la cristiandad. Tradicionalmente han solicitado el reconocimiento oficial de la Iglesia para justificar su existencia. Al otorgarlo, la iglesia establecida, por lo menos tácitamente, ha reconocido su necesidad de este cuerpo profético y diferente en su seno.

Por otra parte, al solicitar la aprobación oficial de la iglesia establecida, el movimiento monástico occidental tácitamente, por lo menos, reconoce dos niveles de cristianismo, y dos caminos de salvación: el del discipulado obediente, resumido en los «consejos evangélicos», y el de la «vía sacramental».

Con todo, la mera existencia de estas minorías proféticas en medio de la cristiandad ha servido para denunciar el materialismo y las injusticias económicas, el libertinaje inmoral y desenfrenado, y el sexismo, con todos los abu­sos que lo acompañan, y una multitud de formas de violencia entre los seres humanos, incluso contra el ambiente natural. En la medida en que continúe siendo fiel a sus raíces antiguas, el movimiento monástico seguirá siendo «una voz en el desierto», llamando a los cristianos de la cristiandad al arrepentimiento y a una salvación más efectiva.

La presencia de esta antigua tradición monástica que apunta al carácter marginado del pueblo de Dios, en medio de una cristiandad que ha hecho las paces con los poderes seculares, ha sido un elemento de valor incalculable para la Iglesia. Las voces de los ermitaños, Antonio y Pacomio, llamándonos desde el inhóspito desierto egipcio, nos invitan a hacer memoria de nuestra permanente vocación forastera y peregrina, como pueblo de Dios en este mundo.

 


1. Tomada de «The Sayings of the Fathers», en Owen Chadwick, trad.: Western Asceticism, Filadelfia, Westminster, 1958, p. 156.

2. Ibíd., p. 37.

3. Ibíd., p. 40.

4. Ibíd., p. 77.

5. Tomada de «Leben des Heiligen Pachomius», citada en Walter Nigg: Warriors of God. The Creat Religious Orders and Their Founders, Londres, Secker and Warburg, 1959, p. 53.

6. Ibíd., p. 59.

7. Ibíd., p. 53.

8. En adelante las referencias a esta obra serán tomadas de Robert C. Gregg, trad.: Athanatius, the Life of Antony and the Letter to Marcellinus, Nueva York, Paulist, 1980.

9. Ibid., pp. 30-32.

10. Ibíd. , pp. 38-39.

11. Ibíd., p. 48.

12. Ibíd., p. 64.

13. Ibid., n. 95, pp. 138-139.

14. Ibíd., p. 89.

15. Ibíd. , p. 90.

16. Ibíd. , p. 94.

17. Jean-Michel Hornus: It Is Not Lawful for Me to Fight. Early Christian Attitudes toward War, Violence and the State, Scottdale, PA, Herald, 1980, (ed. rev.), p. 142.

18. Citada en Walter Nigg, op. cit., p. 53.

19. W. C. H. Frend: The Rise of Christianity, Filadelfia, Fortress, 1985, p. 577.

20. Ibídem.

21. Ibid., p. 579.

22. Gerhard Lohfink: Jesus and Community, Filadelfia, Fortress, 1984, pp. 157ss. [Hay trad. española, Gerhard Lohfink: La Iglesia que Jesús quería. Dimensión comunitaria de la fe cristiana, Bilbao, Desclée de Brouwer, 19862.]