Colección de lecturas
 

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Estrategia de misión (2)
Cruzar fronteras
por Wilbert R. Shenk [1]


1.  Introducción

Durante los últimos treinta años he observado con perplejidad e inquietud cómo el mundo secular se ha adueñado con entusiasmo del concepto de misión.  Me causa perplejidad porque durante casi dos siglos ha sido más frecuente mofarse de las misiones y de los misioneros que alabarlos —y esto por parte de todo tipo de personas: novelistas, intelectuales, cineastas, historiadores y practicantes de las ciencias sociales.  Hoy día toda multinacional que se precie anuncia con orgullo su «misión».  Hay restaurantes, hospitales y universidades que se esfuerzan por dar a conocer que sienten que su «misión» es brindarnos un servicio de calidad.  Los cuerpos y fuerzas militares nos aseguran que saben bien cuál es su «misión».  La ironía es que esto está sucediendo cuando muchas iglesias locales se sienten confundidas y carentes de claridad acerca de cuál pueda ser su misión.

Desde 1950 los teólogos de la misión nos vienen ayudando a comprender que el origen de la misión cambiante es la missio Dei, es decir, la misión de Dios.  Esta idea supone un cuestionamiento fundamental de la manera tradicional de entender las misiones.  Esta era la idea por la que se sobreentendía que las misiones eran una función de la iglesia y que la iglesia podía elegir si comprometerse o no con la misión.  El de misiones era uno entre diversos programas o proyectos que realizaba la iglesia.  No es por accidente que el movimiento misionero moderno se organizó casi por entero al margen de las estructuras oficiales de las iglesias.  Poco a poco, las iglesias empezaron a reconocer que la obra misionera era una actividad legítima y acabaron por establecer vínculos formales con las agencias misioneras.

Pero la teología de la missio Dei nos exige un cambio de perspectiva mucho más radical.  Antes de que existiese Israel o la iglesia, estaba Dios.  Y Dios contempló el mundo con una compasión que nos cuesta llegar a comprender cabalmente (cf. Ez 16,4-7a) [2].  Dios determinó redimir el mundo.  Dios es el Dios de la misión, de la missio Dei.  Es útil distinguir entre misión y misiones.  Quizá nos ayude la siguiente analogía:  El sistema solar gira alrededor del sol.  Los planetas sólo pueden reflejar la energía de luz que reciben del sol.  De la misma manera, la missio Dei, la misión de Dios, está en el centro.  Todas las pequeñas misiones que emprendamos por obediencia al llamamiento de Jesucristo, nunca pueden ser más que reflejos de la misión de Dios.  Tal es así, que estas pequeñas misiones siempre reflejan imperfectamente la energía de luz que proyecta Cristo.

La manera como Jesús se veía a sí mismo derivaba directamente de la missio Dei.  Él se sabía ser el «enviado del Padre», como muestra el Evangelio de Juan.  Max Warren, el gran líder de las misiones anglicanas después de la Segunda Guerra Mundial, declaró:

Jesús mismo es, personalmente, la Gran Comisión.  Él es el Hombre enviado.  En su vida y por sus enseñanzas y obras, en su morir y muerte y en su resurrección, él es la proclamación del tema del Nuevo Testamento [3].

Es sólo una vez que hayamos reconocido en Dios el autor y origen de la misión y en Jesús el primer misionero, que podemos empezar a hablar de la misión que nuestro Señor nos encomendó (ver Mt 28,18-20; Mr 16,15; Lu 24,46-47; Jn 20,19-23; Hch 1,8).  En este sentido, la misión es de Dios, no de la iglesia ni de ninguno de nosotros como individuos.  Las misiones que establecemos y desarrollamos siempre se verán condicionadas por nuestras limitaciones humanas.

En la propia esencia de la misión está el hecho de movimiento y cambios.  La misión no sucede donde nos quedamos quietos.  La misión desestabiliza el statu quo y cuestiona el orden presente, con lo que a veces corremos riegos graves.  En Juan 20,18-23 Jesús dejó esto muy claro.  Jesús apareció inesperadamente la tarde del Domingo de Resurrección, allí donde estaban reunidos los discípulos.  Saludó a los discípulos con las palabras familiares: «Paz a vosotros».  Entonces les mostró las heridas recientes en sus manos y costado.  Como para que no les quedase ninguna duda, Jesús repitió su saludo y añadió: «Como el Padre me envió, así os envío yo».  Mas claro imposible.  El Señor encomendó a sus discípulos una labor concreta: seguirle en la misión.  Una de las cosas más llamativas de Jesús en cuanto misionero, fue su capacidad y eficacia para cruzar fronteras.  Se saltó las normas que daban más importancia a la observancia de la ley que a las personas.  Se relacionó con pecadores y marginados.  Conversó honda y respetuosamente con samaritanos.  David Bosch ha definido la misión como «la Iglesia cuando cruza fronteras tomando forma de siervo» [4].

La presente conferencia tiene que ver con la misión cuando «cruza fronteras».  Puesto que el término frontiers («fronteras» [5]) tiene varios significados, empezaremos por tomar nota de las diversas definiciones, para a la postre aclarar cómo utilizamos la palabra.  Frontier puede ser (a) una línea divisoria entre dos territorios o estados, generalmente indicado mediante barreras, controles policiales o control de pasaportes; frontier también puede referirse a la divisoria social o religiosa entre distintos grupos de personas.  (b) Frontier puede ser un asentamiento en los límites extremos de un país, donde los servicios y controles gubernamentales todavía no llegan del todo.  (c) Frontier puede ser también una región en los límites de lo explorado —sea en geografía, conocimientos o cultura en general.  (d) Frontier es, por último, un lugar donde se está produciendo una importante actuación crítica o estratégica.

Yo emplearé el término frontier («frontera») en dos de los sentidos explicados: (a) como la barrera o límite que hay que cruzar para realizar una misión; y (d) como aquel lugar donde se está produciendo una importante actuación crítica o estrategia.  Como veremos, la realidad de frontera es mucho más que una cuestión práctica.  El tema tiene derivaciones importantes para la teología y misionología.

2.  Perspectivas bíblicas sobre barreras, límites y fronteras

Nos parece natural que los seres humanos estemos constantemente trazando límites —entre lenguas, culturas, regiones geográficas y grupos étnicos— para crear y proteger nuestro sentido de pertenencia a un grupo que se distingue de otras agrupaciones.  Esta inclinación humana a trazar líneas que definen y dividen se observa a todo lo largo de los testamentos Antiguo y Nuevo.  Celebramos el hecho de la variedad en la naturaleza y las culturas como evidencia de la riqueza de la creación de Dios.  Pero son precisamente estas diferencias que utilizan y aprovechan los hombres y las mujeres para perjudicar y destruirse unos a otros.  En la guerra suele suceder que cada bando demoniza al otro, habitualmente exagerando las diferencias.  En el Apocalipsis, el éschaton se describe en términos de la unidad de «los santos de toda tribu y lengua y pueblo y nación» (5,9b; cf. 7,9; 21-22) en un cielo nuevo y una tierra nueva.  La salvación es el triunfo de la gracia de Dios de tal suerte que todos nos hallamos unidos en el amor de Dios, sin borrar nuestras diferencias humanas.  El testimonio misionero ha de ser siempre un anticipo de aquel objetivo final.

(a) Trasfondo del Antiguo Testamento.  En Génesis 4 tenemos la historia desagradable del asesinato de Abel por su hermano.  Caín estaba comido de envidia y no quería convivir más con Abel.  Quería que Abel dejara de ser parte de su vida.  Por haber asesinado a Abel, cayó sobre Caín una maldición: por toda la vida que le quedaba, nadie estaría dispuesto a convivir con él.  Dios dijo a Caín: «Serás un fugitivo vagando sobre la tierra» (Gn 4,12b).  Caín fue un hombre marcado, un exiliado permanente.  La sociedad trazó fronteras que Caín jamás pudo cruzar.

Los siguientes capítulos de Génesis utilizan genealogías para narrar el desarrollo posterior de la sociedad humana.  Génesis 6 nos informa que al ir aumentando la población humana, también se multiplicó en gran manera la maldad: «Toda inclinación de los pensamientos de sus corazones fue de continuo solamente para mal».  A continuación tenemos la historia de Noé y del pacto nuevo que hace Dios con este hombre justo.  Génesis 11,1-9 nos cuenta la construcción de la Torre de Babel, cuyo resultado último fueron la creciente complejidad lingüística y la confusión y dispersión de la gente.

Este es, entonces, el trasfondo donde se produce el llamamiento de Abraham.  Dios se propone hacer un pacto con Abraham para un propósito especial.  El primer requisito de este pacto es que Abraham dejará el centro de la civilización humana para dirigirse «a la tierra que yo te mostraré» —a la frontera de la misión.  Observemos que el pacto está estructurado en torno a una acción recíproca:  «Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré y engrandeceré tu nombre, para que seas una bendición […] y en ti obtendrán bendición todas las familias de la tierra » (Gn 12,2.3c).  El pacto de Dios con Abraham comprometa al pueblo de Dios a vivir en la frontera donde representarán para «las naciones» la salvación de Dios.  Aquí descubrimos la estrategia fundamental de Dios para alcanzar a las naciones.  Dios hace un pacto con Abraham donde el bienestar de Abraham y sus descendientes está vinculado a que traigan bendición a las naciones.  El pacto con Abraham no se puede cumplir aisladamente, separados del mundo.  Al contrario, constituye un llamamiento a una actuación redentora entre «las naciones».  «¡Ve! ¡Bendice a las naciones!», le ordena Dios a Abraham.  Esta es la versión original de la Gran comisión.

(b) Perspectivas del Nuevo Testamento.  No es por accidente que el tema bíblico de «los poderes» se recuperó tras el auge del nazismo, después de la Segunda Guerra Mundial.  El racionalismo moderno no tenía ninguna explicación suficiente del mal, y mucho menos del mal a escala tan horrenda.  Ahora la cuestión quedó al desnudo ante la humanidad.  La realidad de lo demoníaco ya no se podía ignorar.

La vida entera de Jesús el Mesías —su ministerio, muerte y resurrección— tuvo que ver con esta lucha entre el poder de Dios y los poderes de este mundo.  Jamás podremos entender el Nuevo Testamento si no somos capaces de reconocer la presencia de este enfrentamiento en todas sus páginas.  Inmediatamente a continuación de su bautismo, Jesús salió al desierto donde ayunó y oró durante cuarenta días y noches.  Durante este tiempo Jesús tuvo un encuentro decisivo con Satanás [6].  Satanás le puso tres pruebas a Jesús, lo sometió a tres exámenes: (1) transformar piedras en pan; (2) tirarse desde la cumbre del templo; y (3) adorar a Satanás (Mt 4,1-11).  Podría interpretarse que con estas tres pruebas Jesús tuvo que enfrentarse a la posibilidad de (1) ganarse el favor de las multitudes al ofrecerles lo que deseaban, aumentando así su prestigio personal; (2) utilizar el poder de Dios para realizar acciones sensacionalistas; y (3) pactar con Satanás.  William Barclay sintetiza así la respuesta de Jesús:  «Decidió que nunca buscaría seguidores con intereses propios; decidió que el sensacionalismo no sería su manera de operar; decidió que no podía transigir en cuanto al mensaje que predicaba y la fe que exigía.  La consecuencia de esa decisión fue, inevitablemente, la cruz.  Pero la cruz, también inevitablemente, suponía la victoria final» [7].  A lo largo de todo su ministerio, a cada paso que emprende Jesús tendrá que enfrentarse con los «poderes».

Jesús inicia su ministerio público con una declaración clara que se puede entender como un desaire a Satanás.  En los Evangelios de Mateo (4,17) y Marcos (1,15), Jesús declara que su misión es la de proclamar el reinado de Dios.  En el Evangelio de Lucas, Jesús dice que su ministerio cumplirá la profecía de Isaías sobre la obra del Mesías: buenas noticias para los pobres, libertad a los cautivos, los ciegos recuperarán la vista, liberación de los oprimidos (Lu 4,18-19).  Todos los que han sufrido opresión o vejación por obra de las categorías y los controles humanos, ahora serán liberados.  Jesús proclamó el poder de Dios y lo demostró con curaciones, con exorcismo de espíritus malignos, y enfrentándose al sistema de opresión religioso, político y económico.  Al empezar Jesús su último desplazamiento a Jerusalén y hacia la cruz, se observa un claro ambiente de enfrentamiento cósmico que se está enzarzando entre el reino de Dios y el reino de Satanás.

G. B. Caird ha demostrado la importancia del tema en los escritos paulinos [8].  Con la salvedad de Filemón, todas las epístolas de Pablo mencionan a «los poderes».  Satanás levantó obstáculos contra Pablo (2 Cor 12,7; 1 Tes 2,18) e incitó a las naciones a la  transgresión de la ley, a la rebeldía contra Dios (2 Tes 2,7).  Las culturas y estructuras humanas están infiltradas por una «filosofía vana y engañosa» (Col 2,8.20).  La gente está ciega al evangelio por culpa del «dios de este siglo» (2 Cor 4,4).  Fueron los gobernantes de este mundo los que «crucificaron al Señor de la Gloria» (1 Cor 2,8) y que incitan a la gente a la desobediencia (Ef 2,2).  Estos «poderes» frustran a la gente en sus intentos de relacionarse con Dios (Ro 8,20).  El testimonio en el mundo siempre será una lucha contra «gobernantes, contra las autoridades, contra los poderse cósmicos de esta presente oscuridad, contra las fuerzas espirituales del mal» (Ef 6,12).

¿Cómo, entonces, hemos de concebir de estos «poderes y autoridades» y responder a ellos?  Podemos desesperar y amilanarnos; pero eso supondría haber renunciado a la fe en Dios.  Tres afirmaciones ayudan a dar perspectiva a la cuestión.  Sostenemos que:

  • Los Poderes son buenos.
  • Los Poderes han caído.
  • Los Poderes han de ser redimidos. [9]

Estas afirmaciones son interdependientes.  La Biblia afirma que Dios ha creado todas las cosas.  Nada queda excluido.  Dios proveyó los poderes para el bienestar humano que se refleja en la creación de instituciones sociales y políticas —desde la familia hasta el estado nacional moderno.  Pero la «bondad» de la creación no duró mucho.  El pecado primigenio en Génesis 3 es la rebeldía de Satanás contra Dios, que se observa cuando tentó a la pareja humana a procurarse su autonomía de Dios.  Desde aquel momento lo que opera en este mundo son poderes «caídos».  Desde entonces todo lo que emprenden los seres humanos está marcado por la realidad de lo «caído».  Por eso, según Berkhoff: «Los poderes ya no actúan para unir a Dios y los seres humanos; sino para separarlos.  Son ahora un obstáculo entre el Creador y su Creación» [10].  En otras palabras, la misión de los poderes es mantener y reforzar la separación entre Dios y la humanidad que empezó en el Edén.  Sabemos cada cual por experiencia propia, que todas las instituciones humanas —sean de gobierno, económicas, sociales, de educación, médicas o religiosas— son deficientes por la presencia del pecado y de la falibilidad humana.

El apóstol Pablo declaró que Jesucristo tiene autoridad sobre toda la creación porque «desarmó a los gobernantes y autoridades y los puso por ejemplo, triunfando así sobre ellos» (Col 2,15-16).  Es así como la misión es la proclamación y demostración de que el reinado de Dios avanza en la redención del cosmos, inclusive los poderes y las autoridades que siguen en rebeldía contra Dios.

(c) El surgir de la teología de misión.  Durante los primeros cien años del movimiento misionero moderno, se prestó poca atención a la necesidad de formular una teología explícita de la misión.  Se daba por supuesto que la teología tradicional era perfectamente adecuada.  Lo que hacía falta era descubrir los principios y métodos más eficaces para la labor misionera.  Cuando los teólogos y eruditos del estudio bíblico empezaron a dar forma a una teología de la misión en el siglo XX, se tendió a ignorar el Antiguo Testamento.  William Carey y otros pioneros protestantes de la misión habían redescubierto la Gran Comisión y ésta fue aceptada por todos como la motivación principal para la misión; pero a la vez, los protestantes estaban de acuerdo en que la fuente principal donde hallar una teología de la misión debía ser los escritos del apóstol Pablo.

En la década de los 1930, los teólogos y eruditos del estudio bíblico empezaron a adoptar una nueva manera de abordar la cuestión, que contribuiría al florecer de la teología de la misión en las décadas subsiguientes.  Por ejemplo, dos eruditos jóvenes escribieron ensayos, publicados en 1936, que demostraban la conexión importante entre la misión y la escatología.  Bengt Sundkler, un sueco que había de ir como misionero a Sudáfrica en 1937; y Oscar Cullmann, quien a la postre tendría una carrera brillante como exegeta del Nuevo Testamento en París y Basilea.

Sundkler argumentó que en el Antiguo Testamento el pueblo de Dios estaba llamado a una misión que tomó forma centrípeta, es decir, el testimonio de Israel debía atraer a las naciones para que adorasen en Jerusalén.  Los profetas llamaron reiteradamente al pueblo de Israel a cumplir con el llamamiento que encerraba su pacto.  La misión de Israel era ser «una luz a las naciones», para que ellas también pudieran venir a Jerusalén y adorar a Yahveh en el Monte de Sion.  El modelo de la misión en el Nuevo Testamento, sin embargo, es esencialmente centrífugo.  Según esta argumentación la Gran Comisión, que se encuentra en los evangelios y en Hechos, llamaba a «ir a las naciones».  Es así como el modelo de la misión sufrió una transformación: ya no era cuestión de ser, pasivamente sino de ir, activamente.  Si bien esta argumentación fue útil para estimular a los eruditos tanto como a los propios misioneros a plantearse seriamente lo que debía ser una teología de la misión, empezaba a surgir una teología de la misión más rica y fundacional, tal como ya hemos notado en nuestro estudio sobre «Misión cambiante».  La misión auténtica deviene del carácter y el propósito de Dios, que no de la iniciativa humana.

3.  Fronteras contemporáneas

Nuestro mundo de hoy está sufriendo cambios que quitan el aliento.  Durante el período entre 1989-1991 el bloque de países comunistas sufrió un colapso y el mundo bipolar de la era de la Guerra Fría desapareció.  En lugar de dar lugar a una era de tranquilidad y paz, los últimos quince años han sido de tensiones siempre en aumento.  Los teóricos de la política sugieren que la naturaleza del mundo, desde el punto de vista geopolítico, exige que se observe de maneras novedosas.  Michael Ignatieff sostiene que lo que ha aparecido tras el colapso de la Guerra Fría, muy al contrario de lo que todos esperaban, «es una nueva era marcada por la violencia.  La narrativa crítica del nuevo orden mundial es la desintegración de los estados nacionales, derivando en guerra civil interétnica; los arquitectos principales de ese orden son los señores de la guerra; y el lenguaje primordial de nuestra era es el del nacionalismo étnico» [11].  Están estallando formas nuevas de guerra; y se está combatiendo de maneras nuevas, empleando tecnologías modernas, conflictos que eran de largo arraigo.

Tres son las cosas que contribuyen a la desestabilización del mundo.  La primera es la dinámica entre lo mundial y lo local.  La novedad, aquí, no es la globalización en sí.  Este proceso lleva en marcha varios milenios.  Durante los últimos 500 años, gracias a nuevos medios de transporte y comunicaciones, ha ido aumentando el conocimiento del mundo como un todo.  La aceleración de este proceso de globalización se intensifica continuamente y por varias razones.  Los procesos industriales, por ejemplo, se están adaptando constantemente a la realidad de una economía mundial, dejando marginados los intereses de las economías nacionales o regionales.  La industria de la información funcione sobre la base de sistemas mundiales.  Los mercados de valores son mundiales.  Añádase a esto el hecho del constante ir y venir de millones de personas de un lado a otro por todo el planeta.  Observemos que cada una de estas tendencias sufre el estímulo de un sistema mundial y que cada una de ellas tiene un impacto enorme sobre cada realidad local.  En cuanto a distribución del poder, los intereses locales parecen impotentes frente a la fuerza de esta globalización.  En Norteamérica, todas las semanas se escuchan noticias de comunidades cuya economía se ha visto gravemente perjudicada.  La compañía que durante generaciones había sido la principal fuente de trabajo, de buenas a primeras decide cerrar sus puertas y trasladar toda su producción a otro país.  La compañía explica que sería imposible su supervivencia si tuviera que seguir pagando los salarios que esperan cobrar los obreros canadienses o estadounidenses hoy día.  Para poder seguir siendo competitiva, se ve obligada a trasladarse a un país donde los salarios son más bajos.

Una segunda fuente de inestabilidad es la intensificación de los sentimientos de identidad y orgullo étnico.  El sentimiento étnico siempre tiene que ver con la religión, la cultura, la lengua y las lealtades políticas.  La identidad de la persona y su sentimiento de pertenencia a su grupo, se ven desbordados por el reto de la movilidad, las rivalidades entre grupos diferentes, y experiencias de opresión.  El papel fundamental del sentimiento étnico se observa claramente si tomamos nota de cuántas de las guerras del siglo pasado tuvieron su origen en las tensiones interétnicas.  En 1989 Slobodan Milosevic fomentó un nuevo despertar en las mentes del pueblo serbio, del recuerdo de la Batalla del Campo de los Mirlos hace 600 años, cuando los turcos otomanos derrotaron a los serbios ortodoxos —suscitando así una terrible ola de limpieza étnica durante los años 1990.  El recuerdo de las cruzadas perpetradas por europeos entre los siglos X y XII, no ha desparecido hasta el día de hoy entre las poblaciones que sufrieron en sus carnes la violencia de los cruzados.  La guerra genocida interétnica en Rwanda en los años 90 suscita interrogantes harto inquietantes.  A pesar de la elevada proporción de cristianos en la población del país, parece ser que la conducta de los cristianos no fue en absoluto diferente de la del resto de la población.  La lealtad étnica resultó primar muy por encima de la lealtad al señorío de Jesucristo.

El tercer factor es la tensión inherente entre la modernización u occidentalización, y la tradición.  Esta tensión está presente en la mayoría de las sociedades; pero es mayor allí donde la sociedad sigue siendo más tradicional.  Son muchos los que consideran que la modernización no es otra cosa que una occidentalización, con todo lo que ello supone de dominación por parte de Occidente, con sus actitudes secularistas y su poderío económico.  Lo que no podemos pasar por alto es que la modernización no tiene que ver solamente con el ámbito de la economía y de los productos materiales.  Tiene su arraigo natural en una cultura formada por los valores de la modernidad.  Estos valores han creado una sociedad en sintonía perfecta con la manera moderna de entender el mundo.  En aquellas culturas que todavía no se han modernizado plenamente, la religión ha hecho de freno que determina cómo una cultura selecciona qué cosas resultarán aceptables.  La mentalidad moderna considera que tales tradiciones no son más que un estorbo al progreso; parecería perfectamente justificable perder la paciencia con las limitaciones que manifiestan los líderes en esas culturas, en su forma de responder frente a la modernización.

Por breve y esquemática que haya sido esta explicación, empezamos a vislumbrar las fronteras importantes que habrá de franquear la misión cristiana.

Durante los últimos cinco siglos donde más se ha centrado el pensamiento misionero ha sido las fronteras geográficas; sin embargo, por diversos motivos, nuestra manera de concebir de la geografía ha estado sufriendo un cambio dramático.  Por ejemplo, en nuestro mundo presente hay aproximadamente veinte millones de inmigrantes.  Bien es cierto que muchas de estas personas habrán emigrado voluntariamente por motivos económicos o de formación; pero hay millones que han sido desplazados por las condiciones inestables y violentas en su lugar de origen y no han tenido más remedio que huir a otra parte.  El tipo de situación socioeconómica que tiene que afrontar toda esta gente no tiene nada que ver con lo que experimentaban hace una generación.  La misionología desarrollada durante el período de descolonización, durante los años 50 y 60, ya no es adecuada.  Nos enfrentamos a una situación nueva, que indica la presencia de una nueva frontera.  Pero el reto que tenemos por delante no consiste en solamente poner al día nuestros análisis sociopolíticos.  Yo estoy convencido de que tenemos que fijar nuestra atención en algo mucho más grande.

4.  Cruzar fronteras en el siglo XXI

Al considerar la misión cristiana en el siglo XXI, es importante que prestemos atención al concepto de «frontera» como tema propio de la disquisición teológica.  Si buscamos recursos para entender la cuestión de fronteras en la teología que existe hoy día sobre la misión, nos llevaremos un chasco.  Por ejemplo, los misionólogos han escrito mucho sobre estrategias y métodos para la misión.  Donald McGavran, tal vez el pensador estratégico más influyente de la segunda mitad del siglo XX, escribió abundantemente sobre la estrategia misionera correcta y centró su atención en una frontera en particular para maximizar el crecimiento de las iglesias.  Son muchos los autores que han tratado sobre la cuestión de la estrategia de la misión y las fronteras actuales de la obra misionera, desde una buena diversidad de perspectivas.  Pero es que el concepto de frontera mismo necesita fundamentarse teológicamente.  Yo me he dedicado a explorar dos dimensiones del concepto de frontera: (1) las barreras y divisorias que hay que cruzar para poder realizar una misión; y (2) el lugar donde está sucediendo un encuentro crítico o de importancia estratégica.  Al contemplar la cuestión de cruzar fronteras en el siglo XXI, propongo como enfoque del trabajo que tenemos por delante, tres imperativos: teológico, contextual y misionologico.

(a) El imperativo teológico.  El tema de la reconciliación es profundo y el apóstol Pablo lo trata elocuente y apasionadamente.  Sin embargo, la teología de la misión ha tendido a pasar por alto el tema de la reconciliación.  Jacques Matthey ha hecho un estudio de los documentos producidos por los protestantes ecuménicos para determinar qué lugar tiene el tema de la reconciliación en las deliberaciones ecuménicas y en los escritos sobre la teología de la liberación y la violencia.  Su conclusión es que «la reconciliación» brilla por su ausencia en este corpus importante de literatura [12].  La principalísima obra de David Bosch sobre teología de la misión, Transforming Mission, no trata expresamente el tema de «reconciliación», por mucho que la reconciliación fue una dimensión importante de su ministerio personal y marcó decisivamente su legado.  En su estudio excelente, What is Mission? Theological Explorations [13], J. Andrew Kirk sigue el hilo de este tema en su argumentación.

Robert J. Schreiter ha escrito varias obras tratando este tema, empezando con Reconciliation: Mission and Ministry in a Changing Social Order [14], The Ministry of Reconciliation: Spirituality and Strategies [15] y más recientemente, una serie de tres ponencias sobre “Reconciliation and Peacemaking” [16]. Miroslav Volf es bien conocido por su estudio teológico profundo: Exclusion and Embrace: A Theological Exploration of Identity, Otherness, and Reconciliation [17].  Schreiter ha estado alerta a las dimensiones misionológicas presentes.  A continuación me basaré en su trabajo para trazar, esquemáticamente, la teología de reconciliación que debería hacer de base para una misión en la frontera.

Dos textos paulinos importantes que tratan sobre la reconciliación serían 2 Corintios 5 y Efesios 2.  Basándose en estos dos textos, Schreiter sugiere cinco puntos que deberían dar forma a una teología de reconciliación misionera.

  1. Pablo deja claro que es Dios quien toma la iniciativa y hace que sea posible la reconciliación.  Conocemos que la escala y profundidad de la hostilidad y el odio provocado por los hechos violentos que cometen unos contra otros, hace que sea extremadamente difícil, en términos humanos, hallar solución.  Esta es la situación humana resultante de la rebeldía humana contra Dios.  A manera de respuesta a esa rebeldía y hostilidad, Dios toma la iniciativa para reconciliarse con nosotros.  Gracias a la experiencia de primera mano con la gracia y el perdón, empezamos a comprender quién es Dios y qué es lo que Dios desea.  Una vez experimentada la reconciliación con Dios y al vivir en comunión con Dios, empezamos a captar que este es el punto de partida para la reconciliación.  Pero esto no es en absoluto algo que pueda quedar relegado al ámbito de la experiencia «personal» o «privada».  Tiene consecuencias sociales inmediatas y concretas.  Este es el punto de partida para que empecemos a ser «embajadores por causa de Cristo» (2 Cor.5,20).

  2. Dios pone en marcha el proceso de reconciliación al transformar a la víctima.  Desde un punto de vista humano, pensamos que la obra de reconciliación empieza por persuadir al malhechor, a la parte «culpable», a confesar el mal y pedir que aquel contra quien ha pecado lo perdone.  Pero si empezamos con esa presuposición, no tardaremos en frustrarnos y abandonar.  Por diversas razones puede ser imposible que el malhechor haga nada.  Imaginemos que el que ha causado el mal lleva veinticinco años muerto o sea una entidad impersonal como un estado o una institución.  Puede resultar muy difícil hallar la parte «culpable» a la que hacer exigencias.  La víctima se siente vejada e irritada porque no parece que sea posible llegar nunca a una resolución.  Pero existe otra manera de proceder.  Podemos dirigirnos a la víctima como una persona válida y digna, para ayudarla a hallar curación de sus heridas mediante el perdón.  Esto es lo que hizo Dios por medio de Jesucristo; tiene que ser nuestro recurso esencial.  El Comité de Verdad y Reconciliación, de Sudáfrica, demostró el poder del perdón en una situación donde no siempre fue fácil averiguar la verdad pero donde las víctimas empezaron a alcanzar curarse por virtud del perdón.

  3. La reconciliación de Dios puede transformar tanto al malhechor como a la víctima, haciendo de ambos «una nueva creación» (2 Cor 5,17).  La labor de reconciliación es ardua.  Se han cometido injusticias reales; hay de por medio heridas muy profundas; los recuerdos llenos de dolor pasan de una generación a otra.  La promesa de la reconciliación es «una nueva creación».  Lo que parecía imposible se hace realidad.  Los enemigos traban amistad.  Esta visión fue proclamada por Isaías: a saber, que llegaría un día cuando el león y el cordero conseguirían convivir en paz.

  4. El sufrimiento y la muerte de Cristo es el marco de referencia para alcanzar a comprender el sufrimiento nuestro.  Nunca es posible saber de antemano qué impacto tendrá el sufrimiento en un individuo.  Algunas personas acaban amargadas y emocionalmente paralizadas por sus experiencias de sufrimiento.  Otras aceptan pasivamente su infortunio pero en ello pierden la alegría de vivir.  Pero los cristianos tienen el recurso de empezar a ver su sufrimiento dentro del contexto de lo que padeció Cristo.  Esta fue la oración del apóstol Pablo en Filipenses 3,10: «Quiero conocer a Cristo y el poder de su resurrección y compartir sus sufrimientos, llegando a ser como él en su muerte».  Para Pablo el poder de la resurrección era el recurso ulterior, puesto que es capaz de vencer incluso sobre la muerte, el último enemigo.  En tanto que sólo veamos el sufrimiento dentro del horizonte de nuestra propia experiencia, no alcanzaremos a tener recursos por los que avanzar más allá para superarlo.

  5. Experimentaremos la reconciliación perfecta cuando Dios lo sea todo en todo.  Pablo conserva siempre una perspectiva escatológica clara en sus cartas (Col 1,21-23; Ef 18,8-14).  La vida de discipulado está marcada por anticipos del futuro que nos ha sido prometido en Jesucristo; pero no podemos esperar que vayamos a eludir las realidades de este mundo donde «los poderes» siguen en activo y se oponen al reinado de Dios.  Estamos llamados a dar testimonio de la obra reconciliadora de Dios que hemos experimentado y de la que somos testigos.  La presencia del Espíritu Santo es «las arras de nuestra herencia».  Esto nos basta para esta era presente.

Este es, entonces, el punto de partida para una teología de la misión que nos vaya a preparar para cruzar fronteras.

(b) El imperativo contextual.  En mis comentarios anteriores sobre las fronteras contemporáneas, observé tres cosas que están generando descontento y conflicto en los primeros años del siglo XXI: la dinámica de globalización, las tensiones interétnicas, y el conflicto que viene de lejos entre modernización y tradición.  La violencia está presente en cada una de estas fuerzas dinámicas.  En su libro, Andrew Kirk abre el capítulo sobre «Derrotar la violencia y construir la paz» con esta afirmación:  «Es curioso que el tema de este capítulo se menciona rara vez, por no decir nunca, en las obras importantes escritas sobre la misión» [18].  Esto significa que los misioneros, al día de hoy, no están siendo preparados para comprender los contextos donde habrán de servir.  Añádase a esto el hecho de que todos los índices vitales de los que dependemos para tomar el pulso a las tendencias mundiales —patrones demográficos, distribución por edades, la pobreza, la atención médica, la urbanización, oportunidades económicas— indican que nos aguarda un aumento de violencia y conflictos por lo menos hasta la década de los años 2020.  Como mínimo, esto exige la preparación y el envío de equipos de misioneros que estén preparados para responder a estas situaciones con todos los recursos que ofrece el evangelio.  Hacer menos que eso, es no alcanzar a tomarnos con seriedad nuestro contexto actual.  Juan 1,14 permanece en pie como un desafío constante: «La Palabra se hizo carne y vivió entre nosotros».  Dios no guardó las distancias sino que envió a Jesús al mundo con un compromiso total con ese mundo.

(c) El imperativo misionológico.  Aquí sólo me limitaré a mencionar dos temas.  Basándonos en una teología de la reconciliación, es menester desarrollar una estrategia misionológica que se hace presente en situaciones de conflicto y allí brinda su ministerio [19].  Para prestar credibilidad a un testimonio de estas características, tenemos que insistir en que nuestra labor se desarrolle como equipos compuestos por personas de diferentes nacionalidades y diferentes grupos étnicos, donde se hace perfectamente visible a primera mano cuál es el fruto de la reconciliación.  Esto sólo es posible si imprimimos una nueva orientación a nuestra idea de lo que supone preparar personas para una misión digna del evangelio de reconciliación.

Todos estamos agradecidos a la obra importantísima que ha sido hecha en el transcurso de las últimas décadas por el movimiento para una justicia restauradora, para la transformación de conflictos, y para dar testimonio contra la violencia.  Sin embargo nuestro testimonio sólo alcanzará a tener coherencia e integridad cuando consigamos integrar estas dimensiones a la par con la evangelización y la edificación del cuerpo de Cristo.  Sólo puede haber un evangelio.  Debemos estar vigilantes, en guardia contra aquellas tendencias que reducirían el evangelio a algo menos que el evangelio completo, exigiéndonos decantarnos por sólo algunos aspectos selectos.

5.  Conclusión

«Cruzar fronteras» es la esencia medular de la misión.  Por lo general las disquisiciones misionológicas sobre «fronteras» se han limitado a tratar el tema desde el punto de vista de estrategias pragmáticas.  Yo estoy proponiendo que es esencial tratarlo como una cuestión teológica.  La naturaleza de las fronteras va cambiando con el paso del tiempo.  Estoy sugiriendo que hoy día las fronteras geográficas no tienen la misma importancia que tuvieron en el pasado.  Sin embargo el concepto de fronteras sigue siendo tan importante como siempre.  Sostengo que tenemos que involucrarnos con nuestro contexto contemporáneo, centrándonos en los temas candentes de frontier, «frontera», que tenemos por delante en esta próxima generación, desarrollando para ello una teología de la reconciliación, que haga de fundamento para la formación y el envío de misioneros y para su ministerio.

 


1. Conferencia de Wilbert R. Shenk en el Congreso de Global Mission Fellowship — Almaty, Kazajstán, 18-20 septiembre, 2006. La presente traducción (por Dionisio Byler) es con permiso del autor, para poner a disposición del público lector en castellano por medio de www.menonitas.org. El autor reserva todos los derechos.

2. Véase David J. Bosch, “Reflections on Biblical Models of Mission,” edit. James M Phillips y Robert T. Coote, Towards the 21st Century in Christian Missions (Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1993), 180ss.

3. Max Warren, I Believe in the Great Commission (Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1976), solapa.

4. David J. Bosch, Witness to the World (John Knox Press, 1980), 248.

5. Nota del traductor:  Aquí el profesor Shenk se refiere a los matices de significación de la palabra inglesa frontiers, más o menos equivalente —aunque no en todos los significados, como se verá— a nuestra palabra «fronteras». 

6. Normalmente se dice que Satanás «tentó» a Jesús; sería más correcto traducir que Satanás «probó» o «puso a prueba» a Jesús.  Esto nos recuerda cómo Dios probó a Abraham, retándole a sacrificarle a Isaac (Gn 22,1-18).

7. William Barclay, The Gospel of Matthew (Westminster Press, rev. ed. 1975), vol. 1, 70.

8. Según se cita en Arthur F. Glasser, Announcing the Kingdom (Baker Books, 2003), 330.

9. Según lo explica Walter Wink, The Powers that Be (Doubleday, 1999), 31.

10. Hendrikus Berkhof, Christ and the Powers.  Trad. al inglés, John H. Yoder (Herald Press, 1962, 1977), 30.

11. Michael Ignatieff, Blood and Belonging: Journeys into the New Nationalism (Farrar, Straus and Giroux, 1995) 5.

12. Jacques Matthey, “Reconciliation, Missio Dei and the Church’s Mission”, eds. Howard Mellor y Timothy Yates, Mission, Violence and Reconciliation (Cliff College Publishing, 2005), 113.

13. J. Andrew Kirk, What is Mission? (Darton, Longman and Todd/Fortress, 1999).

14. Robert J. Schreiter, Reconciliation (Orbis Books, 1993).

15. Robert J. Schreiter, The Ministry of Reconciliation (Orbis Books, 1998).

16. En Howard Mellor y Timothy Yates, eds., Mission, Violence and Reconciliation (Cliff College Publishing, 2005), 11-59.

17. Abindgdon Press, 1996.

18. Kirk, What Is Mission?  143.

19. Kirk, What Is Mission? 78-80, señala muy en particular las tensiones interétnicas como un tema que exige atención.

 
 
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