18 de marzo de 2019    •    Lectura: 3 min.
Foto: Connie Bentson

autoridad — Me parece que en nuestro uso corriente, el concepto de autoridad tiene (por lo menos) tres sentidos: 1. La capacidad o facultad reconocida para hacer valer un concepto, una opinión, un juicio determinante, o para ejecutar una decisión o acción. 2. La persona que posee autoridad en ese primer sentido. 3. Un documento —una ley o un libro de texto, por ejemplo— escrito por tal persona (segundo sentido).

En el griego del Nuevo Testamento la palabra que me viene inmediatamente a la mente es exousía. Después hay, igual que en español, una multitud de palabras relacionadas (potestad, señorío, principado, majestad, etc.) y personas que tienen autoridad: rey, ungido (cristo), señor, maestro, rabino, sacerdote, etc. Y Dios y «el Señor», naturalmente. También: la Escritura, la Ley, Moisés, los profetas, etc., con referencia a los escritos sagrados de Israel.

En general el hebreo bíblico se presta menos que el griego a expresarse con abstracciones como la palabra «autoridad». Puede expresar las mismas profundidades, pero de otras maneras. Describir una montaña que echa humo y un estruendo que deja a todos espantados cuando el Señor habla, no deja lugar a dudas de que el Señor está hablando con autoridad.

Cuando Jesús define la autoridad como servicio, cuando dice que él está presente entre sus discípulos y en la sociedad como los esclavos que sirven a los comensales, no está diciendo nada particularmente novedoso. La propaganda oficialista ya venía vendiendo desde hacía miles de años la idea de que quien manda en el fondo está sirviendo. A los reyes les gustaba presentarse como «pastores» benignos y como «siervos» al servicio del pueblo.

Esto sigue en pie hoy día. Las máximas autoridades de gobierno suelen designarse como ministros, palabra derivada del latín para decir sirviente o servidor. Mandan con mano firme en sus respectivos ministerios. Ministerio es también una palabra favorita para designar a las autoridades eclesiales; que pueden o no, según cada caso, tener actitudes y conductas auténticamente serviciales.

La autoridad de Jesús, sin embargo, emanaba de la fe que inspiraba y por la cual la gente experimentaba curaciones. Emanaba de su sencillez y humildad auténtica, su falta de medios visibles para conseguir nada. Si alguna vez se mostró combativo, fue para enfrentarse a las autoridades religiosas y político-militares que oprimían a los de condición humilde como él. Fue fácil para Pilato acabar con él. Jesús tenía muchos admiradores, sí, pero jamás los manipuló para fomentar una turba como la que gritó contra él «¡Crucifícale, crucifícale!». Lo que Jesús no tuvo ese día fue amigos influyentes en la corte, ni grandes cantidades de dinero para sobornar. Para él, lo de servir no era paripé para la galería.

Es inolvidable la escena cuando al observar cómo sus discípulos rivalizaban por ser el que más pintaba, puso en medio de ellos a un niño. Aunque tal vez fuera un esclavo: en griego el término paidíon significa «párvulo» pero también «esclavo», por cuanto en el mundo grecorromano ambos se caracterizaban por carecer de derechos. Lo puso en medio de los discípulos y dijo que el que quiere ser importante debe ser como este.

Pablo dijo sobre Jesús que:

[…] No consideró que ser igual a Dios fuera algo a que aspirar sino que se vació. Fue un siervo que nació igual a todo el mundo. Y en su condición humana se doblegó obedientemente hasta la muerte, muerte bajo tortura inhumana (Fil 2,6-8)((Traducciones mías de la Biblia, aquí y en todo el artículo.)).

Antes de describir así la «carrera» de Jesús, había instado a sus lectores:

Esta misma sea la actitud en vosotros que fue la de Cristo Jesús (Fil 2,5).

Pedro también vio la muerte de Jesús como regla para sus seguidores, como un ejemplo autoritativo, si se quiere: Dirigiéndose a los creyentes que eran esclavos domésticos, les recomienda obedecer sin perderles el miedo a los amos, tanto a los buenos como a los malos, reconociendo que muchas veces acabarían sufriendo injusticias (1 P 2,18-19).

[…] Si actuando como es debido os castigan y lo aguantáis con paciencia, Dios lo tiene en cuenta como gracia. En esto consiste vuestro llamamiento, por cuanto Cristo sufrió por todos vosotros, dejándoos ejemplo para que os comportéis como él (1 P 2,20-21).

Esa fue, entonces, la «autoridad» de Jesús: sus padecimientos como si hubiese sido un esclavo doméstico, como ejemplo a seguir.

Esta es, en fin, la autoridad en el reino de Dios. Una autoridad contraria a como entiende el concepto de autoridad todo el mundo. Pero tal vez no del todo imposible de entender. No es difícil reconocerle autoridad —autoridad moral, autoridad legítima— a Jesús ni a los que se comportan como él.

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