15 de abril de 2019  •  Lectura: 4 min.

blasfemar, blasfemia – Hablar de manera irrespetuosa o irreverente sobre Dios, expresarse soez o escandalosamente con referencia a Dios; profanación, con palabras, de lo que es sagrado.

Es un término que deriva directamente del griego, donde es una combinación del verbo bláptō (turbar, trastornar; hacer daño, lesionar, perjudicar, herir) y fēmē (dicho, palabra, lenguaje; fama, reputación). Aunque en griego podía significar sencillamente «difamación» o «maledicencia», en la Biblia y en el lenguaje corriente hoy día se emplea con referencia a la Deidad y en general a todo lo que es sagrado o propio de la religión.

En la versión griega del Antiguo Testamento este término aparece unas pocas veces. En 2 Reyes 19,4, por ejemplo, se describe así el discurso del Rabsaces enviado por el soberano asirio, cuando insta a los defensores de Jerusalén a rendirse, por cuanto ningún dios ha podido proteger a sus adoradores del asedio asirio, y el Dios de los judíos tampoco podrá –según opina el Rabsaces–. En Daniel 3,29, al contrario, el rey Nabucodonosor, después de ver cómo se salvan del horno de fuego Sadrac, Mesac y Abednego, ordena que cualquiera que injurie al Dios de los judíos será descuartizado.

Isaías profetiza que llegará una nueva era de redención para Israel, cuando serán traídos del cautiverio babilónico y restaurados a Jerusalén, la ciudad santa. Considera que por motivo de la derrota y el exilio de los judíos, el Señor mismo está sufriendo un desprestigio inaceptable. En lengua hebrea pone (Is 52,2): «[…] constantemente, cada día, mi nombre sufre descrédito». La versión griega pone:  «[…] por vuestra causa mi nombre es blasfemado continuamente entre las naciones».

Pero es en el Nuevo Testamento donde aparece regularmente este término.

En los evangelios los escribas acusan a Jesús de blasfemar –es decir, hablar impíamente o sin respetar adecuadamente a Dios– cuando declara el perdón divino al paralítico que han traído sus cuatro amigos. Y en el juicio a Jesús, es el sumo sacerdote quien acusa a Jesús de blasfemar cuando responde afirmativamente a la pregunta de si es el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 26,63).

Jesús dice (Mr 3,28-29) que cualquier pecado de blasfemia que pueda pronunciar una persona puede ser perdonado, pero no el pecado de blasfemar contra el Espíritu Santo. Aquí es importante entender el contexto donde Jesús dice algo tan tajante. Los escribas que habían llegado desde Jerusalén alegaban que Jesús echaba fuera demonios por arte de Belcebú (entiéndase Satanás). Jesús primero explica la incoherencia e imposibilidad de que el príncipe del mal exorcizase el mal, pero después añade su advertencia contra blasfemar contra el Espíritu Santo.

Lo que parece haber en juego aquí es la incredulidad de fondo que llevó a los escribas a decir cosas que Jesús interpretó como insultos contra el Espíritu de Dios. Dios está presente y actúa con actos sobrenaturales de liberación. Pero los escribas, por sus ideas preconcebidas y ceguera espiritual, no eran capaces de verlo sino que, al contrario, pensaban que todo lo bueno que estaba pasando venía del diablo y era de suyo perverso y maligno. Naturalmente, siempre que se mantuviesen tozudamente en esa incredulidad y ceguera espiritual, jamás serían capaces del arrepentimiento que es la condición necesaria para ser perdonados. Pensaban estar criticando a un hombre –Jesús– pero donde el Espíritu Santo estaba expresando el poder y la buena voluntad de Dios, ellos entendían estar actuando el diablo.

Así que el problema de fondo no eran las palabras desafortunadas que habían dicho, sino la incredulidad tozuda y la ceguera espiritual de fondo que les llevaba a pensar así y que, si no cambiaba, haría que les fuera imposible arrepentirse y pedir y recibir perdón.

El apóstol Pablo da un giro interesante al versículo de Isaías que ya vimos. Alega que es por la hipocresía de los judíos de su propio día que Dios está sufriendo desprestigio, no por la derrota militar de su nación. Según Pablo, sus correligionarios se creían justificados por el solo hecho de la circuncisión, pero sus valores y conductas no estaban siendo todo lo ejemplares que debían ser para prestigio del Señor Dios de Israel.

No conviene usar este texto como arma arrojadiza contra los judíos, por cuanto el mismo argumento se podría volver muy fácilmente contra cualquiera de nosotros los cristianos. ¿Pensamos, acaso, que con alegar una «conversión personal» y fe irrebatible en la sangre de Jesús, es suficiente para el prestigio del Señor? ¿Y qué pasa si nuestras vidas testifican contra nosotros –y contra nuestro Dios– que somos miserables, egoístas, envidiosos, tacaños, insolidarios con los que sufren discriminación y marginación, etc.? ¿En qué se queda entonces el prestigio de nuestro Dios?

¡Líbrenos Dios de que nuestras vidas sean motivo de que sea blasfemado el nombre del Señor!

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