27 de mayo de 2019   •   Lectura: 3 min.
Foto: Connie Bentson

predestinación — Acción y efecto de delimitar, fijar, apartar, definir, establecer, separar para sí, alguna cosa con anterioridad. Palabra relativamente rara en el Nuevo Testamento, aparece en Hechos (1 vez) y en las cartas de Pablo (5 veces). Declarar que Dios nos ha escogido para sí con anterioridad, desde tiempos remotos, es una forma de expresar la admiración y sobrecogimiento de encontrarnos nosotros, personalmente, ahora, en el pueblo de Dios y viviendo la realidad extraordinaria del reinado de Dios.

Parece contradecir, sin embargo, la realidad vivencial de que nuestra respuesta a Dios es siempre voluntaria. Hay a veces experiencias personales que casi parecieran «obligarnos» a responder con gratitud y amor a Dios. Pero sabemos en nuestro fuero más íntimo que siempre habría sido posible responder con incredulidad y ceguera espiritual, que nos siguen tentando a lo largo de la vida.

El testimonio bíblico abunda en paradojas, es decir, en formas distintas y aparentemente excluyentes entre sí, de ver las cosas. Como he expresado en otros de mis escritos en diversas oportunidades, la Biblia muestra su forma superior de expresar las verdades divinas, en que lo hace a manera de narración, contando historias y experiencias vividas, en lugar de limitarse a la camisa de fuerza que nos impone tratar de expresar verdades divinas con lógica y coherencia absolutas.

Lo vemos, por ejemplo, en la cuestión del origen del mal: Santiago dice, correctamente, que Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie; el relato de Éxodo afirma sin embargo que Dios endureció el corazón de Faraón para empeorar las condiciones de esclavitud de los hebreos. Santiago aborda la cuestión desde la bondad y pureza de Dios; el Éxodo, sin embargo, la aborda desde la soberanía y el control absoluto de Dios a pesar de todo lo que podamos padecer.

Lo vemos también en el Apocalipsis de Juan, donde «los reyes de la tierra» se oponen a Dios y le presentan batalla hasta el final, hasta ser derrotados y condenados a «la segunda muerte»: la desaparición absoluta. Y sin embargo las murallas de la Nueva Jerusalén tienen puertas que nunca se cierran, cuya única función es que entren por ellas en procesión «los reyes de la tierra» a presentar voluntaria y gozosamente su tributo al Señor. Tal vez pudiéramos decir que la justicia de Dios exige la derrota y destrucción de todo aquel que osa oponerse a él; pero que la gloria de Dios exige que no quede nadie en el universo entero que no lo reconozca voluntaria y gozosamente como Dios, digno de devoción y adoración y amor y lealtad.

La paradoja de sabernos escogidos en Dios desde mucho antes de nuestro nacimiento —tal vez desde antes de la creación del mundo— y a la vez reconocer que es real y no ficticia la tentación a la incredulidad y a apartarnos de los caminos del Señor, ha generado controversias muy enconadas entre los más insignes teólogos cristianos.

Ya en el siglo IV Agustín de Hipona y Pelagio tuvieron su controversia sobre si el pecado original había anulado del todo la imagen de Dios, de tal manera que ya no fuéramos capaces ni tan siquiera de decidir si queríamos o no obedecer a Dios y vivir vidas de santidad.

El pelagianismo fue descartado como herejía y sigue así hasta hoy, pero la cuestión de si predestinación o si libre albedrío —libre voluntad, capacidad real de decidir voluntariamente si amar y obedecer o no a Dios— se mostró difícil de resolver de una vez por todas.

En el protestantismo, el calvinismo ha sostenido el concepto de predestinación doble: Dios ya tiene a algunos destinados, desde antes que nazcan, para salvación eterna; y a otros para condenación eterna. El arminianismo (con historia igual de honrosa en el protestantismo) sostiene que no, que existe tal cosa como el libre albedrío humano, que nuestras decisiones y nuestra fe son reales y no un automatismo.

En el catolicismo hubo trifulcas parecidas entre los jesuitas y los dominicos, hasta que tuvo que intervenir el Papa para prohibirles esos debates, porque se volvieron violentos.

En mi opinión personal, Dios no es un violador de nuestras almas, sino un amante que se gana nuestro amor con respeto y consideración. Pero reconozco que, al igual que todos esos otros pensadores —superiores a mí— que he mencionado, quizá con esta opinión me estoy ciñendo a una parte solamente de la paradoja. La realidad en Dios es seguramente lo bastante amplia como para abarcar ambas verdades (la de la predestinación y la del libre albedrío) sin inmutarse.

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