Jesús la Palabra, guía auténtica de la humanidad

1 de octubre de 2020  •  Lectura: 5 min.

«Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo» (1 Cor 3,11).

Los errores a que puede inducir una lectura incauta de la Biblia, derivan de un error de fondo que es más que evidente: sustituir un libro, la Biblia, en lugar de una persona, Jesucristo «la Palabra», como última y máxima autoridad de los cristianos.

Es el principio de todos los males en la interpretación de la Biblia, porque aparta nuestra vista de nuestro Señor y Salvador, Jesús el hijo de María. Hombre de carne y hueso, que vivió y predicó y enseñó y murió y resucitó en Galilea y Judea hace dos mil años. En cuanto apartamos la vista de Jesús, todo se desmorona, todo se vicia, todo tipo de idea equivocada tiene cabida. Leer la Biblia sin tener siempre presente a Jesús es inexcusable.

Hay una enorme pereza para aceptar de verdad lo enunciado por el Nuevo Testamento, que atribuye a Cristo toda autoridad y poder y dominio y capacidad de decisión para gobernar la humanidad con justicia, verdad y razón. Cristo es, además, cabeza de la iglesia, que es su cuerpo. Existe una conexión real, viva, dinámica, eficaz, entre Cristo y nosotros su cuerpo. Su autoridad sobre la iglesia puede funcionar a toda plenitud. ¡Solo hace falta que le hagamos caso!

¡Ay, pero es mucho más fácil recurrir a textos escritos! Requiere mucho menos esfuerzo poder apelar a reglas y normas y preceptos anotados en un libro. No hace falta ser de verdad espiritual. Es suficiente con conocerse al dedillo lo que viene en escrituras sagradas, para dirimir todo tipo de cuestión teológica, moral y de conducta y actitud humana. Cuando el «Espíritu de Cristo» ya no respira con libertad en nuestro interior, entonces lo único que nos queda es recurrir a las palabras de un libro.

Mucho más difícil resolver nuestros debates y nuestras diferencias de opinión apelando al ejemplo rutilante que nos brinda la vida y muerte de Jesús. Seguir a Jesús, andar como él anduvo, requiere inspiración, espontaneidad, dejarse llevar por el Espíritu de maneras inesperadas. Eso es mucho más exigente que seguir un manual.

Queremos aceptar a Cristo como nuestro Salvador y como nuestro Señor eterno (entiéndase futuro). Pero él se nos presenta como «el Maestro». Es «el Camino, la Verdad, y la Vida». Es «la Palabra» (de Dios) que ilumina nuestros pasos.

Lutero dijo, famosamente, que quien haya leído la Biblia, pero en esa lectura no se ha producido un encuentro de verdad con Cristo, todavía no ha llegado a conocer la Palabra de Dios.

Esto es cierto. Aunque hay que matizarlo. Es posible aceptar (con la lectura de la Biblia) a Cristo como perdón de nuestros pecados gracias a la cruz, pero sin embargo no conocer todavía a Jesús ese ser humano cuya forma de vivir y morir entre nosotros es el ejemplo a seguir. Es posible aceptar el perdón de los pecados como «gracia» al margen de las obras, pero sin disponerse a seguir a Jesús, seguirle de verdad imitando su forma de ser y actuar.

Pero a esto mismo, andar como él anduvo, es lo que nos instan los apóstoles en el Nuevo Testamento. Es eso mismo lo que ellos entienden como «salvación»: la transformación radical de actitudes y conductas por imitar a Jesús.

¿Anula Jesús, entonces, toda la colección de Sagradas Escrituras desde Génesis hasta Apocalipsis? Por supuesto que no. Es lectura edificante, esencial para los que saben leer (hubo muchas generaciones de cristianos analfabetos). Nos brinda conocimientos esenciales para ver desde dónde se venía para desembocar en Jesús. Nos brinda el testimonio vivo de personas que en las primeras décadas después de Jesús reflexionaron sobre lo que supuso su vida y muerte y resurrección y ascensión al cielo. Nos da toda la Biblia un marco de referencia indispensable para conocer a Jesús.

Y nos enseña muchas veces un contraste marcado con quién fue y cómo vivió Jesús, que ayuda a aclararnos las ideas. Porque hubo mucho disparate en el nombre del Dios de Israel, que fue desmentido por las actitudes y la conducta y entrega de Jesús. Y era esencial conocer todo aquello para tener claro el contraste, ese contraste que es en sí mismo una parte necesaria del mensaje que nos proporciona la vida y obra, muerte y resurrección, de Jesús.

No en balde manifestó Jesús que no vino a derogar la Ley sino a cumplirla. Porque lo importante no es negar el riquísimo legado religioso de Israel, sino desarrollarlo más allá, completar lo que faltaba, llevar hasta sus últimas consecuencias lo que allí solo fueron intuiciones iniciales, provisionales, mientras no llegase «la Palabra», Jesús.

No en balde, en una era cuando eran escasos y carísimos los libros, instruyó Pablo a Timoteo asistir a las sinagogas para oír leer los textos sagrados de Israel. Pablo hila fino entre calificar aquellos textos como «letra muerta» y sin embargo derivar de ellos principios válidos sobre los que construir la vida cristiana. Y pretendía que Timoteo conociese también esos textos y aprendiese también a navegar esas aguas. Para no caer en ceñirse ciegamente a la «letra muerta», pero tampoco caer en un descontrol donde cualquier ocurrencia se pueda postular como válida.

Lo que sacó en limpio Jesús de todo el testimonio bíblico, fue la shemá: «Oye, Israel, el Señor es nuestro Dios, únicamente el Señor. Y amarás al Señor tu Dios con toda tu mente y con toda tu vida y con toda tu fuerza» (Dt 6,4-5; Mt 22,37-38). Pero también, inseparablemente: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18; Mt 22,39).

Estos dos principios está claro que explican la totalidad de su vida, sus actitudes y actos, su entrega a los propósitos de Dios y su entrega por los demás. Explica la confianza absoluta con que entregó su vida en la cruz en lugar de encabezar una resistencia violenta contra el opresor romano y contra el sacerdocio corrupto de Jerusalén que tramó su muerte.

Todo era posible para Jesús, menos traicionar su devoción a Dios, ni tratar mal a nadie.

Esto explica también su resurrección y gloria celestial. Porque Jesús fue el único en toda la humanidad que supo interpretar a la perfección, en vida y muerte, lo que nos pide Dios.

Su invitación sigue en pie hoy: «Sígueme».((Los conceptos en esta serie de presentaciones vienen expuestos con mucho más detalle y argumentación en mi libro: La autoridad de la Palabra en la Iglesia.))

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