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  Nº 119
Febrero 2013
 
  Galaxia

Seamos humildes
por Julián Mellado

Hablamos mucho de Dios, quizás demasiado. La sensación que a veces transmitimos es que tenemos un saber infalible.

Cuando ocurre algún evento bueno o malo, hay quien dice conocer cuál es el propósito de Dios en ello. Nos comunican las intenciones divinas y sus significados con una pretensión que a veces asusta. Sobretodo cuando hay desgracias siempre hay quien da «la explicación correcta» de cómo interpretar lo ocurrido. En la matanza de niños en EE. UU., que tanto nos ha conmovido, hubo quien anunció que era un juicio de Dios, porque la legislación americana había prohibido la oración pública en los colegios. Si es así, tendríamos a Dios «ejecutando» niños porque se siente excluido de los colegios. ¿Qué pensaríamos de un ser humano con esos sentimientos? Claro está que no todos los cristianos darían su aprobación a semejante barbaridad. Digamos que es un caso extremo. Podemos referirnos también al caso contrario. Cuando todo sale bien, entonces es que estamos siendo «bendecidos», aunque a otra persona no le vaya tan bien. En una ocasión un ateo me dijo que no conocía a personas más egocéntricas que esos creyentes que se ven como «privilegiados».

La propia teología ha hablado de Dios de una manera desmesurada. Todo es explicable, todo encaja, todo se puede verbalizar. Y de esta manera Dios ha quedado definido, descrito y al alcance del hombre. Ha dejado de ser el Inefable.

No somos conscientes de nuestras limitaciones. Que sólo podemos hablar desde nuestra humanidad, y por supuesto de una manera falible. Dios no puede quedar «encerrado» en las ideas que nos hacemos. Necesitamos, quizás, aprender una lección que nos legó el apóstol Pablo:

Ahora, en efecto, nuestro saber es limitado, limitada nuestra capacidad de hablar en nombre de Dios (1Co 13,9 ).

Y esto lo dice el gran Apóstol de los gentiles.  Y sigue diciendo:

Ahora vemos confusamente… Ahora conozco de forma limitada… (1Co 13,12-13).

No se trata de no decir nada. El ser humano necesita hablar de su experiencia. Si no, Dios acaba diluyéndose en algo vago, sin contenido. Es bueno hablar, compartir, «decir» nuestra esperanza. Pero en el caso del cristiano su «hablar» está relacionado con su vivir. Otra vez Pablo lo deja claro:

Si me falta el amor, no soy nada (1Co 13,2).

Nuestro modelo es Jesús de Nazaret. Nunca dio un discurso para demostrar la existencia de Dios. Lo que hizo fue más contundente: Lo mostró.

¿Cómo lo hizo? Mediante su manera de ser, de vivir, de acercarse a los demás, tomando la condición de siervo, como diría el apóstol.

Este es el gran desafío: Mostrar lo que Dios es para nosotros, lo que significa en nuestra vidas.

No es un llamado a «un saber infalible», sino a «ser» con todas nuestras limitaciones. Mostrar lo que ese Amor puede realizar en personas como nosotros. Provocar una sed para que los hombres acaben preguntando por la Fuente. Dejemos que Dios sea el Inefable. Hablemos de nuestra experiencia, pero siendo conscientes de nuestra imperfección, sin creernos mejores que nadie, aceptando nuestra ignorancia. Seamos humildes.

 
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