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  Nº 130
Febrero 2014
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


vergüenza — Sensación de humillación personal ante la baja opinión de uno que tienen o profesan los demás.

En la antigüedad y hasta hoy en muchas partes del mundo, el sentimiento de vergüenza ha sido uno de los controles más importantes de la conducta humana, socializando al individuo para que se conduzca de una manera aceptable para su entorno.

A manera de contraste, diríamos que para los occidentales es mucho más importante la conciencia personal. Saberse inocente en el fuero interior es relativamente más importante que lo que piensen de uno los demás. Pero no era así en la antigüedad ni es así en muchas partes del mundo hoy.

Esta idea de que es posible mantener la cabeza alta con dignidad, piensen lo que piensen los demás con tal de saberse uno inocente, habría resultado curiosa (y profundamente antisocial) a los autores bíblicos. Ellos, como una proporción importante de la humanidad hasta el día de hoy, no concebían del ego (el yo) como una identidad autónoma sino que la identidad venía configurada por el entorno social. Yo soy quien las personas a mi alrededor opinan que soy. Necesito saber cómo me ven ellos para saber cómo me veo yo mismo. Si se burlan de mí y me desprecian sufro, porque eso constituye para mí una disminución real y evidente de mi valor como persona. Si me alaban y me honran lo disfruto, porque esos halagos dan fe de mi auténtica valía personal. Yo podía sospechar que valgo mucho, pero esa opinión solamente se sostiene cuando lo afirman los demás.

Así las cosas, es relativamente más importante en el mundo bíblico la vergüenza que la culpa. Una cosa que sorprende a los occidentales cuando vamos a otras latitudes, es que lo importante allí no es ser justo sino parecerlo, lo importante no es ser inocente sino conseguir aparentarlo. Si el mundo se desmorona alrededor de mí no es por lo que haya hecho —por mi culpa— sino porque me hayan pillado —por mi vergüenza.

Así las cosas, entonces, no hay peor condición social que la del «sinvergüenza», la persona que no siente vergüenza aunque se descubran sus crímenes. Pero no es un sinvergüenza quien actúa mal sino aquel al que han pillado y sin embargo pretende conservar todo su prestigio personal como que «aquí no ha pasado nada». Mientras nadie lo sabía, en efecto, nada ha pasado (no hay de qué avergonzarse); pero cuando se sabe, entonces las personas honradas padecen vergüenza. Esconden la cara y les produce sofoco tener que aparecer en público.

Pero no solamente las personas malvadas cuya maldad sale a la luz. El inocente falsamente acusado padece igual vergüenza, igual martirio social. Protestan airadamente su inocencia tanto el culpable como el inocente, entonces, porque lo que hay en juego es recuperar el prestigio social perdido, poder mostrar la cara entre amigos y conocidos.

Este tema del desprestigio social, la vergüenza extrema por lo que otros opinan de uno, está presente yo diría que en casi todos los salmos. Los salmos de queja tienen muchos motivos por los que claman a Dios, pero desde luego el escarnio, el menosprecio, la burla, ser objeto de chistes, ir por la calle y ver cómo la gente menea la cabeza y le señalan con el dedo… ¡Ay Dios mío, eso es lo que más les duele! La salvación tiene entonces muchas dimensiones, pero una de las más importantes es recuperar el prestigio social, dejar de ser insultados y despreciados por enemigos —y por aquellos que uno había venido creyendo que eran amigos.

Este mismo sufrimiento lo padece también Jeremías. Y Job padece muchos males a muchos niveles. Pero entre las cosas que más le duelen está la vergüenza de saber que hablan mal de él a sus espaldas —o incluso a su propia cara.

El caso de Pablo es quizá especialmente interesante. Muchos han visto en Pablo un precursor de la conciencia personal occidental antes que la vergüenza. Pablo afirma, bien es cierto, que no se guía por la opinión que tengan otros de él; pero añade que tampoco se fía de su propia conciencia. Al final lo que de verdad importa —dice— es la opinión que de él tenga Dios (1 Co 4,3-5). La meta es recibir alabanza (vers. 5), sólo que no la que viene del juicio de los hombres sino de Dios.

La cuestión aquí, entonces, no es principalmente una de culpabilidad o inocencia. ¡Todos somos culpables ante Dios! La cuestión es si en el juicio recibiremos alabanza o desprecio, si honra o vergüenza.

 

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