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  Nº 131
Marzo 2014
 
  Ancianos
  El grupo de ancianos de mi iglesia local en Bragado, Argentina, al que me eligieron siendo muy joven y que me dio oportunidad de desenvolverme en el ministerio.

Reflexiones al cabo de
40 años de ministerio

Dionisio Byler

Hace unas semanas cumplimos mi esposa Connie y yo el 39 aniversario de nuestro matrimonio. Recibimos bastantes felicitaciones y supongo que es algo de lo que se puede presumir, porque llegar hasta este punto y no solamente aguantar sino pasarlo bien juntos, es fruto de mucho esfuerzo, mucho pedir perdón y saber pasar página y no ser rencorosos, mucha complicidad para superar pruebas. Connie siempre ha dicho que el matrimonio es como un jardín: Si quieres tener un jardín bonito en lugar de envidiar el de la vecina, tienes que esforzarte y meter horas, abonar, quitar malas hierbas…

Pero esos mismos días de nuestro aniversario cumplía otro que es igual de importante en mi vida y además con una cifra redonda: El 40º aniversario de mi ordenación al ministerio cristiano menonita.

No recuerdo ningún momento en mi vida cuando no supiera que estaba destinado al ministerio cristiano. Aunque hubo cierta época que pensé dedicarme a cantar ópera, creo que siempre supe que era un sueño imposible por incompatible con el ministerio. Hoy cuando asisto a los conciertos de la Orquesta Sinfónica de Burgos siento cierta envidia de los músicos y me pregunto si yo hubiera empezado con el violín 4-5 años antes, si no estaría tocando hoy yo también en alguna orquesta. Pero sé por eso mismo que ha sido «cosa del Señor» el no conseguir convencer a mis padres que yo tenía que aprender a tocar el violín, hasta que ya era demasiado tarde para hacer de ello nada más que una bonita afición. O mejor dicho, una parte más de mi ministerio cristiano.

No, desde la más tierna niñez, yo he sabido que iba a servir al Señor y a su iglesia. Toda mi vida he amado al Señor y he amado también a la iglesia. Es curioso que hay personas que alegan amar al Señor y sin embargo no aman a la iglesia sino que siempre la critican, se lo pasan acusando constantemente sus defectos. Para mí es inseparable mi amor al Señor y a la iglesia. No quisiera lo uno sin lo otro. Es como mi relación con mi esposa. No me imagino tener que resignarme a amar su presencia y su compañía… pero sin poder (con perdón) amar también su cuerpo. A fin de cuentas, ¿no es la iglesia el Cuerpo de Cristo?

No sé qué veían en mí los líderes de la iglesia, para fijarse en este chico un poco excéntrico y tomarse con seriedad mi aspiración a servir al Señor. Por cuanto conozco bastante mis defectos, voy a tener que suponer que había algo inefable, un «no sé qué» del Espíritu del Señor que nada tiene que ver con méritos personales. Como no quiero escribir más de la cuenta sobre mí mismo sino que quiero exaltar la belleza de servir a la iglesia durante cuatro décadas (y algún «y pico» que el Señor quiera añadir), no voy a especular sobre el porqué, sino contar sencillamente lo que sucedió aquel enero de 1974: En la Convención anual de la Iglesia Evangélica Menonita Argentina, mis mayores me confirmaron el ministerio que ya tenía entre mi propia generación y con chicos un poco más jóvenes que yo, para nombrarme «pastor de la juventud» a nivel nacional.

Cuando me hicieron pasar al frente, me rodearon, me impusieron las manos y empezaron a bendecir en voz alta, me deshice en un mar de lágrimas. Caí de rodillas y recuerdo que me envolví la cabeza en los brazos mientras sollozaba. Lo recuerdo porque uno de los pastores me quitó mis brazos de la cabeza, para que ellos pudieran poner sobre ella sus manos. ¿Cómo puede un joven de apenas 24 años encajar el respaldo unánime de toda una generación de líderes para los que siente un enorme respeto y amor y admiración? Era demasiado para mí, me desbordaba, solamente podía sollozar.

Y prometerme a mí mismo que jamás los defraudaría. Que cumpliría con fidelidad el llamamiento al que me estaban confirmando con la unción del Espíritu e imposición de manos.

Curiosidades de la vida, aquello de «pastor de la juventud» de la denominación, lo ejercí mal y por poco tiempo (o eso me parece recordar). Ahora me doy cuenta que aquel acto, más que apuntar al futuro, ponía un sello de aprobación a algo que venía realizando desde mi adolescencia en Uruguay y Estados Unidos, y ya como adulto joven, en Argentina. Ahora veo lo que entonces no sabía: que los líderes mayores buscamos y rebuscamos con anhelo entre la juventud —incluso entre los adolescentes— aquellos chicos y chicas que el Señor empiece a señalar para su servicio, para estimularles y animarles y formarles para esta vocación.

Al cabo de unos pocos años (ya casados y esperando nuestro segundo bebé) fuimos un año a Formosa en el norte de Argentina, para servir con una misión con el pueblo aborigen toba. De allí fuimos a Estados Unidos, donde completé mis estudios de teología y Biblia. No había terminado aquello cuando nos llegó la invitación a venir a Burgos, de una manera totalmente inesperada. Estos treinta y tres años desde que llegamos a Burgos, hemos visto muchos cambios en España, en esta ciudad y también —especialmente— en la espiritualidad de la ciudad. Pero no quiero caer —no todavía, no tan temprano en la vida— en el hábito de los ancianos, de ponerse a rememorar recuerdos que a otros sólo pueden aburrir.

Lo que quiero hacer, es decir bien alto y que se oiga clarito:

¡Quien aspira a servir a Dios y a la iglesia, a cosa buena aspira!

¿Tragos amargos? «Haberlos, haylos». Pero Dios mío: ¡Cuántas satisfacciones también!

No creo que haya nada más maravilloso en la vida, que ver a personas en las que uno se ha invertido y se ha volcado con amor fraternal, seguir ellos también con fidelidad al Señor, tomar pasos de fe, avanzar en gracia, madurar, y ministrar ellos también a otros. Cuando de cualquier rincón del mundo hispanohablante me llegan palabras de agradecimiento por la edificación que han podido recibir de mis escritos, me invade una sensación de gratitud que no tiene nombre:

¡Gracias, Señor, por permitirme estar aquí, al pie de tu altar, ministrando con este pobre vaso de barro —lleno sin embargo de tu Espíritu— a tu pueblo!

 

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Reunión en casa
Con 22-23 años de edad, invité a los que querían de la iglesia, a reunirse en mi casa todas las semanas para buscar «algo más» del Señor y de su Espíritu.