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  Nº 133
Mayo 2014
 
  Caminos

Los que dejamos por el camino
Dionisio Byler

Con el paso de los años empiezo a darme cuenta que probablemente sea condición inevitable de la humanidad —desde luego parece ser condición inevitable mía— el que fastidiemos relaciones con nuestra falta de sensibilidad. Falta de sensibilidad por el prójimo que en el fondo es también, seguramente, una falta de amor.

Me molesta que no hace falta —no necesariamente— tener malas intenciones o estar deseando hacer un mal a nadie y sin embargo… actuamos y hablamos de maneras que hieren; dejamos ver actitudes que no son en absoluto las necesarias para promover y conservar buenas relaciones. A veces las buenas intenciones son las que más nos traicionan, porque la bondad de las intenciones nos ciega a la realidad de los juicios que emitimos con demasiada prisa, la condena del prójimo —o al menos de sus actos— sin conocer sus motivaciones ni su historia personal que lo ha llevado a ese punto.

Cuando nuestras buenas motivaciones nos inducen a dividir las cosas a rajatabla entre el bien y el mal, entre lo que aprobamos y lo que condenamos, es fácil perdernos la realidad de cómo se viven las cosas desde el punto de mira del otro. Pensamos que estamos defendiendo «el bien» cuando tal vez lo que estamos defendiendo es un bien parcial, un bien interesado, un bien según para quién, un bien que ignora o pasa por alto otros males tal vez peores pero que por algún motivo no nos alarman con la misma intensidad.

En el caso mío, he herido a personas queridas toda la vida. Además de herir, lógicamente, a personas que no he sabido querer. Normalmente he herido sin desearlo, sin procurarlo… pero tampoco importándome demasiado. Y en el caso mío, mi forma habitual de herir es con las palabras. Sin duda las palabras que pronuncio y el tono de voz que empleo para pronunciarlas, pero es probable que especialmente mis palabras escritas.

Edificar y derribar

Me resulta extraño, inmensamente inquietante que esta capacidad para expresarme con palabras, don del Espíritu para predicar el evangelio, don de escribir para edificar a miles de lectores, sea también mi piedra de tropiezo. Que así como por el Espíritu puedo emplear palabras con gracia para edificar, tengo también poder para destruir y derribar con palabras.

Pienso que el Señor es extraordinariamente atrevido y arriesgado, para derramar por el Espíritu sus dones sobre la humanidad, sabiendo que esos dones seguramente serán utilizados para bien pero también para mal.

 

Me quedo perplejo, atónito. No soy consciente de haber buscado ni deseado ese poder para destruir. Y acabo por sospechar que el potencial para edificar y bendecir tiene una especie de «lado oscuro» o subsuelo de tinieblas. Es como si fuera una especie de espejo de la espiritualidad, donde la izquierda es la derecha y cuando quieres mover una mano hacia un lado, la imagen en el espejo la mueve en el sentido contrario. Y donde ese potencial para edificar y bendecir se transforma en potencial para derribar y maldecir.

Observo esto mismo en mi lectura de la Biblia, donde muchos de los más insignes protagonistas de la historia sagrada avanzan a pasos agigantados en la voluntad de Dios… Pero en el momento menos pensado los ves actuando por la siniestra, deshaciendo en oscuridad lo que habían hecho en luz. Tal vez debería consolarme pensando que si les pasaba a ellos por qué no me iba a pasar también a mí. Pero no me consuela; contribuye a mi turbación y perplejidad.

Pienso que el Señor es extraordinariamente atrevido y arriesgado, para derramar por el Espíritu sus dones sobre la humanidad, sabiendo que esos dones seguramente serán utilizados para bien pero también para mal. El Señor parece un ludópata que juega sin poder parar, que aposta y vuelve a apostar por la humanidad, a pesar de las muchas veces que ha perdido la apuesta. Y ahora en los años de mi existencia ha apostado por mí y tiemblo al considerar que no sea una apuesta segura, que tal vez conmigo también pierda.

¿Personas obstáculo?

Me duelen en el alma los que he dejado por el camino. Personas que por mi obcecación por ser «profético» y «fiel», dejé de considerar como seres humanos con toda la riqueza de su complejidad personal, sus propias motivaciones acaso tan buenas como las mías aunque sí, tal vez fuera cierto que erraban. Los empecé a ver sencillamente como «estorbos a la voluntad de Dios», como si la voluntad de Dios fuera algo tan sencillo y tan fácil de discernir que hasta yo —especialmente yo— la podía ver con claridad.

Cada vez que he empezado a ver a la persona como «un problema» o «un obstáculo», el problema y el obstáculo he acabado siendo yo. Porque mi misión en este vida —en realidad la misión de todos nosotros los seguidores de Cristo— es traer gracia y bendición y luz y vida, no cerrar puertas ni despertar enemistades.

Aunque al mencionarlo parezca querer darme más importancia que la que es justa, he sido objeto de ataques públicos en algunos medios evangélicos. He sido descalificado como falso maestro, me han tachado como uno de los peligros que debe saber sortear el protestantismo español. Sabiendo cómo se vive cuando te descalifican, debería ser especialmente sensible para no caer en la misma conducta yo. Y sin embargo en mi camino por la vida he caído yo también en esto.

No se me borran del recuerdo algunos episodios especialmente tristes. Recuerdo una vez, por ejemplo, cuando ataqué con la palabra impresa, en tono jocoso con algunas ocurrencias que me parecieron graciosas, un artículo de interpretación bíblica. Por el nombre extranjero del autor y otras pistas, supuse que el artículo era una traducción y que quien lo escribió jamás se iba a enterar de mis críticas. Cuando algún tiempo más tarde conocí al autor —sí, se encontraba ahora en España y había leído lo que escribí— yo no sabía adónde esconderme. ¡Ay, Señor, si al menos hubiera empleado otro tono para hacer constar mis diferencias!

Quisiera, si se me permite, universalizar un poco: Tengo que suponer que cada cual ha dejado su propio reguero de relaciones dañadas —tal vez sin posibilidad ya de reconciliación— a lo largo de la vida. Supongo que esto que me pasa nos pasa más o menos a todos. Cada cual a su manera. Cada cual tiene su propia forma de herir, su propia manera de ser insensible, de descalificar al prójimo. Cada cual tiene sus propias motivaciones y justificaciones, pero no creo que lo mío sea especialmente raro.

Camino 2

¿Qué vamos a hacer?

Hermanos, hermanas, ¿qué vamos a hacer?

Aquí, para lo que valga, me atrevería a ofrecer un testimonio: Siempre que me he dado cuenta que he tratado mal a alguien, que he faltado el respeto, he herido, he descalificado, me he burlado… siempre me he sentido mal. El Espíritu en mi interior se escandaliza, se ofende, me reprende. Pero a la inversa, jamás que me haya humillado para pedir perdón, me he sentido mal. Siempre que he reconocido ante él o ella que mis actitudes y palabras han herido y han creado un obstáculo en la relación, el resultado ha sido sentirme más limpio, más en paz con mi Dios. Si luego para colmo de bienes, la persona me perdona, me ha parecido estar casi en el Paraíso. El Espíritu de Dios en mi interior se regocija. Al final, ¡qué fácil había sido! El que se humilla será levantado, pero el soberbio será abatido en su altivez. ¡Si ya lo dice la Escritura!

Tal vez haya excepciones a la virtud de disculparse. Cuando hay diferencias notables de poder y «autoridad» en una relación, donde una persona con inmenso prestigio y reconocimiento abusa de su condición de preeminencia sobre otros, es imprescindible que la persona «inferior» rompa el vínculo de esa relación y dependencia para poder seguir su propio camino. Es esencial, para poder seguir madurando como persona, sin estar sometido a la tutela de otro ser humano que se cree quién para dictarle cómo vivir. El proceso de recuperar un espacio propio para madurar como persona suele ser difícil. Es «ley de vida» que casi nadie, nunca, deja en libertad por las buenas a las personas que tenía dominadas. Si en el transcurso de ese distanciamiento el «inferior» hiere la sensibilidad del «superior», sería contraproducente y perjudicial dar media vuelta y disculparse. Esta es una situación muy concreta y especial; y tal vez sea un caso de la famosa «excepción que confirma la regla general».

Ahora bien, hecha esta aclaración o puntualización, quisiera terminar insistiendo que como norma general, ser humilde y reconocer que uno ha estado mal, tiene importante ventaja. Ventaja en tranquilidad interior y paz con Dios, así como ventaja para ayudar a reconstruir la relación perjudicada. Arrepentirse y pedir perdón no es nunca lo que nos pide el cuerpo, pero suele ser lo que nos pide el Espíritu, si estamos dispuestos a escuchar. Puede que sea difícil, pero en absoluto es imposible. Enseñarnos a vivir vidas de arrepentimiento es, de hecho, uno de los efectos más notables del evangelio.

 

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