San Valentín

Como Adán en el día de… San Valentín
por Antonio González

Buenos días, mi amor —dijo Eva—. ¿Cómo amaneciste?

—Buenos días —gruñó Adán, tratando despertarse. Desde que habían abandonado el paraíso, Adán se levantaba enormemente cansado.

—Amorcito —murmuró Eva cariñosamente—, ¿sabes qué día es hoy?

—Déjame pensar —respondió Adán, con cierto temor—. ¿Es acaso tu cumpleaños?

—No, mi amor —dijo Eva, frunciendo el ceño.

—¿Es nuestro aniversario? —volvió a preguntar Adán.

—No, Adán, hoy es San Valentín —dijo Eva muy seria.

—¿San qué?

—San Valentín, mi amor. Hoy es el día de San Valentín. —Eva ahora había puesto un gesto de maestra de escuela dominical, aunque Adán no sabía qué es una maestra de escuela dominical.

—¿Qué es eso de San Valentín? —preguntó Adán.

—Amorcito, la Serpiente, el Sacerdote y el Mercader han decidido que debemos de celebrar el día de San Valentín cada año, en esta maravillosa fecha.

Adán hizo un gesto de desaprobación, y se quedó pensativo. Desde que habían dejado el paraíso, un pingüino se había proclamado Mercader, y un loro había sido ordenado como el gran Sacerdote. De hecho, Adán trabajaba todos los días con el sudor de su frente para el Mercader, y pagaba mensualmente sus diezmos al Sacerdote.

—¿Y qué se supone que debemos de hacer en este día de San Valentín? —preguntó Adán.

—Es muy sencillo —comenzó a explicar Eva—. Cuando hoy termines de trabajar, tienes que venir a casa con un ramo de flores y con un regalo. Yo también te habré comprado un regalo. Después, tú y yo debemos ir a un centro comercial, para cenar juntos. Nos pondrán velitas, y tendremos una tarde muy romántica.

A Adán no le hacía mucha gracia esta idea. Trabajaba todos los días para el Mercader, y éste solamente le pagaba con unas pocas monedas. Y lo poco que ganaba con el sudor de su frente, tenía que gastarlo en el centro comercial del mismo Mercader. Mientras tanto, Eva continuaba explicando:

—Lo mejor sería que fuéramos temprano al centro comercial, y tú te compraras un traje nuevo, y yo un vestido nuevo, así estaríamos muy hermosos para la velada romántica.

—Y a ti, ¿quién te ha dicho que hay que comprar tantas cosas el día de San Valentín? —preguntó Adán, tratando de evitar que su sueldo se quedara otra vez en «espinas y cardos».

—Lo he visto en la televisión —contestó Eva.

—Rayos —pensó Adán—, otra vez la televisión. —Desde que habían dejado el paraíso, la Serpiente y el Mercader les habían convencido de comprar una televisión de último modelo, la cual les informaba siempre de todo lo que tenían que comprar en el centro comercial del Mercader. A veces, en la televisión también aparecía el Sacerdote, pidiendo alguna contribución.

—Pero, ¿con quién vamos a dejar a los niños? —preguntó Adán, tratando de encontrar una evasiva.

—Bueno, con la abuela —respondió Eva.

—¿Qué es una abuela? —preguntó Adán.

—No sé —respondió Eva; pero en la televisión todos dejan a sus niños con la abuela.

—Ya…

—Bueno, no importa —dijo Eva, con el rostro iluminado—. Últimamente los niños pasan mucho tiempo con el Sacerdote, tal vez podrían quedarse con él mientras nosotros vamos al centro comercial.

 Adán volvió a quedarse pensativo.

—¿Y qué hacen con el Sacerdote?

—Bueno, creo que les está enseñando a hacer sacrificios y ofrendas al SEÑOR —contestó Eva—. Hasta quieren hacer un templo enorme y hermoso. Están inventando una cosa que se llamará «religión».

—No sé —dijo Adán, pensativo—. No había oído nunca que el SEÑOR quisiera sacrificios. No sé por qué me huelo que eso de la religión va a acabar en conflicto.

—No te preocupes tanto, cariño. ¿No quieres que celebremos nuestro amor románticamente?

Por un momento, Adán recordó los lejanos días en el paraíso, cuando no había Mercaderes ni Sacerdotes. A su mente vino la memoria de aquella hermosa mañana soleada, cuando, escondido detrás de unas hojas verdes, vislumbró la figura de Eva. Recordó cómo había caminado hacia ella, y cómo había quedado maravillado por su cuerpo femenino, por su hermosa piel negra, y por su mirada. Eva miraba hacia el mar inmenso, en el que jugaban unos delfines. Al notar la presencia de Adán, Eva le había indicado para que él también dirigiera su vista hacia el horizonte. Los dos juntos habían contemplado la hermosa creación del SEÑOR. Después, Eva le había mirado a los ojos, y había sonreído. Sí, Eva le había mirado a él, y él a Eva. En cierto momento, ya no era él mirando a Eva, ni Eva mirándole a él. Eran los dos mirándose. Y entonces la mano de Adán se había levantado, al mismo tiempo que se había levantado la mano de Eva. Las dos manos se habían tocado, y en aquel toque dejaron de ser dos individuos, para ser más, mucho más que dos. «Nosotros», había dicho Eva. «Sí, nosotros», había respondido Adán.

Ojos

—¿Te acuerdas del día que nos conocimos? —dijo Adán, volviendo en sí, y mirando de nuevo hacia Eva.

—Claro que sí —respondió Eva—. Y tú, ¿te acuerdas del poema que compuse, dedicado al amor?

—¿Cómo no lo voy a recordar? —mintió Adán.

Eva sonrió, y comenzó a recitar: «Sus brasas, son brasas de fuego, es como llama del SEÑOR. Las poderosas aguas no pueden apagar el amor, ni lo pueden anegar los ríos» (Cnt 8,6-7). Las palabras de Eva volvieron a resonar en su corazón como el primer día. Adán se acordaba aquellos primeros años juntos. Cuando había algo tan grande entre ellos, algo invisible, que los hacía más grandes, más hermosos, más libres. Sí, como una llama del SEÑOR. Nunca había sentido más cerca la presencia del SEÑOR que cuando lo sentía junto a ellos dos, entre ellos dos, como una llama de amor que los unía como un hilo invisible, como un tercer hilo (Ecl 4,12) que sellaba para siempre su relación, como aquello que los convertía, para siempre, en una sola carne.

—¿Qué nos pasó? —dijo Adán con una lágrima en su mejilla. Ya no eran iguales. Sus cabellos eran ahora blancos, su rostro se había arrugado, e incluso su piel negra había comenzado a palidecer.

—Hubo un día que me miraste de otra manera —dijo Eva—. Sentí que ya no era una compañera para ti, sino que evaluabas mi cuerpo, como que quisieras presumir de tener la esposa más hermosa de toda la selva. Sentí que pensabas que algo me faltara, me dio vergüenza, y me vestí.

—Sí, fue el día que te pusiste aquella ridícula hoja de parra—. Bueno, yo también me vestí. Después tu comenzaste a decir que nuestra relación no podía funcionar si no teníamos hijos. Y ya no tuvimos hijos por amor, sino para consolidar nuestra relación. Creo que fue otra idea de la Serpiente.

—Sí —dijo Eva—. Y tú aprovechaste mi necesidad de ti para comenzar con todo tu rollito sobre el señorío del varón sobre la mujer...

—Ay, Eva, ¿qué nos pasó? ¿Por qué quisimos vivir de los frutos de nuestras acciones, en lugar de aceptar el regalo de Dios?

Adán y Eva comenzaron a vestirse, a prepararse para ir al trabajo. Los hijos se quedarían con el Sacerdote, preparando sus ofrendas. Ellos irían a trabajar para el Mercader, y así podrían más tarde gastar su dinero para el Mercader. Otro día de trabajo, y de sudor. La fiesta de la tarde sería como todas las fiestas del Mercader y del Sacerdote. Comida, bebida, algunas carcajadas, pero después volverían a sentirse vacíos, añorando para siempre el paraíso.

Adán pensó en aquella palabra del SEÑOR: algún día la descendencia de Eva pisaría la cabeza de la Serpiente (Gn 3,15), y comenzaría a agotarse la autoridad del Sacerdote y el poder del Mercader. Ésa era la promesa. Miró de nuevo a Eva, y se sintió seguro de que, a pesar de la superficialidad que les había invadido, aún la quería. La llama del SEÑOR no se había apagado completamente. Cuando dejaron el paraíso, Dios había dejado algo de Él mismo en su relación. Adán esperaba que sus hijos, sus brutos hijos, pudieran también llegar a conocer el amor. Que la llama del amor no desapareciera de los hijos, ni de los hijos de sus hijos, por todas las generaciones, hasta que llegara la descendencia prometida, cuando los redimidos pudieran conocer de nuevo a Dios.