Plan

Hay un plan de Dios para mí
por Antonio González

Una de las características más llamativas del cristianismo es la afirmación de que Dios tiene un plan para la vida de cada persona que se entrega a él: «Somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica» (Ef 2,10 NVI). En realidad, si Dios es un ser omnisciente, que ha creado al ser humano por amor, el destino de cada ser humano no puede ser algo indiferente para su Creador (Sal 139). Sin duda, ese plan de Dios para cada ser humano tiene que incluir algo que, de acuerdo a su misma revelación, constituye uno de los bienes mayores para Dios, y que es precisamente la libertad de sus criaturas. Y esto le confiere al plan de Dios para cada uno de nosotros un carácter muy especial: Es un plan que se tiene que realizar en nuestras decisiones libres, en nuestro diálogo con Dios, y en nuestra búsqueda generosa de su voluntad.

Tal vez una manera de aproximarnos a este diálogo y a esta búsqueda sea tratar de evitar algunos engaños que son relativamente frecuentes entre los cristianos:

1. El engaño legalista. Sería una manera de pensar según la cual la realización del plan de Dios para la propia vida consiste simplemente en cumplir sus mandamientos, haciendo aquello que Dios manda y evitando aquello que Dios prohíbe. En realidad, este modo de pensar solamente toca el marco más externo de la voluntad de Dios, pero olvida algo esencial: el plan de Dios es algo absolutamente personal, que solamente puede ser alcanzado en el seguimiento personal de Jesús. Dios tiene algo mejor, personal e intransferible, para cada uno de nosotros. Algo que va más allá de una serie de normas. Es algo que pone de relieve la historia del «joven rico», y la consiguiente promesa de Jesús sobre las bendiciones que acompañan a sus seguidores (Mc 10,17-31).

2. El engaño del miedo. Algunos tal vez se pueden engañar pensando que el plan de Dios para ellos puede ir acompañado de indecibles sufrimientos y «pruebas». Como si Dios se entretuviera haciéndonos pasar dificultades. Como en el caso anterior, Dios aparece como alguien lejano, pero ahora a esa lejanía se le añadiría la crueldad. Se teme entonces que, al buscar el plan de Dios, éste nos puede pedir que dejemos todo, y nos vayamos a vivir al rincón más apartado y peligroso de la selva, para sufrir todo tipo de calamidades. En realidad, este modo de pensar olvida que la voluntad de Dios para cada uno de nosotros es «buena, agradable, y perfecta» (Ro 12,1-3). Lo que Dios tiene para nosotros, por difícil que pueda parecer, será algo que nos dará una felicidad que no encontraremos en ningún otro lugar. Los planes de Dios para nosotros son de gozo, de vida abundante, y de paz (Jer 29,11; Jn 10,10).

3. La humildad fingida. Otro engaño posible, a veces ligado al miedo, consistiría en pensar que la voluntad de Dios es algo que Dios tiene solamente para los grandes profetas, apóstoles, y gente semejante. En el mejor de los casos, habría una voluntad de Dios para los «pastores» u otras personas presuntamente más «santas» que los demás cristianos, y destinadas por tanto a tener una relación distinta y especial con Dios. En realidad, el plan de Dios es algo que Dios tiene para cada uno de sus hijos e hijas, no dependiendo de su presunta importancia «religiosa» (Ef 2,10). Encontrar ese plan, y hacerlo propio, es el secreto de una vida cristiana plena, para cada uno de los creyentes. Pensar de otra manera, es caer en manos de una «religiosidad» que quiere alejar de nuestras vidas el gozo apasionante del encuentro personal con Dios.

4. La manipulación. Los engaños de la religiosidad son a veces un poco retorcidos. En lugar de buscar el plan de Dios, podemos caer en cierto tipo de manipulación, aparentemente «piadosa». Suele suceder de esta manera: La persona decide lo que quiere hacer en su vida, y después hace la siguiente consideración: «Bueno, si esto es el plan de Dios, sucederá. En ese caso, tendré los medios para realizar lo que me había propuesto. Si Dios no quisiera mi plan, lo impediría». Este modo de pensar olvida que Dios respeta exquisitamente nuestra voluntad. Además, si así fueran las cosas, ningún pecado sucedería, porque Dios tendría que impedirlos. En realidad, cuando pensamos de este modo, más bien tratamos de traer a Dios a nuestros propios planes, sin permitirle que nos revele su plan para nuestras vidas.

5. El fatalismo. Cuando vamos por el camino de una religiosidad impersonal, podemos llegar al puro fatalismo. Las cosas simplemente suceden, y si suceden es que eran la voluntad de Dios. Ahora bien, no todo lo que sucede es la voluntad de Dios. No podemos tapar la responsabilidad que viene con nuestra libertad, parar ahorrarnos el encuentro con Dios, la búsqueda de su plan, y la posibilidad de que Dios haga una obra en nuestra vida, para llenarnos de gozo, de sentido, y para sorprendernos con lo inesperado. El plan de Dios para cada uno de nosotros es algo que tenemos que buscar activamente, si queremos verdaderamente encontrarlo. Y buscarlo activamente significa buscarlo personalmente, en diálogo con nuestro Señor.

6. El pasado. Finalmente, podríamos pensar que, en realidad, ya nos hemos perdido el plan de Dios para nuestras vidas. Lo tendríamos que haber seguido desde hace mucho tiempo. No lo hicimos… ¡pues que los jóvenes busquen ese plan, pero para los más mayores ya es demasiado tarde! Si pensamos así, de nuevo estamos entendiendo el plan de Dios como algo puramente mecánico, al margen del encuentro de nuestra libertad con la libertad de Dios. En realidad, incluso los aparatitos mecánicos, como el GPS, pueden calcular de nuevo la ruta, cuando nos pasamos una, dos, o trescientas calles… ¡Mucho más puede hacer y hace Dios! Moisés trató de realizar el plan de Dios a su manera, matando a un egipcio, y perdió bastante tiempo (Ex 2,11ss)… En realidad, Moisés comenzó a ser usado por Dios cuando tenía ochenta años (Ex 7:7), así que ciertamente no es tarde para ninguno de nosotros.