inocentes
Masacre de los inocentes. Lienzo de Jacopo Tintoretto (siglo XVI).

La grandeza de un ser vulnerable
por Dionisio Byler

¡Levanta tu rostro al Señor, tú que te sientes frágil, tú que sientes peligrar tu salud, tu economía, tu felicidad!

Pon tu esperanza en el Señor, que siente especial predilección por sus hijitos e hijitas más débiles y vulnerables, los que no consiguen un empleo estable, los enfermos, los desanimados o desafortunados, los que sufren por cualquier motivo. El Señor quiere con amor entrañable a los que ya no saben qué hacer para tener un futuro, los que sienten que las miserias de estos tiempos que corren les han robado hasta sus sueños y esperanzas.

¡Alza tus manos al Señor y pon tu esperanza en él!

«No confíes en príncipes y nobles», dice un Salmo; hoy diríamos que no confíes en las promesas de los políticos en período electoral. Para los grandes, los que mandan, los magnates que controlan la banca y la economía, tú cuentas bien poco. No tú personalmente, por supuesto, aunque tal vez teman la multitud de los que se hallan en condiciones parecidas a las tuyas. No pongas tu esperanza en los hombres poderosos; te llevarás un chasco.

Agárrate al Señor como un clavo ardiendo. No lo sueltes que él tampoco te suelta —no te ha soltado nunca ni jamás te soltará. No caerás al vacío, aunque eso parezca. El Señor no duerme ni descansa, no sestea ni cabecea de aburrimiento: está atento a tu clamor y ya te ha oído antes de que abrieras la boca para invocar su Nombre.

Es curioso que el calendario litúrgico cristiano ponga especial énfasis en la Natividad de Nuestro Señor y en los sucesos de Semana Santa.

En ambas festividades, Navidad y Semana Santa, lo que venimos a recordar es a Jesús en su especial vulnerabilidad, que es sin duda lo que más llamó la atención en la era apostólica. Esto no era lo que se esperaba del rey mesiánico. No es así como se suponía que iba a venir al mundo ni a morir. El Mesías debía ser de familia real, heredero natural y reconocido de la estirpe de David. Nacido en palacio con todos los privilegios. Acompañado permanentemente por un par de guardaespaldas fornidos dondequiera que fuera durante los años de su infancia y niñez, adolescencia y juventud hasta llegar al trono. Debía ser ante todo un ser poderoso, fuerte, victorioso contra todos sus enemigos, que no conocía los obstáculos que sufrimos los demás mortales.

Se suponía inmortal. Desde luego, nada como las escenas inquietantes de Semana Santa. Los versos tan conmovedores de Isaías sobre los padecimientos del Siervo del Señor, fueron aplicados por los apóstoles a Jesús; pero sus contemporáneos entendían —como siguen entendiendo los judíos hasta hoy— que ese Siervo del Señor era la nación judía entera. Nadie podía sospechar, con anterioridad, que así fuera a ser el Mesías cuando llegase.

Bien es cierto que Mateo y Lucas —cada uno de ellos de manera diferente— vienen a indicar que Jesús en efecto descendía de aquella dinastía  de David que en los albores de la nación judía había reinado durante cuatro siglos, aunque derrocada hacía ya seis siglos. Pero al cabo de un milenio y especialmente en vista del número extraordinario de hijos que se le presuponen a Salomón con su harén de mil hembras, hay que suponer que no había ni una sola familia judía que no tuviera su propia forma de atribuirse descender del rey David —si es que les interesara tal cosa. Es decir que Jesús podía postularse como rey legítimo de aquella dinastía desaparecida, más o menos con los mismos derechos que cualquiera de sus contemporáneos. Y más o menos con los mismos efectos.

Pero Jesús jamás se postuló como heredero ni como rey. Otros sí quisieron coronarlo. Otros sí lo aclamaron como «hijo de David». Los colaboracionistas judíos con el imperio lo denunciaron como pretendiente a la corona. La pregunta esencial que le hizo Pilato fue si se consideraba rey de los judíos. Pero Jesús jamás pretendió ser otra cosa que un humilde rabino de un pueblo de dos o tres cientos de habitantes, en la región remota donde el lago de Galilea. Un hombre que por no tener, no tenía ni casa ni cama donde echarse a dormir, si no fuera por la hospitalidad con que lo recibían.

Es extraordinario cómo en el evangelio cristiano —las buenas noticias— este pobre hombre, de nacimiento humilde y fin terrible colgado de un instrumento de tortura del Imperio, es sin embargo el portador de esperanza, ilusión, fe, vida y luz para la humanidad.

Los apóstoles en sus diferentes escritos —los evangelios, por supuesto; pero también las cartas y el Apocalipsis— se dedican a explorar qué es lo que significa este hecho tan extraordinario.

Por una parte, cuanto más recuerdan a Jesús, más convencidos siguen de que Jesús fue mucho más que lo que aparentaba ser. En Jesús se había manifestado Dios mismo ante la humanidad. Él vino a ser, en su cuerpo humano, «Dios con nosotros» —Emmanuel. Sus palabras y su enseñanza tenían el mismo o mayor valor que cualquiera afirmación angelical o profética. Lo que él nos enseñó sobre la vida, sobre cómo tratar a los demás, sobre cómo gestionar nuestra economía, fue Dios mismo dignándose instruirnos con su divina sabiduría. Con él se inauguraba una nueva era del reinado o gobierno directo de Dios sobre nosotros. Una nueva era con nuevas posibilidades de vivir vidas rectas, que agradan a Dios en justicia, en santidad, en amor a Dios y amor al prójimo. Porque esto es lo que supone el reinado de Dios: el que las personas nos dejemos gobernar por Dios.

Por otra parte, sin embargo, cuanto más recuerdan a Jesús, más se maravillan aquellos primeros cristianos de la fragilidad y vulnerabilidad de su vida entre nosotros. Juan de Patmos, en su Apocalipsis, se refiere a él continuamente como «el Cordero». Esto es después de la escena en el capítulo 5 cuando se anuncia con voz potente el León de Judá, pero lo que aparece no es un león sino un cordero como inmolado. Juan ha captado así, a la perfección, la paradoja de este Jesús inesperado, este Mesías al revés, cuyo poder se encuentra precisamente en su vulnerabilidad.

Pablo enfatiza esta misma paradoja en sus diferentes cartas, donde su mensaje es siempre Cristo… crucificado. Cristo que vence, por supuesto; pero que vence en la cruz. Vence por el propio hecho de su fragilidad, indefensión y debilidad. Vence porque no recurre a la fuerza, porque no impone ni obliga nada desde arriba, sino que se gana nuestra confianza desde abajo.

Es la evidencia, magnífica e incontestable, de que Dios nos comprende a nosotros en nuestras horas difíciles, en nuestras situaciones desesperantes, en nuestros momentos de mayor tristeza o desánimo. Dios no nos ve desde lejos, desde arriba. Dios nos ve desde cerca, desde abajo, aquí donde nos encontramos nosotros. No es un soberano frío y calculador que sentado en su trono en el cielo, juega con nuestras vidas como peones de un tablero de ajedrez, sacrificándolas cuando le parece conveniente, «por un bien mayor».

Emmanuel —Dios con nosotros. Esta es la asombrosa realidad tanto de la Navidad como de Semana Santa. Dios con nosotros, a nuestro lado, porque no hay nada que nos pase que no le haya pasado ya a él. No hay dolor físico ni emocional ni psíquico que no haya sufrido él en sus cortos años de vida. Nadie amó como él, para ser rechazado, vituperado y entregado a muerte indigna como él. Por injusta que sea la vida con cualquiera de nosotros, mil veces más injusta fue con él.

Por eso su victoria es emblemática de la nuestra. Su resurrección es promesa de vida eterna para nosotros. Su ascensión al cielo es anuncio del cielo que nos espera. Su gloria eterna de Hijo, gloria que comparte generosamente con todos los que él no se avergüenza de reconocer como hermanos, como hijos también de Dios.

¡Alza tu rostro al Señor! ¡Pon en él todas tus esperanzas! Él comprende perfectamente dónde estás, cuál tu situación, la dimensión exacta de tu dolor, tus temores, tus dificultades económicas, tu corazón roto por un desengaño amoroso o por un hijo que te rechaza. Está aquí a tu lado. No, a tu lado no: Está aquí en tu interior, palpitando con tu sangre por cada una de tus arterias y venas, penetrando como oxígeno con cada aliento de tus pulmones para traerte esperanza, para renovar tu ilusión, para hacer nacer otra vez en tu boca una sonrisa. Déjate amar por el Señor del universo.

¡Qué grande es este Señor tan vulnerable, qué poderosa su fragilidad!