Val Tassar

El misterio del tercer mago1
por Antonio González

¿Qué sucedió con los magos a su regreso de la tierra de Judea? Todo cuanto aconteció después de su famoso viaje está envuelto en la leyenda, la especulación, y el rumor. No es mucho lo que hemos podido averiguar.

Dicen que el primero de los magos, Melchor, decidió dedicar su vida al servicio de los niños de todo el mundo, y se fue a vivir al Polo Norte, donde fundó una ONG, dedicada a la entrega de juguetes. Algunos aseguran que vivió siempre estresado con el problema de la distribución de los regalos, y adquirió un enorme sobrepeso, que le dificultaba gravemente su trabajo. Las malas lenguas sostienen que, para sufragar sus gastos, terminó siendo patrocinado por una multinacional de los refrescos, y que esto es en la realidad lo que explica su problemas de salud…

Del segundo mago, Gaspar, se sabe menos. Algunos creen que, de los tres, es el único que realmente llegó a ser rey en un lejano país del oriente, mientras que sus dos compañeros no habrían pasado nunca de ser magos. Al parecer, Gaspar fundó un partido político dedicado a promover la justicia, la igualdad, y la democracia en Oriente, y de esta manera llegó al trono. Algunos relacionan a Gaspar con la venta del petróleo. Otros cuentan de sus inmensas riquezas y lujos. Sus enemigos afirman que, en su papel de rey, el segundo mago terminó siendo muy semejante al viejo Herodes, del que el mismo Gaspar no decía nada bueno…

El tercero de los magos siempre había sido un poco extraño. Cuando sus compañeros de viaje le presentaron al Mesías de los judíos oro e incienso, el tercer mago solamente pudo sacar de su cofre una extraña sustancia resinosa, llamada mirra, que nunca nadie sabe decir bien qué es ni para qué sirve. Al parecer, su vida siguió siempre envuelta en un cierto misterio.

Cuando regresó a su tierra, la encontró envuelta en graves problemas sociales y políticos. Los tambores de la guerra sonaban sin parar, y las hambrunas se sucedían unas a otras. Además, todo el mundo esperaba del mago consejos, soluciones y pócimas, con lo cual no parecía tener ni un momento libre. Su lugar de residencia, situado en las cuevas del Val Tassar, siempre estaba lleno de curiosos, enfermos, viajeros y peregrinos, que no le dejaban nunca descansar. Tenía que alimentarlos, consolarlos, y solucionar los continuos conflictos que los celos, las envidias, y otras miserias de los visitantes no dejaban de producir.

Sin embargo, cuando los años iban pasando, la gente comenzó a observar que el mago era cada día más feliz. Sí, era un poco extraño. ¿Cómo podía estar tan gozoso en medio de tantas tensiones, a las que había que añadir las escaseces económicas y la continua amenaza de la guerra? Todos los que acudían a verle se hacían la misma pregunta. Algunos propusieron una explicación sencilla: el mago tenía alguna misteriosa poción que le permitía esa felicidad. Sin embargo, cuando le preguntaban por la receta, el mago lo negaba: «Estoy libre de drogas», decía. Hubo varios visitantes a sus cuevas que no le creyeron, y algunos llegaron a comerse grandes cantidades de mirra, creyendo que esto les daría la felicidad. Y es cierto que los comedores de mirra experimentaron diversos efectos extraños en su cuerpo y en su carácter, pero ninguna de esas alteraciones se parecía lo más mínimo al gozo que emanaba de la persona del mago.

Hubo un día que, decididos a aclarar el misterio, varios de los visitantes de las cuevas de Val Tassar decidieron comisionar al más atrevido de todos ellos con la tarea de averiguar el secreto de tan extraña felicidad. Abu-Cheo, que así se llamaba el intrépido, le preguntó al mago una vez más por el secreto de su felicidad.

—No es ningún secreto —replicó el mago con un leve aire de resignación—. Se lo digo a todos los que me preguntan. Lo que sucede es que muy pocos lo creen...

—Mago, desvélame también a mí el secreto, por favor —rogó Abu—. ¿Cómo puedes ser feliz en medio de tantos problemas?

—Amigo, es cierto que tengo mil problemas. Un problema por cada una de las mil cuevas de Val Tassar. De hecho, en cada una de esas cuevas me siento con mis amigos a estudiar los problemas, y a buscar soluciones.

—Pero, ¿cómo puedes estar siempre tan gozoso?

—Amigo, ven esta noche, y te mostraré el secreto de la felicidad –dijo el mago con una sonrisa.

Esa noche Abu se acercó sigilosamente a las cuevas de Val Tassar. A la entrada de la cueva, junto a una pequeña fogata, el mago le estaba esperando. En su mano, el mago tenía una candela. De su cintura colgaba una espada. El mago encendió la vela, y se la pasó a Abu.

—Lo que tienes que hacer es muy sencillo —susurró el mago—. Tienes que visitar cada una de la cuevas de Val Tassar. Allí verás lo que yo y mis amigos hemos escrito sobre los distintos problemas, y las soluciones que hemos pensado. También verás el secreto de la felicidad.

De pronto el rostro del mago se volvió grave.

—Pero, amigo, una cosa te advierto —añadió—. Si en algún momento se apaga la vela que llevas en tu mano, te cortaré la cabeza con mi alfanje.

Abu, sorprendido y aterrorizado, y quiso desistir de su búsqueda. El mago se lo impidió, tocando ostentosamente la empuñadura de su espada.

—Ya es demasiado tarde. Tú mismo lo has querido. Ahora tienes que encontrar el secreto de la verdadera felicidad.

Impulsado por una mezcla de miedo y curiosidad, Abu recorrió todas las cuevas de Val Tassar, enormemente preocupado por que la vela no se apagara por una corriente de aire. En ocasiones, el sudor de su frente y de sus manos, o su propio temblor, estuvieron a punto de apagar la vela. En las cuevas, Abu pudo ver multitud de papiros y pergaminos llenos de anotaciones, que no pudo llegar a entender completamente. Finalmente, volvió a la presencia del mago. Éste le esperaba sonriente.

—¿Has podido ver los problemas? —le preguntó.

—Si los he visto —respondió Abu—. Pero me temo que no he podido descubrir el secreto de la felicidad. Estaba demasiado preocupado de que mi vela no se apagara.

—Amigo, ése es el secreto de la felicidad: que tu vela no se apague en medio de los problemas.

Y el mago comenzó a contarle a Abu sobre el niño que había ido a visitar en Judea. El mago había seguido recibiendo noticias de aquel joven aspirante a Mesías. Al principio, no entendía nada. El muchacho de Judea había comenzado a afirmar que él era la Luz del mundo. El mago llegó a creer que el presunto rey de los judíos se había vuelto loco, o que la mirra que le había regalado le causaba extrañas alucinaciones. Sin embargo, las noticias siguieron llegando al mago, quien finalmente comenzó a entender. Un día, el mago creyó que aquél niño era realmente quien decía ser. Y entonces, una luz se había encendido en el corazón del tercer mago. Una luz que nada ni nadie lograba apagar, pues el mago se alimentaba cada día con las palabras de quien era ahora su Maestro.

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Juan 8,12).


1 Adaptación libre de un cuento oriental.