Dirk Willems
Grabado de Jan Luyken, para la edición de 1685 de El espejo de los mártires.

La misericordia en perspectiva anabaptista
por Antonio González

Hablar de una perspectiva «anabaptista» sobre la misericordia es una tarea que, de entrada, debe cuestionarse. La misericordia es una característica del ser humano en cuanto tal, y no de una concreta tradición espiritual. Tan característica es del ser humano que los recientes estudios sobre aquello que especifica al género humano respecto a los (otros) primates superiores apuntan precisamente a nuestra capacidad para ponernos en el lugar del otro. Justamente esta característica de lo humano es la que nos permite tener un sentido de equidad, desarrollar instituciones (incluyendo la institución del lenguaje), reclamar la justicia para terceros, o realizar actividades verdaderamente colectivas, en las que cada actor se percibe a sí mismo como parte de un «nosotros» común. Si esto es así, ¡qué injusto sería que alguna filosofía, religión o ideología pudiera reclamar algo de esto como propio! ¡Sería precisamente una falta de misericordia hacia el resto de la humanidad!


    Dios mismo ha hecho saltar por los aires todas las consideraciones en términos de mérito y de culpa, siendo su sorprendente misericordia un regalo a la humanidad. La misericordia es entonces una dádiva en la que se ha dado, y se sigue dando, el dador mismo de todos los dones.


Se podría pensar si toda perspectiva concreta sobre la misericordia vuelve siempre a tocar un fondo común de la humanidad, tal vez para extraer de ese fondo nuevas riquezas, para liberar energías ocultas, o tal vez simplemente para volver a poner acentos olvidados. Sin embargo, la experiencia humana de la misericordia se encuentra con dos importantes límites. Por una parte, el «nosotros» del que somos capaces se encuentra frecuentemente delimitado frente a un «ellos». De hecho, las mayores barbaries en la historia de la humanidad se realizan siempre en nombre de algún «nosotros». Por otra parte, la determinación de quiénes son «ellos» se realiza siempre en términos de culpabilidad: «ellos» han realizado determinadas acciones que los hacen merecedores de nuestro rechazo, y condena, hasta llegar incluso a la necesidad de su aniquilación. En cualquier caso, ya no merecen misericordia. La misericordia choca así con los límites de la alteridad y de la culpa, siempre más ajena que propia.

El cristianismo afirma que esos dos límites de la misericordia han sido superados por el amor de Dios, mostrado en el Mesías Jesús, y derramado en los corazones humanos por el Espíritu Santo. Jesús parece haber proyectado un Israel radicalmente distinto de las naciones gentiles, tan distinto, que se caracterizaría paradójicamente por la radical superación de todos los límites grupales: quien solamente ama a quienes le aman, no se diferenciaría de los gentiles, pues en definitiva la gentilidad consiste en la constante delimitación entre «ellos» y «nosotros» (Mt 5,43-48). La identidad divina con el Mesías mostraría, además, que Dios mismo ha hecho saltar por los aires todas las consideraciones en términos de mérito y de culpa, siendo su sorprendente misericordia un regalo a la humanidad. La misericordia es entonces una dádiva en la que se ha dado, y se sigue dando, el dador mismo de todos los dones. Superados todos los méritos, ya nadie puede ser considerado digno o indigno del regalo. De ahí la posibilidad de la constitución de una nueva humanidad, regida por el Mesías, en la que se superan todos los límites grupales y nacionales que aún aprisionan a la gentilidad.

¿Qué tiene esto de especialmente anabaptista? ¿No es mero cristianismo? El anabaptismo quiere reconstituir la misericordia mesiánica, frente a un olvido que la degrada a dos manifestaciones derivadas y sucedáneas. La mal llamada «caridad individual», ejercida también por medio de grandes instituciones de solidaridad, traslada las sobras de unos hacia quienes sufren de las mayores penurias, tranquilizando las conciencias y suavizando los efectos más extremos del sistema económico. Frente a ella, la llamada «caridad política» encomienda a la más violenta de las instituciones, el estado, la realización de las reformas o de las revoluciones necesarias para que tales desigualdades y penurias no lleguen nunca a producirse, por más que el estado sea en realidad parte del mismo sistema que se pretende reformar.


    Los anabaptistas han visto en uno de sus primeros mártires, Dirk Willems, el icono de la misericordia cristiana original. Habiendo cruzado el hielo a salvo, regresó para rescatar a su perseguidor, que se hundía. Lo pagó con la vida, ardiendo en la hoguera.


El olvido consiste en que la misericordia manifestada en el Mesías se expresa históricamente en el surgimiento de una fraternidad en la que se superan todos los límites económicos y étnicos, para dar lugar, desde abajo, a una sociedad fraterna, en la que acontece ya una nueva ciudadanía, distinta de todas las identidades formadas por los estados nacionales. Se trata de un proceso que, precisamente por superar toda la lógica de las identidades, de las culpabilidades y de los méritos, solamente puede acontecer en una forma pacifista. Sin una comunidad pacífica, dispuesta a realizar libremente aquello que se espera de toda la humanidad, no tiene sentido exigir a los ricos que dejen de serlo, o pedir a los estados que impongan violentamente a los demás lo que uno mismo no se atreve a hacer en la propia vida.

Tal vez por eso los anabaptistas han visto en uno de sus primeros mártires, Dirk Willems, el icono de la misericordia cristiana original. Trátase de un «hereje» que, enflaquecido por las privaciones sufridas en prisión, logró escabullirse entre las rejas, y cruzar un lago helado caminando hacia la libertad. Su perseguidor, más voluminoso, se hundió en el hielo. El hereje regresó a rescatarlo, a sabiendas de lo que habría de suceder. El guardián lo apresó, y Willems terminó siendo quemado en la hoguera. El amor al enemigo, que supera toda frontera, y ofrece comunidad incluso a quien pretende la propia muerte, habla de la posibilidad de radicalizar, más allá de todo límite, la misericordia que nos constituye como humanos.