Rayo de sol

El amor de la verdad
por Félix Ángel Palacios

El apóstol Pablo, en su segunda epístola a la iglesia de Tesalónica, nos hace entrega de una de esas definiciones antológicas cargadas de belleza que se instalan en el corazón y nos hacen reflexionar durante días y días: el amor de la verdad (2 Ts 2,10).

¡El amor de la verdad! ¡Qué gran revelación! ¡La verdad no es letra ni doctrina seca, fría o abstracta, sino que se hace acompañar por algo tan contundente y personal como es el amor!

Esto es precisamente lo que sucedió con nosotros cuando descubrimos el mensaje de salvación por medio de Jesucristo y lo incorporamos a nuestra vida: no solo abrimos la puerta de nuestro corazón a la verdad, sino que con ella entró también el amor de Dios, inmenso, cálido y asombroso. Desde entonces, el amor y la verdad hacen de pedagogos enseñándonos a conducirnos en todo lo que somos y hacemos (Sal 43,3; Ef 4,15).

La llegada de la verdad, con su correspondiente y proporcional dosis de amor, repercute de arriba abajo en todo nuestro ser alumbrándolo y sacándolo de las tinieblas del espíritu y la ignorancia. Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo (Jn 1,9) y nos convertía en hijos de la luz (Ef 5,8). En contraposición, la mentira, de la que el Diablo es padre (Jn 8,44), va de la mano del desamor y forma parte del ministerio de maldad, ejercido desde esa oscuridad en la que el Malo ejerce su dominio para robar, matar y destruir(Jn 10,10) sin contemplaciones al ser humano, al que quiere esclavo, ignorante y manipulable.

En el pasaje citado, el apóstol nos habla de quienes prefieren la mentira al amor de la verdad, una situación verdaderamente dramática que nos devuelve a la cruda realidad de las dos esferas espirituales enfrentadas a vida o muerte, la lucha cósmica entre la luz y la oscuridad, entre Dios y sus ángeles, por un lado, y Satanás y los suyos por otro (Ap 12,7). El cantante Bob Dylan, en uno de los temas de su repertorio cristiano, nos invitaba a analizar en cuál de los dos bandos nos encontramo[1], recordando las palabras de Jesús de que aquí no hay terreno neutral (Mt 12,30).

La verdad nos ama «de verdad», valga la redundancia, lo que quiere decir que allí donde se encuentra es activamente benigna, que sana, que salva… pese a que muchas veces nos parezca lo contrario porque la verdad es una de las cosas que más nos hacen sufrir. Esto es así con la Verdad con mayúscula, la revelada por Dios, de la que a menudo huimos como Adán (Gn 3,10), pero también lo es con la verdad con minúscula, aquella que se corresponde con lo cotidiano de nuestra vida. Cuando enfermamos física o psíquicamente, los buenos profesionales buscan con todos los medios a su alcance el origen de la patología que nos aflige. Saben que, para aplicar el tratamiento más oportuno, hay que conocer primero la verdad de lo que nos pasa. Desde el mismo momento en el que esta es desvelada, podremos empezar a recorrer el camino de la restauración (Ro 12,2), un camino que, por lo general, no está exento de sacrificio.

Pero la verdad, que nos ama y vivifica activamente, exige ser amada de igual forma por encima de cualquier otra consideración, incluidos nuestros esquemas mentales o la tradición heredada de nuestros antepasados. Sin ninguna duda, el Espíritu Santo estaba detrás de la actitud que nos movió un día a buscar al verdadero Dios, a los verdaderos adoradores y, en definitiva, a la verdadera iglesia. A muchos de nosotros no nos resultó fácil luchar contrapresiones familiares y sociales de todo tipo, contra nuestros propios prejuicios e intereses… Pero mereció la pena, porque ahora nuestra relación con Dios es fresca, directa, intensa, íntima, con más conocimiento y muchísima más emoción porque contiene más de esa verdad y ese amor.

El amor por la verdad es un don del cielo, y cuando no se la ama ni se la valora lo suficiente, tampoco otorga su poder. Para el apóstol Pablo, dicho desdén nos entrega de forma dramática a la mentira, a los poderes engañosos y a la injusticia (2 Ts 2,11). Rechazar la verdad, o no amarla lo suficiente, supone, pues, ser privados de todo lo bueno que trae consigo.

Y aquí tenemos el gran problema porque, por naturaleza, huimos instintivamente de la verdad gomo el gato del agua fría. Nuestra maquinaria psíquica y espiritual no está preparada de manera innata para recibir de buena gana esa luz que descubre nuestros pecados y carencias, que nos avergüenza pero que, a la vez, nos acaricia porque nos indica lo que ha de cambiar en nosotros y, además, por dónde hemos de ir para conseguirlo. Recibir el amor de la verdad implica ponerse en manos de la disciplina, sea la del médico, del psicoterapeuta o la de Dios, quien, por cierto, azota a todo el que recibe por hijo (Heb 12,5-11) pero que, al mismo tiempo, le hace encontrar gloria, honra e inmortalidad (Ro 2,7).

Nuestro ego es demasiado fuerte como para dejarse humillar constantemente, lo que a menudo nos impide reconocer nuestras faltas, necesidades, etc., y nos hace rehuir el taller del Maestro, como dice la canción de Álex Campos[2]. La verdad tiene un precio alto, proporcional a su valor terapéutico y al fruto que produce, y por tal motivo se acompaña generalmente por el dolor, tanto por parte del que ama como de la del amado. El mejor ejemplo de esto lo tenemos en el Señor Jesús, quien se dio a sí mismo por nuestros pecados (Ga 1,4) y quien, al mismo tiempo, exige de quien le sigue que tome su cruz cada día (Lc 9,23).

Siempre tenemos muy a mano la opción de la mentira o de mantenernos en las tinieblas y el ego, con el consecuente fruto de desamor que ello conlleva. Siempre seremos libres para rechazar el amor de la verdad, lo que nos alejaría de la vida en su sentido más amplio (Jn 14,6), de su inmensa belleza y su valor eterno. Siempre podremos volver atrás y renunciar a la luz que hemos recibido y al amor con el que se nos ha amado, pero esto nos abocaría a unas expectativas muy poco aconsejables, como nos enseña el libro de Hebreos (Heb 10,26-39).

—Maestro —adulaban los fariseos y herodianos a Jesús—, sabemos que eres amante de la verdad y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres (Mt 22,16).

Por mucho que la verdad nos ame y nos persiga, podemos correr más que ella y evitar que nos alcance, como les sucedía a estos fariseos y herodianos. Pero huir de ella es también apartar de nosotros su benignidad, su amor específico, sea la Verdad eterna, con mayúscula, o la que va con minúscula, la que se ajusta a nuestras circunstancias del día a día.

Engrandécela, y ella te engrandecerá; te honrará, cuando la hayas abrazado. Adorno de gracia dará a tu cabeza; corona de hermosura te entregará (Pr 4,8-9).

¿Qué nos impide clamar hoy mismo por el amor de la verdad, abrirle de par en par la puerta del alma, salir a esperarlo y subordinarlo absolutamente todo a él, con todas las consecuencias que de ello resulten?

El testigo fiel y verdadero, dice esto: […] Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo (Ap 3,14.20).


1. Precious angel, 1979.

2. El taller del Maestro (2006).