|
||||||
4. El arrepentimiento Es elemental que es imposible el perdón de los pecados y el acceso al reino de Dios sin el arrepentimiento (Mar. 1.14-15, Hech. 2.38). De hecho, es difícil imaginar que alguien pueda interesarse en el evangelio de Jesucristo sin ese deseo de cambio interior que indica la palabra «arrepentimiento». Quien está convencido de que todo está bien en su propia vida, de que los pecadores, los malos, los que fastidian al prójimo son siempre otros, nunca uno mismo, ¿para qué va a querer recurrir a Cristo? Jesús mismo lo dejó bien claro: «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mar. 2.17); y también: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero ahora, porque decís: "Vemos", vuestro pecado permanece» (Juan 9.41). Hasta aquí, bien. El caso es que estoy convencido de que el arrepentimiento no es algo que debe suceder una vez en la vida, una especie de rito de iniciación al cristianismo, sino que es necesario que lo acabemos asumiendo como un estilo de vida. El arrepentimiento como estilo de vida es una disciplina en la que todo cristiano debe ejercitarse. Ejercitarse significa hacerse fuerte en ello con la mucha práctica, ya que el ejercicio es eso: la reiteración vez tras vez de una misma acción para hacerse fuerte. El ejercicio que hace más fuerte es aquel en que se insiste hasta el cansancio, hasta que uno piensa que ya no puede más; para volver el día siguiente a insistir en lo mismo. Y es esto, el ejercicio del arrepentimiento, ejercitarse en el arrepentimiento hasta quedar harto de arrepentirse y luego volver a empezar mañana, lo que ha de hacer de cualquiera de nosotros un cristiano o una cristiana «normal». La «conversión» no es cosa de un momento. Estamos todos en proceso de convertirnos en algo mejor, en esos hijos de Dios semejantes a su Hijo Jesús, que serán manifestados con él en gloria cuando él se manifieste. Somos un proyecto en obras. A veces tenemos tanto andamiaje y desbarajuste por todas partes que es difícil adivinar el templo glorioso en que estamos siendo edificados a partir de tan basta y equivocada estructura como primero aportamos. Y entre tanto que no logremos la perfección, siempre será necesario el arrepentimiento. No como algo inusual o excepcional, sino como un estilo de vida. Esto significa que la confesión ha de ser un elemento normal, característico y frecuente, de nuestra espiritualidad. La teología católica tiene a la confesión por «sacramento». Los evangélicos, como no vemos nada en el Nuevo Testamento que especifique un carácter sacramental en la confesión, no hablamos de ella en esos términos. Pero eso no significa que la confesión no sea importante en el Nuevo Testamento y por tanto en la vida de todo cristiano «normal», sea de la tradición que fuere. La superación de todo tipo de bloqueos y estorbos que ralentizan o impiden el crecimiento y la maduración de los cristianos, pasa muchas veces por la confesión: confesión de malas actitudes, malos pensamientos, malas acciones; o buenas acciones dejadas sin emprender. Pocas cosas son más contrarias al verdadero espíritu del cristianismo, que el afán de buscar «bendición», «unción», o experiencias sobrenaturales emocionantes sin pasar antes por la confesión. Confesión a Dios, sí, y confesión al prójimo que hemos ofendido, también. Hablar de arrepentimiento y de hacer habitual la confesión es hablar de humildad de corazón. ¡Cuánto más fácil sería la convivencia humana si se manifestara más la humildad de corazón! En lugar de esos arranques de ira y de orgullo ofendido cuando alguien osa corregir nuestros errores, sabríamos admitir con naturalidad y con una sonrisa lo que la corrección pueda tener de cierto. Pero una vez más, esto no es un proyecto para un día, sino que requiere un aprendizaje largo y disciplinado. La humildad de corazón no es lo mismo que dar la razón a quien no la tiene, sino defender tenazmente la verdad y la justicia sin avasallar al prójimo, sabiendo siempre escuchar y recibir lo que de verdad y justicia puede haber en él también. Jesús, después de todo, se enfrentó al mal en todas sus formas, desde la enfermedad hasta la opresión política, sin dejar de constituir él mismo nuestro modelo de mansedumbre de corazón. Hablar de arrepentimiento es hablar también, y por último, de buscar siempre la reconciliación. El arrepentimiento como estilo de vida, el hábito de la confesión, y la humildad de corazón, son rasgos personales que nos irán ayudando a ser personas con quienes es fácil vivir, difíciles de tener por enemigos. Son rasgos que también nos ayudarán a ejercer de mediadores y reconciliadores en conflictos donde no nos vemos directamente involucrados como una de las partes. Todo esto es elemental, es cuestión de cristianismo básico. Es parte de lo que supone vivir una vida cristiana normal. |
||||||
Copyright © 2000 Dionisio Byler |
![]() Rembrandt: El regreso del hijo pródigo |