10 de junio de 2019   •   Lectura: 3 min.
Foto: Connie Bentson

predicar — Acto de anunciar una opinión o convicción a viva voz. Este verbo es aplicable a multitud de situaciones, pero lo que nos interesa aquí es la predicación del evangelio, que es como se emplea habitualmente en el Nuevo Testamento. En la tradición cristiana se emplea también con referencia a la homilía o sermón que es una parte integral del culto cristiano. En la tradición evangélica, desplaza a la eucaristía como el elemento más esencial del culto, el que en ninguna reunión puede faltar.

Si «evangelio» es una feliz noticia de interés general para todo el reino, el acto de predicarlo es una proclamación pública, que se hacía típicamente en las calles y plazas de las ciudades. La propia naturaleza de lo que viene a ser «evangelio» hace que su proclamación sea pública, con el fin de alcanzar lo más rápidamente posible a toda la población del reino.

Hay iglesias donde se distingue entre la predicación y el ministerio homilético, de instrucción religiosa y moral; en otras, aunque los oyentes sean todos cristianos o incluso miembros de la iglesia, se conoce como «predicación» el discurso central de la reunión.

Recuerdo que cuando yo era niño, los domingos por la mañana teníamos la reunión de Escuela Dominical. Antes de ir cada cual a su clase, el discurso que daba el pastor (que era mi padre) era claramente de instrucción religiosa para la iglesia. Mi padre había sido maestro de escuela antes de ser llamado al ministerio, y se valía de pizarra y tiza como lo haría cualquier profesor al impartir sus lecciones.

Eso no es lo que pasaba en la reunión de los domingos por la noche. En esas, mi padre subía al púlpito y alzaba la voz para anunciar el evangelio de la salvación, concluyendo típicamente con una invitación para cualquiera que quisiera entregar su vida a Cristo. Nos pedía a todos cerrar los ojos en oración, y que cualquiera que quisiera aceptar la invitación del evangelio, que levantase la mano. (Los niños, naturalmente, espiábamos a hurtadillas por ver si alguien lo hacía.) También sucedía con cierta regularidad que los domingos por la noche predicara algún «evangelista» invitado, de visita en la ciudad.

Recuerdo que había una denominación donde al culto del domingo por la mañana solo se aceptaba la asistencia de miembros, por cuanto era la celebración semanal de la Cena del Señor. He de suponer que si había un discurso en esa reunión, tampoco era tipificada de «predicación», por cuanto los domingos por la noche tenían ellos también su «culto de predicación», cuyo objetivo era, se comprenderá, conseguir que la gente se convierta al evangelio.

Bien es cierto que a las reuniones de predicación no era frecuente que asistieran personas que no tuviesen ya un compromiso con el cristianismo evangélico. Cuando los oyentes de la «predicación» ya están comprometidos con el evangelio, queda poco en ella de anuncio de novedades importantes que todo el mundo debe conocer.

No se escatimaban, sin embargo, como las iglesias evangélicas no escatiman tampoco hoy día, esfuerzos por divulgar el evangelio a todo el mundo. Con recursos muy limitados entonces y todavía limitados hoy, era y es asombroso cuánto se hacía y hace por «predicar el evangelio», en el sentido original de esa frase.

Se atribuye a San Francisco de Asís —eminentísimo predicador medieval del evangelio— la instrucción: «Predicad el evangelio en todo lugar y en toda circunstancia. Y si no queda otra, hasta podéis emplear palabras».

Con esa cita, sea de Francisco o no, venimos a señalar uno de los elementos más esenciales de la proclamación del evangelio, que es la vida cristiana ejemplar y las buenas obras a favor del prójimo.

Jesús, como todo el mundo sabe, traía poderosamente la presencia y actividad del Señor a sus oyentes con curaciones, liberación de espíritus inmundos y hasta resurrecciones. La asombrosa obra milagrosa del Señor a favor de los que sufren es todavía hoy una de las vías como más típicamente se rompen barreras de incredulidad y recelo de aceptar el evangelio.

Pero también las obras de caridad, de entrega por el prójimo. El perdón y la disposición a abandonar rencores y reconciliarse, declaman a voces el poder transformador del evangelio. El amor de Dios es quizá el elemento más esencial del evangelio. Y cuando nos prestamos nosotros a demostrar al prójimo ese amor divino en acción, somos entonces auténticos predicadores del evangelio.

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