Perdón y relación 
                por Myron S. Augsburger [1] 
                            Pablo dice: 
              Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en  que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.Entonces mucho más, habiendo sido ahora justificados por su sangre, seremos  salvos de la ira de Dios por  medio de Él.Porque si cuando éramos enemigos  fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, habiendo  sido reconciliados, seremos salvos por su vida —Ro 5,8-10. 
              El propio hecho de que  nuestra salvación no está vinculada solamente a la muerte de Cristo sino  también a su vida, es en sí una declaración del aspecto positivo y continuo de  esta salvación como reconciliación con nuestro Señor. El perdón establece una  relación nueva, aparta la enemistad, nos trae a una alianza de gracia. 
              El poder reconciliador  del perdón se hace visible en una dimensión nueva de las relaciones humanas  dentro de la gracia de Dios. Sin perdón no es posible ninguna relación  importante entre nosotros, que somos falibles y pecadores; y ningún perdón es  posible sin que el inocente sufra por el culpable. Esto vale para la relación  de un matrimonio, la relación entre padres e hijos y para cualquiera amistad a  todos los niveles. Nadie es perfecto y cuando ofendemos, la relación sufre a no  ser que la otra persona nos perdone. En este perdón conocemos ese amor  dispuesto a sufrir por nosotros y en caso contrario, el posibilidad de  reconciliación se disipa. El aspecto sustitutorio de la reconciliación con Dios  tiene que entenderse, entonces, desde nuestra perspectiva moderna de  personalidad y la psicología de las relaciones. 
              Muchas veces algunos  cristianos piensan de la muerte de Cristo casi como una especie de transacción  económica, un trueque. Al contrario, tenemos que considerar esta perspectiva de  la reconciliación con Dios que enfatiza la idea de relación. El inocente  soporta su propia ira por el pecado del culpable y decide abandonarla por amor.  El perdón deja en libertad al culpable, pero quien carga con el peso de ello es  Dios. En la cruz, Jesús dijo, en efecto: «Ese problema tuyo es ahora mi  problema». Apechugó él con el problema de nuestro pecado, nuestro  distanciamiento rebelde… hasta la muerte. 
              Poco después que mi  esposa y yo nos mudamos a Washington, D.C., para abrir una iglesia en la Colina  del Capitolio, tuve un encuentro interesante con un hombre en la calle. Él  estaba sentado en un banco y yo me detuve para charlar. De repente me preguntó: 
              —¿Es usted un predicador? 
              —Sí —respondí. 
              En su cara apreció un  gesto casi burlón: 
              —¿Y en qué sentido es  mejor mi vida porque Jesús haya muerto en una cruz hace dos mil años? 
              Me lo quedé mirando,  repasando mentalmente las diferentes teorías sobre la reconciliación con Dios.  A fin de cuentas, yo había estudiado teología. Por fin le pregunté: 
              —¿Tú tienes amigos? 
              —¡Pues claro que tengo  amigos! —respondió. 
              —Si uno de ellos está  pasando una situación difícil, ¿qué es lo que haces? 
              —Le echo una mano. 
              —Ya. Pero ¿y si la cosa  se pone difícil? —insistí. 
              —No importa. Apechugas  con él. 
              —Bueno, sí. Pero ¿si la  cosa se pone muy pero muy difícil? ¿En qué punto decides dejarlo tirado? 
              —¡Hombre! —protestó—. Si  es de verdad tu amigo, nunca lo dejas tirado. 
              Sonreí. 
              —Dios vino en Jesús para  ser nuestro amigo. Estábamos pasando una situación muy difícil, pero él  apechugó con nosotros. ¿En qué punto iba a poder decidir dejarnos tirados? 
              Se me quedó mirando en  silencio. Poco a poco es como que se le fue encendiendo una luz en los ojos: 
              —¿Es por eso que tuvo que  morir Jesús? 
              —Bueno… Es una de las  razones. 
              Se levantó del banco y  enderezó la espalda, me sonrió, saludó y se marchó andando por la acera. Lo  miré alejarse y me dije para mis adentros: «Éste no lo sabe, pero acaba de ser  evangelizado. Es imposible para nadie olvidar el impacto de saber que Dios  dice: “Ese problema tuyo es ahora mi problema”». 
              Sattler, un predicador  anabaptista, preguntó quién entiende correctamente el significado de la muerte  de Cristo. Ese significado sólo se experimenta por una fe que nos trae a una  relación personal de reconciliación con Cristo. El teólogo y mártir luterano  Dietrich Bonhoeffer tenía algo parecido en mente cuando habló del contraste  entre «gracia barata» y «gracia costosa». Cuando damos por sentada la gracia de  Dios y presumimos de ella, es que no hemos entendido que se trata de que nos  acepta con el fin de relacionarse estrechamente con nosotros. 
              El perdón solamente tiene  sentido en el contexto de una relación; el perdón libera al culpable para poder  relacionarse con integridad con quien le ha perdonado. No existe tal cosa como  librarse de culpa aparte de la reconciliación. El perdón solamente es auténtico  cuando su consecuencia es la reconciliación. No puede ser nunca algo que  recibimos sin responder; es imposible reclamar por puro egoísmo ser libre de  culpa sin relacionarse con quien perdona. El perdón es reconciliación; no es  solamente librarse de culpa. 
              Para disfrutar del  perdón, es necesario que volvamos a Dios. Como en la historia del hijo pródigo,  Dios nos espera con los brazos abiertos para perdonar y superar nuestras  ofensas. Dios es un Padre que mira más allá de la ofensa para ver la persona.  Dios prefiere tenernos aunque sea con nuestro pasado, antes que no tenernos. 
               Reconocer esto nos lleva  a distinguir entre el pecado y los pecados. Nuestro pecado fundamental es la  rebeldía contra Dios. Esta rebeldía se enmienda cuando respondemos al  llamamiento evangelizador a reconciliarnos con Dios por la fe en Cristo. Sin  embargo nuestros pecados ponen en evidencia la perversión de nuestras vidas. No  hallan todos ellos respuesta automática en el llamamiento evangelizador; exigen  acciones de santificación según vamos avanzando como discípulos. Esa disciplina  emplea las terapias de la adoración, el aprendizaje y una comunidad de amor, e  incluye muchas veces terapia con consejeros profesionales acreditados. La gracia  está siempre a mano inmediatamente, a disposición por el Espíritu Santo en  nuestro interior y a favor nuestro —y también en el seno del cuerpo de Cristo. 
              Jesús mi Salvador me  salva hoy de ser lo que yo sería sin él. La salvación no es solamente algo que  he experimentado en el pasado; por cuanto estoy reconciliado, experimento  cambios que siguen siendo posibles por su gracia transformadora. 
              Estamos «llamados a  pertenecer a Jesucristo» (Ro 1,6). Es una relación de alianza, una  reconciliación que nace de una «obediencia de fe» (Ro 1,5; 16,26). Esta  alianza, bien entendida, es una relación de gracia, no una «justicia por las  obras» que pretende merecer la aceptación de Dios. Al contrario, es vivir en la  justicia, la relación justa, que recibimos en Cristo. No nos ganamos ni  merecemos una relación con Dios. Sin embargo Cristo nos acepta por su amor y  nos reconcilia con el Padre. 
              […] Se cuenta que cuando  Abraham Lincoln era un abogado en Springfield, Illinois, hizo un viaje al sur  por el río Mississippi para visitar Nueva Orleans. Según la historia mientras  estuvo allí fue a ver un mercado de esclavos y vio cómo iban trayendo a los  negros al frente para subastarlos al mayor postor. Trajeron una mujer joven mal  vestida, pelo desaliñado y ojos centellantes de ira y los hombres se pusieron a  examinarla para decidir cuánto darían por ella. De repente Lincoln se encendió  de ira y empezó él mismo a pujar. 
              Lincoln siguió pujando y  uno a uno los demás postores fueron abandonando la puja hasta que él la compró.  Se acercó a la plataforma, cogió la soga que la tenía sujeta por las muñecas y  la condujo aparte de la multitud. Allí se detuvo y desató la soga. La mujer se  frotó las muñecas para aliviar el dolor y recuperar la circulación. Lincoln la  miró y dijo: 
              —Eres libre. Te puedes  marchar. 
              Ella lo miró sorprendida: 
              —¿Qué ha dicho, amo? 
              —Eres libre. Te puedes  marchar. 
              —Quiere decir que puedo  ir adonde yo quiera? 
              —Sí —dijo—. Eres libre.  Te puedes marchar. 
              —¿Quiere decir usted que  puedo decidir donde quiera ir? 
              —Sí —respondió—. Eres  libre. 
              —¿Puedo pensar como  quiera? 
              —Sí. Eres libre. Te  puedes marchar. 
              Las lágrimas empezaron a  surcar sus mejillas. Cayó de rodillas y lo agarró por los tobillos. Dijo: 
              —Entonces, amo, me quiero  ir con usted. 
              Esa es la respuesta moral  de la persona agradecida que reconoce la maravillosa gracia de Dios cuando nos  libera. Al ser perdonados somos puestos en libertad. Pero ser perdonados nos  exige también empezar a andar libremente —y eso significa andar con Aquel que  nos perdona. Esta es la sorprendente gracia de Dios, el amor de quien se da a  sí mismo hasta la muerte. 
               1. Myron S. Augsburger, The Robe of God (Herald Press, 2000),  pp. 105-110. |