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  Nº 125
Septiembre 2013
 
  Democidio

Democidio y la Biblia
por Dionisio Byler

La palabra «democidio» es nueva para mí. (Y tan nueva: todavía no figura en ningún diccionario —aunque sí en la Wikipedia.) Si «democracia» es la autoridad soberana del pueblo, «democidio» es lo que sucede cuando los gobiernos asesinan al pueblo.

Me tropecé con este concepto al final de un libro fascinante sobre «Apocalipsis e Imperio», cuyo interés principal para mí consistía en su impresionante análisis del libro de Daniel como respuesta al régimen de terror de Antíoco IV «Epífanes» en Jerusalén, en el siglo II a.C. La autora pone fin al libro, tras sus conclusiones, con algunas cuestiones que siguen abiertas para investigación en el futuro; entre otras cosas, cómo responder a regímenes de terror hoy. Allí dejó caer la siguiente cifra, que me dejó de piedra: En el siglo XX, 262.000.000 —sí, doscientos sesenta y dos millones— de personas murieron a manos de los gobiernos. Eso, al margen de los caídos en combate, por lo cual, en la página sobre democidio que luego he consultado en internet, España ni siquiera figura en la tabla de países democidas del siglo XX a pesar de nuestra cruenta Guerra Civil.

La cifra viene a traer al presente la realidad de regímenes de terror que reflejan no solamente el libro de Daniel sino también, probablemente, las cartas de Juan, el Apocalipsis de Juan desde luego, y sin duda también los Evangelios, en nuestro Nuevo Testamento. En realidad, probablemente no nos enteramos de mucho de lo que cuenta la Biblia si ignoramos o dejamos de tener en consideración la preponderancia de regímenes democidas —regímenes de terror— que han gobernado habitualmente las civilizaciones humanas.

Algo de ello podemos ver claramente, por ejemplo, en el relato sobre el deseo del Faraón en Egipto de reducir la proporción de esclavos en relación con las personas libres; para lo cual no se propuso liberar esclavos sino dificultar su reproducción matando niños varones. O la naturalidad con que el libro de Josué relata una ideología de exterminio de la población autóctona cuando la invasión de Canaán por las tribus de Israel.

La relación entre estos dos casos es fascinante, entre otras cosas, porque ilustra cómo los que en una generación han sufrido como víctima, en la siguiente pueden cometer iguales o peores crímenes. Los criminales más patológicos son a veces personas cuya sensibilidad moral ha quedado dañada o incluso destruida por atrocidades padecidas en carne propia, de tal manera que son incapaces de sentir piedad por el prójimo. Otras veces —y el relato de Josué también ilustra esto— son personas que están tan convencidas de representar el bien y el progreso, o la religión y la voluntad de sus dioses, que piensan que la conciencia y el freno moral no vienen a cuento para ellos. El fanatismo ideológico o religioso es probablemente una de las fuerzas más culpables de que surjan regímenes de terror.

Bajo Antíoco Epífanes en el siglo II a.C. cuando se escribe el libro de Daniel, así también con la destrucción de Jerusalén y la desaparición de Judea bajo los romanos en el siglo I de nuestra era, los judíos (y no olvidemos que los «cristianos» eran en el siglo I una secta o facción interna del judaísmo) se enfrentaron a la destrucción masiva de su población, su religión y su forma de entender la vida. Eran regímenes de terror, cuyos soberanos se atribuían un poder absoluto sobre sus súbditos. Los judíos —entre ellos los cristianos— debían entender, de una vez por todas, que si comían no era porque su Dios hacía llover y multiplicaba el trigo en sus campos, sino porque sus soberanos les daban permiso para comer. Para que aprendieran eso, quemaban campos de trigo, se quedaban con toda la mies para alimentar sus ejércitos, o sencillamente reducían a esclavitud al pueblo, que entonces sólo comía cuando y si el amo decidía que comieran.

Debían entender que el templo de Jerusalén, si existía, era porque el rey lo permitía; si celebraba sus sacrificios al Señor era porque el rey lo ordenaba. Pero Antíoco Epífanes podía de igual manera expropiar los tesoros del templo y disponer allí, sobre ese mismo altar, el sacrificio de cerdos a Zeus Olímpico; y el emperador romano podía derribar el templo y mandar construir en su lugar otro dedicado a Júpiter Capitolino. Solamente podía haber religión y fe y creencias y culto y sacrificios cuándo y cómo mandaba el gobierno.

El calendario judío, con su ritmo semanal de siete días y sus diversas festividades mensuales y anuales, respondían en primer lugar al orden de la mismísima creación —cuando el Señor descansó el séptimo día— y a toda la historia de salvación vivida durante mil años por Israel, así como los ritmos anuales de la producción de la tierra. Esto también lo cambió Antíoco, mandando un nuevo calendario, con festividades diferentes y declarando así que desde la Creación hasta el presente y el futuro eterno, el mismísimo Tiempo se sometía a su autoridad. No quedaba nada al margen de su poder, ningún resquicio para otras creencias y costumbres y dioses que lo que mandaba el rey.

Desde luego los tiranos de épocas pasadas carecían de los medios sofisticados de control psicológico e ideológico propios del totalitarismo del siglo XX. Los medios psicológicos y tecnológicos de que disponen los gobiernos hoy, hacen que cuando adoptan el camino democida sea imposible pensar ni opinar nada diferente de lo que ellos mandan pensar y opinar. En aquel entonces se pretendía ese mismo control absoluto, pero probablemente estaba fuera de su alcance, quedándoles solamente como métodos de control la brutalidad del terror, la muerte, hambrunas provocadas, las violaciones sistemáticas de mujeres y niñas y la esclavitud.

Ante realidades como estas, la Biblia ensaya formas de resistencia que en primer lugar, se manifestaron eficaces para conservarnos hasta hoy el legado de sus convicciones y el conocimiento de su Dios eterno, Creador y Salvador de la humanidad. Y en segundo lugar, nos pueden guiar hoy para saber cómo vivir cuando la corrupción política, el desempleo, los desahucios, el abismo creciente entre ricos y poderosos y la inmensa masa de la sociedad en vías de empobrecimiento, parecieran robarnos la esperanza y el futuro. En realidad las formas bíblicas de resistencia valen para situaciones mucho más terroríficas que nada que podamos imaginar los españoles del siglo XXI. No quepa duda que ningún régimen democida presente ni futuro podrá jamás acabar con aquel pueblo que resista con las armas que nos propone la Biblia.

En primer lugar, resistir las mentiras con la verdad. El primer campo de batalla es la mente de los creyentes. Cuando los que mandan —sean gobiernos, sean las fuerzas económicas que ponen y derriban gobiernos a placer— pretenden robarnos la esperanza en ningún otro futuro diferente del que ellos nos proponen, es posible seguir convencidos del futuro glorioso que nos espera en Cristo. A lo largo de los siglos los mártires que han entregado la vida cantando salmos y declarando su fe en Dios, han demostrado que esto es posible: que quien resiste con cánticos y alabanzas no sucumbe a la desesperanza y el lavado de cerebro, no sucumbe al dolor físico ni a la tristeza infinita que procuran provocar matando a todos los seres queridos. ¡Siempre es posible creer! ¡Siempre es posible seguir esperando en Dios!

En segundo lugar, la oración y el clamor. La oración como acto público de resistencia —como Daniel que oraba con la ventana abierta, en dirección a Jerusalén. La oración como declaración de que Dios existe, que existe otra autoridad superior a toda autoridad humana. La oración de arrepentimiento colectivo —como las de Daniel 9 y Nehemías 1— atribuye nuestros padecimientos no a la maldad del enemigo sino a nuestros propios pecados y los de nuestros antepasados. La oración de arrepentimiento colectivo ignora a esos que se creen quién para hacernos sufrir y atribuye todo padecimiento —pero también, por consiguiente, la potestad para hacer que el padecimiento cese— a Dios en el cielo. Toda la Biblia está llena de ejemplos del poder real de la oración para conseguir que Dios transforme realidades que parecen inamovibles.

En tercer lugar, resistirse a la imitación de las propias tácticas de terror. Muchos no entienden esto. Matar hombres y mujeres —según Jesús, incluso odiar a hombres y mujeres como enemigos en lugar de amarlos como prójimo— es claudicar. Odiar y matar y vengar es aceptar la ideología del homicidio, del terror y en última instancia, de los propios democidas. Los cuatro evangelios, escritos todos después de la destrucción de Jerusalén en el año 70, coinciden en recoger la instrucción de Jesús de nunca devolver mal por mal, siempre amar, siempre ver a todo ser humano como un prójimo, nunca como el ser bestial que ellos mismos se creen ser según las conductas bestiales que adoptan. Cuando los cristianos hemos olvidado eso, ya hemos sido derrotados aunque parezcamos vencer. Pero cuando hemos sabido amar a quien humanamente es imposible amar, aunque nos maten hemos vencido. Entonces Dios ha vencido y será todavía capaz de resucitar lo que está muerto, levantar de las cenizas lo que todo el mundo daría por perdido para siempre.

Si Jesús resucitó, ninguna situación está nunca perdida del todo ni sin esperanza ni futuro.

Contra la mentira, verdad. Contra regímenes malignos, clamor ante Dios. Contra el odio, amor. Contra la desesperanza, fe y confianza en Dios. Y en ningún caso devolver mal por mal.

 
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