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  Nº 126
Octubre 2013
 
  Jesús Maestro
  El joven Jesús en el templo,
cuadro de Heinrich Hofmann (1881)

Serie:
Aunque todo el mundo diga lo contrario

Jesús el Maestro
por Dionisio Byler

No me acuerdo muy bien cuándo fue que me di cuenta que muchos cristianos piensan hacer un negocio ventajoso y ventajista con Dios. Piensan aceptar la salvación del infierno gracias al sacrificio de Jesús en la cruz, salvación que como es «por fe, de pura gracia», naturalmente no les puede exigir nada porque entonces ya no sería gratuito, ¿no?

Aunque esta clase de cristianismo seguramente resulta deficiente, no deja de aportar cambios positivos a la vida del individuo. Ahora se sentirá amado y aceptado por Dios, dejará de recelar de Dios y tenerle miedo. Irá aprendiendo a confiar en Dios como su ayudador y compañero en la vida, ya no verlo como un enemigo en el peor de los casos, o alguien que lo ve con indiferencia.

Después he visto que hay otros muchos cristianos que enfatizan que Jesús es Salvador y también Señor. Ambos conceptos inseparables, que se explican mutuamente. El señorío o la soberanía de Cristo sobre los cristianos es aceptado entonces —y esto resulta inmensamente gratificante. Indica una predisposición a dejarse instruir y mandar, a asumir el lugar lógico y necesario de ser creado ante su Creador, de súbdito ante su Señor, de adorador fiel e incondicional ante su Dios. Aquí empiezan a producirse cambios importantes en las actitudes y conductas de las personas, transformadas poco a poco en fiel reflejo de la belleza de nuestro Señor Jesús.

Quisiera sugerir que existe una dimensión adicional de lo que puede aportar Jesús a nuestra vida, que sería su aspecto de Maestro.

Jesús «el Grande»

En sus años en Galilea y Judea, Jesús fue conocido como un rabino entre su pueblo. El término rav, palabra que significa «grande», era aplicado a aquellas personas que por su especial conocimiento de los textos sagrados, eran respetados hasta la reverencia. La torá o «Instrucción» divina tenía dos componentes: La Torá escrita —los textos de la Biblia hebrea— y la Torá oral —las interpretaciones aprendidas de memoria. No era rabino cualquiera que pudiera leer los textos escritos; para alcanzar ese honor, había que conocer al dedillo la Torá oral. Porque los sabios de Israel entendían que un texto escrito no es más que una percha sobre la que se puede colgar casi cualquier cosa. Igualmente esencial era, entonces, conocer cómo había que entender esas palabras escritas, cómo aplicarlas a situaciones concretas en la vivencia a diario.

Si se supone que quienes podían comunicar y divulgar la Instrucción divina para Israel eran en algún sentido mediadores entre Dios y los hombres, se comprenderá el prestigio inmenso de los rabinos —entre ellos, Jesús el hijo de María. El evangelio de Lucas hasta nos quiere dejar la idea de una impresionante precocidad de Jesús que siendo niño, ya antes de su bar mitzvá (la mayoría de edad ante los Mandamientos al cumplir 13 años), deslumbró a los rabinos en Jerusalén por la amplitud de sus conocimientos y la calidad de su argumentación.

Como a los grandes rabinos se les presuponía santidad por su mucha dedicación al estudio y la divulgación de la Instrucción divina para la vida, circulan sobre algunos de ellos anécdotas sorprendentes. Rehuían de cualquier fama de hacedores de milagros porque insistían que la Palabra de Dios se tiene sola, sin que ninguna manifestación sobrenatural nos obligue a una aceptación crédula y superficial. Y sin embargo se les conocen milagros. Jesús también parece haberse impacientado con su fama de hacedor de milagros. En el evangelio de Juan, a partir del capítulo 11 —la resurrección de Lázaro— ya no hace ningún milagro más. En Mateo 12,39, Jesús se enfada con los que le piden una señal milagrosa. ¡A partir de entonces, dice, la única señal que tendrán será la de Jonás! (Se recordará que con Jonás se convirtió toda Nínive sin que el profeta hiciera ni un solo milagro.) En estas actitudes también, entonces, Jesús se comportó como un rabino auténtico, un Maestro de la Instrucción divina.

Antes que como Mesías (Cristo) o que como Salvador, entonces, Jesús fue reconocido y afamado entre su pueblo como rabino, un «grande» de la interpretación bíblica.

Bendecir, perdonar, amar

He insistido en todo esto para abordar —una vez más y ruego se me perdone la insistencia— el aspecto más fundamental y esencial de lo que Jesús, en efecto, enseñó: La instrucción diamantina de nunca devolver mal por mal sino conducirnos siempre con un amor que es incapaz de hacer ningún mal al prójimo.

Y quiero hacerlo proponiendo la idea —que todo el mundo da por imposible— de que Jesús supo comprender y explicar a la perfección el sentido del Antiguo Testamento. Es curiosa la facilidad con que la mayoría de los cristianos piensan que si Jesús hablaba en serio —cosa que suelen dudar— cuando dijo aquello de volver la otra mejilla y amar al enemigo, es porque o no entendió o bien rechazó de cuajo, el sentido de la historia nacional israelita, con sus jueces, reyes y profetas guerreros, que jamás dudaron en mancharse de sangre humana para llevar a cabo los designios divinos.

Pues no, señores, yo pienso que Jesús entendió perfectamente adónde quería ir a parar su Biblia, nuestro Antiguo Testamento, con todas aquellas historias, todas aquellas guerras y venganzas, matanzas, genocidios y condenas a pena capital. Y añado que cuando los cristianos no aceptamos como legítimas las conclusiones a que su interpretación del Antiguo Testamento llevó a Jesús, lo que estamos haciendo es rechazar su papel como rabino, como Maestro en condiciones óptimas de instruirnos en la voluntad divina.

Aunque todo el mundo diga lo contrario, yo insistiré que Jesús sí conocía el Antiguo Testamento y que su vida y obras, su enseñanza y el ejemplo meridional de su muerte en la cruz, son pistas más que suficientes para comprender las conclusiones que Jesús sacó de allí. Conclusiones que no son solamente para sí mismo (para lo que debía ser su conducta presuntamente excepcional por ser el Hijo de Dios) sino muy especialmente para nosotros, sus presuntos seguidores. Si es que somos seguidores. Si es que somos discípulos. Si es que somos también hijos de Dios.

La Biblia de Jesús

La Biblia que conoció Jesús —nuestro Antiguo Testamento— describe una historia donde desde los albores de la humanidad las cosas se torcieron y surgió el homicidio, la venganza asesina y la guerra para envenenar nuestra existencia. Dios llamó entonces a un hombre, Abraham, y a su descendencia, para empezar con esa familia una instrucción específica para sacarnos de tan triste realidad. El aprendizaje fue lento y difícil, por cuanto Dios tropezaba siempre con el mismo escollo de la incredulidad, infidelidad y terquedad humana, nuestra proclividad a la violencia y crueldad, nuestra convicción, firmemente arraigada, de que quitando gente de por medio se solucionan problemas.

Es la historia de los siglos subsiguientes, entonces, tanto o más historia de desaciertos, tropiezos y caminos equivocados, que de claridad en la comprensión de lo que el Señor estaba queriendo enseñarnos. Entre otros factores, operaba en esta familia y sus descendientes, después en los reinos de Samaría y Jerusalén, la tendencia humana a imaginar que cuando nos va bien es porque contamos con aprobación divina y cuando nos va mal, es que hay que eliminar enemigos.

Inmersos en un mundo cruel, guerrero y asesino, donde los reyes eran inspirados constantemente a ir a la guerra por sus dioses que los habían escogido y adoptado como hijos predilectos, la dinastía de Jerusalén se convenció de esto mismo acerca de sí. Sin embargo esa dinastía de Jerusalén, que se las prometía eterna como se las prometen todos los reinos e imperios, duró escasamente cuatro siglos antes de desaparecer para siempre.

Profetizado y vaticinado desde generaciones atrás por los profetas del Señor, ese evento singular de la destrucción de Jerusalén y su Templo, el punto final sobre su dinastía presuntamente eterna, supuso un fuerte correctivo para el pensamiento de los sobrevivientes en el exilio en Babilonia.

Todos aquellos actos de intolerancia y barbarie religiosa, homicidio, genocidio y guerra justificados por la presunta predilección divina de ellos y de sus gobernantes, hubieron de ser vistos ahora como la maldad que habían sido siempre. Hubo que reflexionar que no habían sido mejores que sus vecinos de las naciones alrededor. Poseedores de revelación divina, sus conductas acaso fueran entonces peores, por la mancha que suponían en el conocimiento de un Dios que es ahora y siempre ha sido amante y lleno de gracia, perdonador y misericordioso sin acepción de personas.

Al estilo de Jeremías y Jonás

A partir de entonces, la conducta no se podía inspirar ya en las guerras de Josué o David sino en la carta de Jeremías a los desterrados en Babilonia, que aconsejaba vivir pacíficamente, orando y trabajando por la paz de cada lugar donde recalaron durante los interminables siglos de dispersión por el mundo hasta hoy. A partir de entonces su misión entre las naciones debía ser la de Jonás, cuyo testimonio en medio de la ciudad más enemiga que jamás conoció Israel —Nínive— conseguía lo impensable: el arrepentimiento y reconocimiento universal del Dios de Israel.

Jesús, entonces, se inspiró directamente en el mensaje del Antiguo Testamento para su mensaje de amor al prójimo que se extiende en amor al enemigo. Se inspiró directamente en el mensaje del Antiguo Testamento para su mensaje de nunca devolver mal por mal sino bendecir a los que nos maldicen, tratar con bondad a los que nos maltratan, perdonar a quienes no perdonan ni reconocen sus faltas, resistir sin dejarse contaminar con el mal, tratando siempre a los demás como quisiéramos ser tratados.

Jesús, entonces, adoptó esta misma conducta… que fue la que lo condujo a la cruz. La humanidad lo matábamos y él nunca dejó de amarnos. Le odiamos, insultamos, torturamos y colgamos de una cruz pero él jamás respondió con igual moneda. Prefirió morir antes que matar.

¿Por qué?

Aunque todo el mundo diga lo contrario, es necesario reconocer que es así como comprendió Jesús el mensaje del Antiguo Testamento. Es así como se compenetró él con el Espíritu del Dios que inspiró su escritura. Y nosotros, en tanto que discípulos, estamos llamados a entenderlo así también, a conducirnos así también y a ser de su mismo Espíritu.

 
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Jesús conocía el Antiguo Testamento. Su vida y obras, su enseñanza y el ejemplo meridional de su muerte en la cruz, son pistas más que suficientes para comprender las conclusiones que Jesús sacó de allí. Conclusiones que no son solamente para sí sino muy especialmente para nosotros, sus seguidores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A partir de entonces, la conducta no se podía inspirar ya en las guerras de Josué o David sino en la carta de Jeremías a los desterrados en Babilonia, que aconsejaba vivir pacíficamente, orando y trabajando por la paz de cada lugar donde recalaron.