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  Nº 129
Enero 2014
 
 

Simeón

  Simeón en el Templo, cuadro de Rembrandt, pintor que se piensa que pudo ser menonita.

Simeón en el Templo
por Julián Mellado

En la Biblia se encuentran relatos realmente entrañables, de una gran belleza y de una gran profundad espiritual. No tratan de darnos meras informaciones de lo que ocurrió sino más bien tratan a menudo de desvelarnos lo que sigue ocurriendo.

Quisiera ilustrar esto último con una reflexión o meditación entorno a una historia de uno de los Evangelios. Se trata del encuentro de la sagrada familia con el anciano Simeón cuando fueron al Templo a presentar a Jesús al Señor.

Los relatos bíblicos están llenos de «encuentros» que rompen la normalidad del relato. No hay nada más normal que una pareja judía acudiese al Lugar Sagrado a presentar su vástago mediante una ofrenda (en este caso, la de los pobres). De pronto surge lo inesperado. Un anciano, Simeón, hombre justo, toma en brazos al niño y profiere unas extrañas palabras:

—Ahora Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación....Luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2,29-31).

 ¡Qué palabras!

Se nos indica que  Simeón «fue movido por el Espíritu» para que fuese ese día al Templo. Iba a reconocer a Aquel por el que tanto tiempo esperó. Dios rompía su silencio, o parte de su misterio, y el viejo creyente contemplaría la culminación de su vida. Vería al Mesías, y hasta deslumbraría el futuro del niño cuando se convirtiera en hombre. El niño no era como cualquier otro.

Un profundo misterio, un asombroso significado se revelaría en su persona (Lc 2,34,35). Y no pudo menos que revelárselo a la madre, aquella que «guardaba todas las cosas en su corazón».

¡Cuántas cosas podríamos decir de este texto!

Me gustaría simplemente proponeros una pequeña reflexión:

¿No vivimos a veces tiempos de insoportables silencios del Cielo? ¿Acaso no anhelamos «ver» que Dios irrumpa en nuestra realidad? Y al igual que muchos de los que iban al templo, contemplamos las cosas sin saber discernir los tiempos.

Simeón no fue alguien aventajado por su inteligencia o pericia. Fue el Espíritu quien le reveló que vería al Ungido. Lo que vio fue un niño indefenso en los brazos de su madre. Nada excepcional a simple vista. Pero supo discernir «quién» era.

Jesús no fue simplemente un hombre como nosotros. Para llegar a comprender su significado, necesitamos como Simeón ser movidos por el Espíritu. Solamente en esa dimensión de profundidad, en lo más hondo de la existencia, podemos oír esa voz que nos revela quién es ese Hombre. Creemos por una extraña convicción, imposible de explicar, de que él era y es Luz y Salvación.

Los investigadores estudian los aspectos históricos de Jesús de Nazaret. Soy un apasionado de esas investigaciones. Pero es como si nos ayudaran a saber «qué bebé coger en nuestros brazos». Ahora bien, si queremos llegar de verdad a comprender, debemos abrirnos a esa Guía misteriosa, extraña, sorprendente que nos susurra: «Has encontrado al Esperado». En el evangelio según Juan le llaman "La palabra de Dios". Como aquel anciano en el Templo, caemos en la cuenta de que en ese Hombre, Dios rompe el silencio, se hace presente y nos acompaña.

La clave del relato, clave de nuestras vidas, es ese enigmático Espíritu, presencia activa de Dios en nosotros, que nos lleva a la conversión de la mirada. Como le ocurrió a Simeón. Como te ocurre a ti… y a mí.

 
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