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  Nº 129
Enero 2014
 
  Yanomamo
  Todo el mundo habla y se entiende con sus semejantes. Aunque para entendernos entre personas de costumbres radicalmente diferentes, siempre serán necesarias muchas más explicaciones.

Pero los textos escritos no suelen traer esa clase de explicaciones necesarias para ser entendidos por gente de otra cultura diferente a la de sus autores.

Al traducir los Salmos
por Dionisio Byler

En preparación para el cursillo de CTK sobre los Salmos y como manera de estudiar veinte de ellos, decidí realizar una traducción propia desde el hebreo. En el transcurso de ese ejercicio he vuelto a reflexionar sobre la cuestión de la traducción de la Biblia.

El fenómeno de los idiomas y sus diferencias

El ser humano nace con la habilidad de reconocer que los sonidos que emiten sus semejantes tienen sentido comunicativo. Durante los primeros años de vida, nos dedicamos con ahínco a desentrañar esos significados y aprender a expresarnos con el idioma de nuestro entorno social.

Sin embargo, aunque esta habilidad es universal e instintiva, cada idioma humano tiene su propia manera de comunicar las ideas. Tiene sus propias palabras, que no suelen ser intercambiables automáticamente con palabras de idéntico sentido en otros idiomas. Cada idioma tiene también sus propias reglas gramaticales y de sintaxis para la formación de las oraciones.

Esto significa que aunque cada unidad de pensamiento puede expresarse con una unidad de pensamiento análoga en todos los idioma del mundo, esa equivalencia en muy pocas ocasiones será posible palabra por palabra y en el mismo orden exacto de las palabras.

Habrá más posibilidad de equivalencias exactas entre idiomas históricamente próximos: el castellano y el portugués o el catalán, por ejemplo; que entre idiomas más distantes: el castellano del siglo XXI y el latín que se hablaba en el territorio español hace dos mil años; o el castellano y el chino. En cuanto al hebreo bíblico, es una lengua asiática de hace miles de años. Un idioma lejano en geografía y en el tiempo, radicalmente diferente al castellano.

Luego también, cada lengua refleja, naturalmente, su propio entorno ecológico, político, social y cultural.

El castellano, por ejemplo, incorpora muchísimos términos propios de la religión católica: «hablar en cristiano», por castellano; hacer algo en un «santiamén». Tiene también muchas palabras propias de nuestra tecnología presente: internet, móvil (con el significado de «teléfono»), microondas, quirófano, AVE (como medio de transporte).

La lengua hebrea nace en otra cultura, con otras tradiciones religiosas. Hay muchos versos en los salmos que cualquier cananeo de la tierra de Israel podía entender sin explicaciones, pero que para nosotros ya han dejado de tener el sentido que a los hebreos (y a sus contemporáneos) les parecía natural: «No hay dios como el dios de Israel, que cabalga sobre los cielos».

La lengua hebrea refleja la geografía, el clima, la flora y la fauna y los objetos cotidianos de su lugar y tiempo. Cuando la Biblia habla del territorio de la tribu de Zabulón como «tierra de sombra de muerte», nos imaginamos cualquier clase de maldición espiritual si no estamos enterados que en esa región había mucha agua estancada, donde proliferaban los mosquitos Anopheles y por consiguiente, la malaria. La esperanza de vida era allí muy inferior al resto del territorio de Israel. Era, efectivamente, «tierra de sombra de muerte».

La Biblia habla con total naturalidad de tecnologías de explotación agraria que la inmensa mayoría de los cristianos hoy día, a una o varias generaciones de la vida rural, desconocemos del todo. Yo ya no sabría cómo uncir una yunta de bueyes para salir a arar en el campo. No sabría ni siquiera qué aperos son los necesarios. Muchos de los objetos que ellos manejaban nos son tan desconocidos, que aunque tienen su equivalente en castellano, ya no recordamos lo que eran: ¿Quién recuerda qué es un bieldo, qué es un lagar?

La relación entre palabra y realidad en el mundo hebreo

Para los hebreos y otros pueblos de su entorno, la palabra tenía una dimensión casi sobrenatural. La palabra y la realidad estaban estrechamente interrelacionadas, de manera que pronunciar determinadas palabras influía directamente en la realidad.

Conocer el nombre de alguien era tener poder sobre esa persona, porque su nombre se podía emplear para maldecirla, para pronosticarle males y desdichas. Con Moisés los hebreos aprenden el nombre del Señor, pero de inmediato reciben el mandamiento de no tomarlo en vano. Un mandamiento que se amplía en la tradición hasta el extremo de no pronunciarlo jamás. Se conoce pero no se pronuncia, porque pronunciar el nombre del Señor es en algún sentido ejercer una presión indebida sobre Dios mismo. Se recordará que en los evangelios, hasta Jesús dice a veces «el cielo» para no decir el nombre del Señor: «Reino de los cielos», por no querer decir «Reino de Jehová».

La maldición y bendición eran entonces conceptos importantísimos. Desearle una enfermedad a un enemigo en voz alta, era casi lo mismo que contagiarle esa enfermedad. Pero a la inversa, decir: «El Señor haga resplandecer sobre ti su rostro» era mucho más que un sentimiento bonito. Las propias palabras eran eficaces para conseguir el objetivo pronunciado. De ahí la importancia de los pronunciamientos proféticos. Eran mucho más que un pronóstico de cosas que iban a suceder. El propio acto de pronunciarlos, era eficaz para hacer que se cumplieran. (O eso creían.)

Por eso la alabanza de Israel era importantísima. Si Israel no «engrandecía» (agrandaba) y «enaltecía» (subía hasta el cielo) y «glorificaba» (daba honor y fama y renombre) el Nombre del Señor, el Señor resultaba en algún sentido menos grande, menos elevado, menos glorioso. Es una idea que ofende nuestra sensibilidad religiosa, pero que explica por qué las alabanzas y la adoración eran tan esenciales para los salmistas. Si querían un Dios grande y poderoso y maravilloso, ellos mismos tenían que pronunciar palabras a esos efectos, palabras que hacían real y efectiva la realidad que declaraban.

[Hoy diríamos que Dios sería igual de glorioso aunque no lo alabásemos. Pero añadiríamos que si no lo alabamos, lo más probable es que se nos acabe olvidando su gloria, con resultados negativos para nuestro propio espíritu. Quien saldría perdiendo no sería Dios, sino nosotros. Pero no nos engañemos: no es así como lo entendían ellos hace miles de años y en aquel mundo. Ellos pensaban que de verdad estaban engrandeciendo, enalteciendo y dando gloria al Señor.]

Mi experiencia traduciendo poesía hebrea

En primer lugar, ha sido fascinante y extraordinariamente iluminante. Los salmos han saltado a la vida para mí como jamás lo habían hecho antes. Añadiría que la poesía es especialmente difícil de traducir, porque con inmensa economía de palabras, los poetas dibujan en pocos renglones todo un mundo de sentimientos.

A veces he preferido traducir frases y versos enteros de una forma más o menos mecánica, dejando que nos choquen con todo su exotismo como algo extraño, extranjero, hondamente diferente a cómo pensamos nosotros, los españoles urbanos del siglo XXI. Otras veces he optado por expresiones mucho más «nuestras», intentando reproducir el estado de ánimo que pretendían infundir las palabras originales.

Como el tiempo de la acción de los verbos no es lo importante en los verbos hebreos, he experimentado muchas veces probando cómo suena la acción descrita por los salmos en el presente, el pasado y el futuro, hasta dar con un efecto que me parecía apropiado. Si se compara con otras traducciones, sin embargo, se verá que muchas veces pondrán la acción en otro tiempo que yo; y que comparando entre ellas, tampoco se ponen de acuerdo entre sí.

La interpretación: elemento indispensable de toda lectura

Todo acto de comunicación humana exige, paralelamente, un acto de interpretación.

El otro día le dije a mi esposa: «Necesitamos…» no me acuerdo qué cosa que había que comprar. Ella me respondió: «Vale, porque Rubén me ha pedido presupuesto de cosas que necesitamos para eventos». Como no entendí, empecé a pedirle explicaciones y poco a poco fui comprendiendo la lógica de su respuesta. Primero descubrí que entre los diversos «Rubén» que conocemos, se estaba refiriendo al tesorero de la iglesia. Como estamos a fin de año, ese Rubén quiere saber qué meter en el presupuesto que tiene que aprobar la asamblea de la iglesia en enero. Connie es la responsable de organizar algunos eventos especiales y festividades. Para saber cuánto piensa que va a gastar en eso, tiene que ir a Carrefour y ver los precios. Cuando está en Carrefour, de paso, nos va a comprar eso que yo había dicho que necesitamos. Ella se estaba expresando con claridad. Pero yo no supe entenderla. No supe interpretar correctamente sus palabras.

No hay comunicación sin interpretación. Las palabras solas no valen nunca. Detrás de las palabras hay todo un mundo de cosas que no se dicen, porque se sobreentienden. Cuando los cerebros funcionan de diferente manera —como es habitual en un matrimonio— la comunicación se frustra. Cuando intentan entenderse una persona de campo y otra de ciudad, tendrán que explicarse mucho más que cuando hablan dos personas de un mismo entorno. Y no siempre se interpretará correctamente lo que se ha querido decir.

Para la comprensión, entonces, siempre es tanto y tal vez mucho más importante, lo que no se dice (porque se sobreentiende) que lo que sí. Mientras quien se expresa y quien procura entender sobreentiendan las mismas cosas, la comunicación funciona a las mil maravillas. Pero cuando no se sobreentienden las mismas cosas, se acumulan los errores y hasta la incomprensión total. En el matrimonio y también en la lectura de los Salmos.

Cuando un español del siglo XXI d.C. lee —aunque sea en hebreo— lo que puso un salmista de varios siglos a.C., una persona que jamás pudo imaginar el mundo en que vivimos nosotros y las presuposiciones sobre la vida y la existencia y nuestro entorno material y social, la exigencia de interpretación es mayúscula. Es posible que me esté enterando. También es posible que esté interpretando mal adónde han querido ir a parar esas palabras, aunque entienda el sentido de cada una de ellas. (Como puedo entender cada una de las palabras de mi esposa, y sin embargo no enterarme de lo que me está diciendo.)

Porque el salmista siempre ha dejado sin decir, infinidad de cosas más que las que sí ha escrito en el salmo.

Ninguna traducción de los Salmos —desde luego no las mías— puede ser nunca «neutral», entonces. Toda traducción va a ser ante todo una interpretación. A la vez que traducción de las palabras, será forzosamente una traducción de los pensamientos de una persona de la edad de hierro en el Medio Oriente, hace miles de años, a los pensamientos de una persona urbana occidental y moderna. Hay un abismo inmenso entre el salmista y yo. Tengo, por ejemplo, un modo de transporte personal capaz de llevarme a más de 100 km por hora —sin caballos— y llevo en el bolsillo un pequeño artilugio con el que puedo hablar con casi cualquier persona del planeta, con tan sólo pulsar una secuencia de 10-12 teclas. He hecho esfuerzos en el transcurso de estos últimos 45 años, por ir salvando ese abismo, mediante mis conocimientos y estudios. Pero no me hago ilusiones: Lo que ofrezco como traducción, es en realidad una interpretación muy personal.

Y esto es más o menos cierto respecto a cualquiera versión de la Biblia que se pueda emplear. La diferencia más importante no es el hecho de interpretación en sí, sino que en las Biblias impresas, al trabajar en comité y ponerse de acuerdo los diversos expertos, las excentricidades de interpretación personal tenderán siempre a desaparecer. Mientras que una traducción puramente personal, como las mías, puede por eso mismo resultar tan única como lo será siempre cualquier interpretación personal de las palabras.

Un impacto inolvidable

Alabanzas

Y sin embargo, a pesar de llegar hasta nosotros en otro idioma y mediante la interpretación de quienes nos los han traducido, los salmos nos afectan e impactan hondamente. Inciden maravillosamente en nuestra mente y sentimientos y espíritu y experiencia de Dios.

Tienen, hoy también, la capacidad de acercarnos a Dios, hacernos a nosotros también abrirnos a Dios y contarle cómo vivimos esta vida que él nos ha dado, así como hicieron en la antigüedad los salmistas.

 
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