Espejo

El espejo
por Antonio González

Cuando Mardoqueo se despertó, vio por vez primera su nariz. Tal vez la había visto muchas veces en su vida. Pero esta vez, aún medio dormido, pensó por vez primera que podía ver su nariz. En realidad, solamente la punta de su nariz, y un poco borrosa. Pensó que nunca había visto su nariz completa. Tampoco había visto sus ojos, ni su rostro, ni una buena parte de su cuerpo... Ahora se daba cuenta de que una gran parte de sí mismo solamente la había conocido mediante reflejos y palabras ajenas. Aunque era respetado entre los suyos, sabía tan poco de sí mismo...

Recordó aquella vez cuando, de muchacho, había visto por vez primera su rostro, pero sólo de un modo indirecto, en el reflejo del agua. Se había alejado del sucio puerto de Corinto, para adentrarse, monte arriba, hacia las corrientes cristalinas de los arroyos de la montaña. Allí, en algunos lugares, se formaban claros estanques donde había contemplado cuidadosamente su cara, tal como le había sucedido al Narciso de las fábulas paganas. Aunque en realidad solamente había visto un reflejo balbuciente de sí mismo.

Y claro, también estaba el espejo. Muy pocos en la ciudad podían presumir de un espejo como el suyo. Algunos parientes y amigos incluso venían a su casa a verse al espejo. Por medio de ese espejo sabía cuál era su cara, y podía mirarse a sus propios ojos, y saber verdaderamente quién era él, Mardoqueo, el respetado vendedor de lámparas de Corinto. El espejo era un tesoro.

Recordaba aquella vez, muchos años atrás, cuando siendo todavía un joven, había adquirido aquel espejo. Él y su prometida habían visitado aquella misteriosa tienda, propiedad de un extraño vendedor, al que nunca más había podido volver a encontrar. Cuando alguna vez buscó de nuevo su puesto de muebles, antigüedades y baratijas, no había sido capaz de localizarlo en el abigarrado mercado de la ciudad. Pero sin duda el mercader existió, y le vendió aquel espejo.

Era un tipo curioso. Su piel morena, como la de un etíope, en un rostro oriental, combinaba de modo extraño con un acento que parecía proceder de Iliria, o de Dacia, o de tierras del norte. Era como si en él se hubieran mezclado todas las naciones. Llevaba un sombrero y un abrigo gruesos y pesados, mientras le acompañaba por la tienda, tratando de venderle algo.

—¿Cómo te llamas? —le había preguntado.

Mardoqueo había dicho su nombre, para arrepentirse inmediatamente. También le preguntó la procedencia de su joven prometida, y Mardoqueo había tratado de no decir nada sobre ella, como tratando instintivamente de protegerla. Pero finalmente habían visto el espejo. Se vieron juntos en él, y Mardoqueo quedó extasiado. Él se pudo ver con una inusitada claridad, y también vio a su prometida. Aparecían jóvenes, felices, radiantes. El espejo adornaría su futura casa. Podrían verse en él todos los días de su futura vida. En él se verían sus hijos, y los hijos de sus hijos.

—El espejo te dirá siempre quién eres –le dijo el misterioso vendedor—. Muy pocos en Corinto pueden tener un espejo tan claro, tan limpio, tan exacto como éste. Ahora solamente puedo vender estos espejos. En el futuro, distribuiré espejos electrónicos, muy poderosos, en los que todos podrán buscar su verdadera identidad. Serán como “libros de caras”, facebooks. Ahora me tengo que contentar con vender estos simples espejos a los más ricos. Vivimos todavía en un mundo infantil e ingenuo...

Mardoqueo no entendió nada. Pero no pudo resistirse a comprar el magnífico espejo. Hizo llamar a sus criados para que lo llevaran a su casa, y muy ufano, junto con su prometida, se marchó caminando tras el gran espejo a través del mercado. De modo extraño, los reflejos del espejo le permitieron columbrar que el extraño mercader les seguía durante un trecho, aunque después lo perdió de vista.

Durante años, muchos años, el espejo le había dicho efectivamente quién era. A Mardoqueo el espejo le mostró su juventud, y su fuerza. El espejo también le mostró su progresivo envejecimiento. No sólo eso. También vio, muchas veces, algo que no le gustaba. El espejo le mostraba su alma. Había visto, en sus propios ojos, las maquinaciones, los odios, las traiciones que le fueron marcando a lo largo de los años. Ya no era tan agradable mirarse al espejo. Pero el espejo, indudablemente, le decía quién era.

¿O tal vez no? Aquel día, cuando despertó, se dio cuenta de que nunca había visto directamente su propio rostro. Solamente la punta de su nariz. ¿Y si aquel espejo no le hubiera dicho toda la verdad? Era un extraño espejo. A veces, sentía que la presencia del extraño vendedor nunca lo había abandonado, sino que se mantenía como un reflejo lúgubre en sus esquinas.

Desayunó solo, y salió a pasear. Mardoqueo fue a buscar al grupo de nazarenos con los que se reunía discretamente. Llegó al mercado, al puesto de tejidos, y pasó a la trastienda. Allí un artesano especializado en telas, un tal Saulo, había iniciado las reuniones hacía ya un tiempo. Algunas de sus cartas eran conservadas con cuidado por los discípulos. Cuando Mardoqueo llegó estaban leyendo una de ellas.

—«Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido» (1 Co 13,12).

Imagen

Mardoqueo pensó que tal vez el espejo le había mentido todos estos años. O, al menos, solamente le había dicho una parte de la verdad. Desde que había aceptado el señorío del Mesías, sabía que había algo distinto en él, aunque no lo pudiera ver, ni siquiera sentir. Es cierto que, en sus primeros años como creyente, había sentido un gran gozo. Pero ese gozo parecía haber disminuido. El espejo de su casa le hablaba de vejez, y de muerte. Sus alma, reflejada en el espejo, parecía estar atravesada por recuerdos amargos, que habían echado profundas raíces en ella.

Mardoqueo se puso en pie, y le hizo una pregunta al hermano Johannan, que dirigía la reunión.

—¿Veremos cara a cara? —le preguntó—. ¿A quién veremos? —A Mardoqueo le costaba comprender.

—El hermano Saulo dice que veremos al Mesías —respondió Johannan—. Y que, al ver al Mesías, conoceremos quienes somos realmente—. El hermano Johannan hablaba con una gran paz. —No dice lo que vamos a ser, sino lo que ya somos. Conoceremos tal y como ya fuimos conocidos.

Una lámpara se iba iluminando en la mente de Mardoqueo.

—¿Eso quiere decir que ahora ya somos tal como es el Mesías?

—Sí, exactamente eso quiere decir —le contestó Johannan—. «Pues como él es, así somos nosotros en el mundo» (1 Jn 4,17). Sé que esto te parece extraño, Mardoqueo. Tu cuerpo y tu alma parecen los mismos. Pero tu espíritu ha sido vivificado y sellado para siempre por el Espíritu del Mesías. Eres una criatura totalmente nueva. Tu justicia es la justicia del Mesías, como decía el hermano Saulo (2 Co 5,21). Eso es lo que va transformando todo tu ser.

Cuando acabó la reunión, Mardoqueo regresó pensativo a casa. Ahora entendía mejor lo que había sucedido cuando conoció al Mesías, y le recibió en su vida. En realidad, él, Mardoqueo, había sido conocido por el Mesías Jesús, en manera tal, que el mismo Espíritu del Mesías había dado vida a su espíritu, convirtiéndolo en una copia del mismo Mesías.

—Lo veré cara a cara... —pensó para sí.

Mardoqueo ahora se sentía más libre, más ligero.

Cuando llegó a casa, todos los suyos parecían muy preocupados. El viejo espejo se había caído, y se había partido en mil pedazos. Pero Mardoqueo ya no lo necesitaba. Ahora sabía dónde tenía su espejo.