Creación

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Antonio González

   

En un cartel informativo en el MEH, Burgos, pone:

     Durante la Edad Media, los fósiles eran considerados como curiosos juegos de la naturaleza (ludus naturae): en el interior de la Tierra existía una fuerza misteriosa que originaba esas piedras con formas de animales y plantas. En la Biblia, la biodiversidad de animales y plantas se basa en especies fijas y estables desde la creación. Fue en el siglo XVII cuando los fósiles empezaron a ser vistos como restos de animales y plantas extinguidos durante el diluvio universal, subrayando así su origen biológico. Dentro de este marco teórico comenzaron a realizarse los primeros tratados de Paleontología, entre los cuales Aparato para la historia natural española, de José Torrubia. En esos momentos se estimaba que la historia tenía tan sólo 4.004 años.

 

En el Museo de la Evolución Humana, en Burgos, uno de los carteles informativos sostiene que «en la Biblia, la biodiversidad de animales y plantas se basa en especies fijas y estables desde la creación». El cartel continúa informando sobre el progreso posterior en la historia de las ciencias, en dirección hacia la formulación de la teoría moderna de la evolución.

No deja de ser notoria esta afirmación, realizada en un contexto en el que se pretende divulgar la ciencia. Porque no parece muy científico afirmar que la Biblia afirma tal cosa sobre las especies. La idea misma de que las especies son fijas o estables, o no lo son, no parece ser un tema de la Escritura. De hecho, en la historia intelectual de occidente, la idea de que las especies son fijas proviene sobre todo de la influencia de Platón y Aristóteles. Aristóteles fue sin duda el más grande de los biólogos de la antigüedad, como el mismo Darwin reconocía. Sin embargo, un aspecto decisivo de sus investigaciones consistió en considerar, de un modo más bien empírico, cómo los seres vivos mantenían un mismo esquema, que se trasmitía de padres a hijos. De hecho, la misma idea de «especie», tal como existió ya en el pensamiento filosófico y biológico de los antiguos, fue en gran parte el fruto de las investigaciones y de las reflexiones de Aristóteles. Precisamente porque fue su gran contribución al pensamiento biológico, Aristóteles subrayó el carácter fijo y estable de las especies, oponiéndose a otros pensadores que, ya en el mundo antiguo, sostuvieron consideraciones más bien evolutivas.

Sin embargo, la Biblia, en sus diferentes escritos, es ajena a estas reflexiones sobre si las especies tienen un carácter fijo y estable. Habría que decir que incluso la idea misma de especie, en el sentido filosófico y biológico que le dieron los griegos, no aparece en el pensamiento bíblico. Y no es por tanto nada científico decir, en un museo de la evolución, dedicado a la instrucción de las masas, que la Biblia sostiene las ideas de Aristóteles. Más bien habría que decir que, durante siglos, e incluso hasta el día de hoy, muchas personas, incluyendo cristianos, leyeron la Biblia con los lentes que les daba su cultura. Y esos lentes incluían las ideas de Aristóteles sobre el carácter fijo y estable de las especies.

Lo que sí cabe pensar es que esos cristianos, que leyeron la Escritura con los lentes de Aristóteles, tal vez han tenido una gran responsabilidad en llevar a las personas, incluyendo a los administradores de los museos, a pensar a su manera. Es bastante difícil, al menos dado el estado actual de las ciencias, y dado lo que hoy conocemos sobre la cronología genética, que estos cristianos vayan a convencer a los científicos, y a los administradores de museos, sobre la inexistencia de una evolución biológica. Pero sin duda han obtenido una especie de victoria pírrica, consistente en convencer a muchos de que la Biblia se opone a cualquier idea de que las especies no sean fijas o estables.

¿Por qué habría de hacerlo? Ciertamente, el relato del Génesis no pretende hablar de ciencia biológica, ni a la altura del tiempo de Aristóteles, ni a la altura de la ciencia actual. El relato del génesis quiere mostrarnos otras cosas mucho más importantes. Lo que quiere subrayar es, ante todo, que todas las cosas son criaturas, porque provienen de un único Dios. Y que, por tanto, las cosas no son dioses, sino meras realidades creadas por Dios. No sólo eso. El ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y por tanto está llamado a una relación personal con ese Dios. Y esto significa que el ser humano no fue creado para estar sometido a las cosas, ni siquiera a las que son fruto de sus acciones (el árbol de los frutos del bien y del mal). Las cosas, lejos de ser dioses, son criaturas, creadas por Dios para servir al ser humano. El sol y la luna, y otras «lumbreras» en los cielos, en lugar de ser señores del ser humano (una idea que se mantiene en multitud de banderas actuales), son meras lámparas al servicio de la humanidad. El ser humano ha sido creado para la libertad. Una libertad radical, incluso frente a Dios.

Otras muchas cosas más se pueden aprender de los maravillosos primeros capítulos del Génesis. Pero difícilmente se puede esperar que ese libro nos dé lecciones de biología moderna. Es verdad que muchos cristianos se pueden a veces ver detenidos ante los siete días de la creación. ¿No indica ese número de días que todo fue creado de una vez, y que no hay tiempo para largos períodos evolutivos? Sin embargo, todos sabemos que, en el lenguaje bíblico, a veces los números tienen un alto sentido simbólico. Siete indica perfección. Y para Dios, como dice el salmo, mil años pueden ser como un día… (Sal 90,4). Hasta en algo que podría ser tan preciso como la crónica de la pascua, la Escritura no quiere evitar la simbología numérica de los días: entre la muerte y la resurrección no llegaron a pasar tres días completos, cronológicamente hablando…

  El asunto decisivo está en un lugar distinto. Aquello a lo que la Escritura quiere responder, es a una cuestión muy distinta de la del mecanismo evolutivo. Una cuestión a la que la ciencia nunca podrá responder, que es la pregunta de por qué han surgido, no esta o aquella cosa, no esta o aquella especie, sino por qué han surgido todas las cosas. A esto, la ciencia no puede responder.

En la actualidad, muchos de los que se oponen a la idea de una evolución biológica ya no mantienen la idea de una literalidad cronológica de los siete días. Todo el movimiento del «diseño inteligente», hoy dominante entre los cristianos conservadores, admite tiempos muchísimo más largos, en consonancia con los datos de la ciencia. No obstante, el movimiento insiste en que Dios tuvo que intervenir en algunos pasos decisivos, que la ciencia no puede explicar. Y, ciertamente, es todavía mucho lo que la ciencia ignora. Incluso el origen mismo de la vida sigue sin una explicación definitiva y detallada, por mucho que se haya avanzado en esa dirección. Sin embargo, también aquí es importante ser inteligentes. Lo que sucede con muchísima frecuencia cuando se señala a la ciencia aquello que no puede explicar, es que la ciencia se esforzará en averiguarlo y, cuando lo hace, esto, más que incentivar la fe, lo que hace es descorazonar a los creyentes.

El asunto decisivo está en un lugar distinto. Aquello a lo que la Escritura quiere responder, es a una cuestión muy distinta de la del mecanismo evolutivo. Una cuestión a la que la ciencia nunca podrá responder, que es la pregunta de por qué han surgido, no esta o aquella cosa, no esta o aquella especie, sino por qué han surgido todas las cosas. A esto, la ciencia no puede responder. Incluso cuando la ciencia dice que las leyes de la naturaleza pueden explicar el origen del universo, dejan siempre en el aire la pregunta sobre el origen de las leyes de la naturaleza. La pregunta por el origen de todas las cosas (incluyendo las leyes naturales) deja al pensamiento racional sin ninguna «cosa» que pueda explicarlo todo. Ahí la razón tiene que reconocer el misterio último de todas las cosas, al que la revelación de Dios ha querido responder.

Respecto a los mecanismos concretos de la creación, no es ningún problema saber lo que sabemos, y no hay que temer saber más. Por ejemplo, cada uno de nosotros puede saber con gran exactitud, y con precisión científica, cómo fue engendrado por sus padres, y todos los pasos que esto requiere desde un punto de vista biológico. Sabemos mucho sobre este proceso. Y eso no obsta, en modo alguno, para que cada uno de nosotros pueda decir al mismo tiempo que es criatura de Dios. Somos criaturas, también individualmente formados. Fuimos creados por Dios, también como individuos, y Dios tiene para nosotros un plan desde toda la eternidad. «Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para hacer las buenas obras que Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef 2,10).

Este mismo principio, que se aplica a la génesis individual de cada uno de nosotros, se puede aplicar a toda la creación. De hecho, siempre me ha llamado la atención que aquellos que piensan que la Biblia habla, como Aristóteles, sobre especies fijas, ya sean cristianos fundamentalistas o administradores de museos, parecen no haber leído algunos pasajes decisivos. En el primer capítulo del Génesis, por tres veces seguidas, Dios parece darle a la tierra y a las aguas una orden muy clara: producir hierba, plantas que den semilla, árboles frutales que den fruto según su especie, seres vivientes en las aguas, seres vivientes en la tierra, ganado, reptiles, etc. (Génesis 1,11.20.24). Y bien, hay que suponer que, si Dios da repetidamente esta orden a la tierra y a las aguas, es porque la tierra y las aguas tenían el poder de hacerlo, porque Dios se lo había dado. Mucha sabiduría y poder se requiere para dar tal poder a otros… No tendría mucho sentido pedir a la tierra y a las aguas algo que no podían hacer. El modo concreto en que lo hicieron es algo distinto: es justamente la cuestión de la que tratan las ciencias, no la Escritura.