La elección de Matías como uno de los Doce.
Iglesia de St Mor and St Deiniol, Llanfor, Gwynedd, Gales.

Entre Semana Santa y Pentecostés
Dionisio Byler

Cuarenta días —según Lucas en el libro de Hechos— se quedó Jesús entre sus discípulos después de resucitar. Después ascendió al cielo y los dejó con la promesa del Espíritu Santo, que tardó otros diez días en ser derramado sobre ellos. A todas luces una etapa de transición, un ínterin, un tiempo aparentemente perdido, entre una cosa importante y otra. Jesús ha resucitado pero ya ni aparece en público ni hace milagros ni sorprende con enseñanzas nuevas —y al final hasta se va.

En cuanto al Espíritu, paradójicamente, en su primer reencuentro con los discípulos Jesús ha soplado sobre ellos y les ha dicho: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22) —pero sus últimas palabras de despedida indican que falta todavía un derramamiento adicional que los transforme en testigos por todo el mundo (Hch 1,8). Así que en esto también están en transición: el Espíritu ya está, pero todavía falta el evento singular de Pentecostés.

Esta etapa —entre Semana Santa y Pentecostés— es típica del transcurso de la mayoría de nuestras vidas. Hay momentos señalados, auténticos hitos en el transcurso de la vida, ya sea la vida personal o la vida de entidades como el estado o la iglesia o cualquier organización. Pero son infrecuentes. Normalmente nos encontramos entre una cosa significante y otra. Esto es verdad en la vida personal y es verdad en la vida institucional. Como la gran mayoría de nuestra existencia transcurre en este lugar, entre una cosa excepcional y la siguiente, sería engañoso calificarlo de poco importante. Si la gran mayoría de nuestra vida transcurre entre un hito y otro, va a resultar que esa es la situación más importante.

El libro de Apocalipsis es otro buen ejemplo de ello. Las siete iglesias destinatarias del Apocalipsis no parecen estar en un momento especialmente señalado. Ya han recibido el anuncio del evangelio. Jesús ha muerto y resucitado y ascendido al cielo, pero la Jerusalén celestial todavía no ha descendido para instalarse en la tierra. El tiempo en que viven no parece ser especialmente de crisis ni de persecución aguda ni de grandes decisiones. Pero es decisivo. «Al que venciere» en este período intermedio, el Señor promete grandes recompensas. ¿Y qué viene a ser «vencer»? Es sencillamente mantenerse fieles y constantes en fe, vida y conducta, conforme al ejemplo de Cristo y la esperanza en su regreso.

¿Qué hicieron los seguidores de Jesús entre Semana Santa y Pentecostés?

Mientras Jesús permaneció con ellos, parece ser que se dedicaron a repasar sus enseñanzas sobre la naturaleza del reinado de Dios (Hch 1,3). No parece que el contenido de estas enseñanzas fuera ahora algo nuevo o diferente —de lo contrario es difícil entender que esa presunta doctrina nueva no constara aquí, a manera de unos cuantos capítulos iniciales de Hechos. Como se ha podido despachar esto con una sola frase, «hablando de lo del reinado de Dios», hay que suponer que estaban repasando la lección.

Esto puede ser que sea más importante que lo que parece. Hay dos pistas al respecto: En primer lugar, la conducta y las actitudes de los discípulos cuando el arresto de Jesús tal vez evidenciaran que aunque habían oído bien la teoría, en la práctica, en el momento de crisis y prueba, la enseñanza sobre la naturaleza del reinado de Dios se les atragantó. (Jesús dijo a Pilato: «Si mi reino fuera de este mundo, mis discípulos habrían peleado para que yo no fuera apresado»; pero ellos se habían armado, y Pedro desenvainó y empezó a pelear hasta que el Señor le reprendió.) En segundo lugar, la pregunta «inocente» que le hacen («Señor, si ahora vas a restablecer la independencia de Israel», Hch 1,6), parecería indicar que no es solamente la práctica, sino la propia esencia y teoría del reinado de Dios lo que necesitaban consolidar.

Tal vez guardara especial relación con esto el énfasis que hacen los evangelios y el libro de Hechos, en los pocos renglones que dedican a las palabras de Jesús después de resucitado, al tema del Espíritu Santo. Jesús ya había reñido a algunos de sus discípulos, cuando quisieron invocar fuego del cielo para castigar a una población donde no quisieron recibir a Jesús, de no saber «de qué espíritu sois». El espíritu de Cristo es lo absolutamente contrario a cualquier impulso de pelear, matar, castigar por la fuerza y con violencia. Uno puede tener la cabeza llena de «sana doctrina» y el corazón lleno de fe en Dios para hacer milagros y prodigios, pero faltarle todavía lo más esencial: el espíritu de Cristo, que no es otro que el Espíritu Santo, que es lo que llevó a Cristo a entregar su propia vida en lugar de tomar la vida ajena. Es el Espíritu Santo lo que nos torna parecidos a Cristo, hermanos suyos e hijos de Dios, con actitudes y conductas y amor al prójimo como lo que movía a Jesús.

Sin tener estas cosas claras, un derramamiento de poder sobrenatural en Pentecostés no habría podido tener nunca el efecto de transformar a estos discípulos de verdad en testigos de Jesús hasta lo último de la tierra. Podría haberlos transformado en gurús poderosos, en magos milagreros y profetas de misterios ocultos. Pero no en testigos veraces de Jesús, cuyo testimonio llevara a la gente a comprender en su fuero íntimo la nueva realidad que ha descendido a la humanidad en la persona de este humilde rabino de Galilea desechado por los líderes judíos y crucificado por el Imperio Romano. Poder de lo alto, pero sin una comprensión cabal de la naturaleza del reinado de Dios, lo único que habría producido era una nueva secta peligrosa, engañosa y perjudicial para la humanidad.

En estos tiempos de intermedio, entonces, el tiempo «perdido» entre una cosa sobresaliente y la siguiente —como entre Semana Santa y Pentecostés—, nada mejor que dedicarse a repasar con Jesús todo lo tocante al reinado de Dios. Qué es, cómo se produce (voluntariamente en el corazón humano y no por imposición), cuál su forma de operar. El reinado de Dios en Cristo, con todo su radicalismo, toda su novedad revolucionaria, que lo trastoca todo, lo pone todo patas arriba. El reinado de Dios, donde la humildad es valorada y el orgullo y la altivez son pecado. El reinado de Dios, donde la riqueza corrompe y los bienes se reparten. Donde el perdón es virtud y la «pureza» queda en evidencia como intolerancia. Donde es preferible la amistad de las prostitutas y los colaboracionistas con el imperio, que cenar en casa de los maestros de la ley divina.

Todo esto es fácil que entre por un oído y salga por el otro. Como los discípulos con Jesús resucitado durante cuarenta días, en este tiempo entre medias de los grandes hitos, bien haremos si nos dedicamos a repasar e interiorizar los principios del reinado de Dios. Esos principios, consolidados en la mente y el corazón, harán que el derramamiento del Espíritu en nuestras vidas nos haga auténticos testigos de Jesús. Harán que nuestro testimonio —aunque con poder sobrenatural— no falsifique las cosas.

Otra cosa que hicieron entre Semana Santa y Pentecostés fue organizarse, reforzar sus estructuras, ordenar un relevo necesario en las autoridades del movimiento. Faltaba un apóstol para completar el número con la vacante dejada por el suicidio de Judas, y escogieron a Matías.

Hay quien opina que se apresuraron; que el propio Espíritu Santo tenía escogido a Pablo para esa función. Pero a mí me parece que una cosa no está reñida con la otra. El Espíritu puede, naturalmente, improvisar cosas nuevas, levantar apóstoles en lugares inesperados. Pero entre tanto es perfectamente legítimo y correcto organizarnos como movimiento de Jesús, de maneras razonables.

La elección de Matías se hizo con oración y atentos a la soberanía y guía del Señor. Ojalá todas las responsabilidades en la iglesia nos cayeran del cielo como don sobrenatural. La realidad es que Dios no ha escogido hacer así las cosas. Las más de las veces vamos a tener que escoger nuestros líderes por medios más «humanos» —si bien siempre en espíritu de oración y atentos a la guía del Señor, como en este caso. Esto no es menos «espiritual» que la aparición de Pablo en escena. Y en los períodos de intermedio, «entre Semana Santa y Pentecostés», el relevo en las autoridades siempre tenderá a ser muy poco dramático.

Y por último, pero con el principio de que lo último no es necesariamente lo menos importante, me llama la atención poderosamente la cuestión de la oración; esos ciento veinte discípulos del Señor que se reunieron regular y habitualmente a lo largo de esos cincuenta días, para orar. Los tiempos intermedios, «entre Semana Santa y Pentecostés», tienen que ser tiempos de oración. Tiempos dedicados a clamar al Señor con nuestras peticiones, alabar al Señor con cánticos, aleluyas y acción de gracias, bendecir su Nombre, interceder por terceros… Oración. Sin esos hábitos de oración, cabe imaginar que en lugar de cincuenta días el derramamiento del Espíritu podría haber tardado mucho más… o no haber llegado nunca.