Catacumba
En los primeros siglos, los cristianos de Roma se reunían clandestinamente en las catacumbas —excavaciones subterráneas para la sepultura de los muertos.

La conversión al cristianismo en los primeros siglos [1]
por Alan Kreider

Para los que se interesaban en la fe cristiana, la conversión suponía llegar a ser la clase de persona que fuera apta para pertenecer a una comunidad caracterizada por la compasión. Esto no podía suceder rápidamente. Solamente se conseguía cuando los candidatos se sometían a un proceso de «resocialización», donde su nueva comunidad supervisaba la transformación de sus creencias, su sentido de pertenencia, y su manera de comportarse. Ya no vivirían según los valores de la sociedad dominante. Un proceso de examen, instrucción y ritual rehabilitaba a los candidatos para su conversión, generando en ellos reflejos nuevos para el estilo de vida propio de una comunidad alternativa.

Cómo exactamente se conseguía esto tiene que haber variado bastante entre una comunidad cristiana y otra. Pero por los documentos que tenemos del norte de África y de Palestina, así como la célebre y enigmática Tradición apostólica, que se atribuye generalmente a Hipólito, nos enteramos del camino seguido en la conversión. En su forma plenamente desarrollada ya en el siglo IV, normalmente incluía cuatro etapas.

En la 1ª etapa, la de evangelización, el contacto entre los cristianos y el creyente en potencia era informal y dependía de la experiencia particular de la persona. Esta etapa concluía cuando los que se sentían atraídos por el cristianismo se dirigían a los líderes de la iglesia para solicitar instrucción.

Si los líderes, habiendo examinado a los candidatos, los aprobaban, entonces eran admitidos a la 2ª etapa, el catecumenado. Ahora los candidatos, habiendo dejado atrás sus antiguos valores y solidaridades, se comprometían al camino de conversión. Como catecúmenos, los candidatos ya no se consideraban paganos, pero tampoco eran todavía miembros de la comunidad cristiana. Varias veces a la semana recibían instrucción que contribuyera al proceso de conversión. La enseñanza parece haberse concentrado en dar forma nueva a la conducta del convertido.

Cuando la conducta del candidato se juzgaba suficientemente cambiada, él o ella era admitida a la 3ª etapa —la iluminación— que se centraba más en las creencias. En esta etapa los catequistas se ocupaban de impartir a sus candidatos una enseñanza ortodoxa. Los candidatos también recibían exorcismos y otras formas de preparación espiritual que culminarían en los ritos bautismales con que los catecúmenos «nacían en el agua».

Es en este punto cuando por fin experimentaban lo que era pertenecer como miembros plenos de la comunidad cristiana. Ahora podían participar en las oraciones de la comunidad y en la eucaristía. En el siglo IV se añadió una 4ª etapa —la iniciación en los misterios— donde los catequistas, la semana después de Pascua de Resurrección, explicaban el significado de los ritos (bautismo y eucaristía), y de la experiencia en que los creyentes nuevos empezaban a participar.


Bautisterio
Bautisterio de los primeros siglos del cristianismo, en el Neguev (Israel). La persona que se bautizaba descendía por los escalones de un lado y salía por los del otro. El espacio del salón era limitado, los testigos muy pocos y la luz tenue, por la desnudez necesaria para este baño cristiano de purificación ritual.


La conversión en la Tradición apostólica

La fuente más antigua que nos detalla este proceso es la Tradición apostólica que, al parecer, explica las prácticas de diferentes iglesias en el siglo III. Según este documento, la persona que por motivos de amistad —como era característico en la informalidad de la 1ª etapa— había decidido adherirse a la comunidad cristiana, se dirigía a un amigo o promotor, que una mañana cualquiera lo acompañaba a conocer a los maestros cristianos antes de una de las sesiones catequísticas habituales. En este primer encuentro o «escrutinio», que era necesario para pasar a la 2ª etapa, los maestros no recibían con brazos abiertos a los candidatos en potencia. Al contrario, preguntaban insistentemente, tanto a la persona que los promovía como al propio candidato en potencia, acerca del rango social, la ocupación y la conducta del candidato.

El interés esencial de los catequistas aquí era determinar si los candidatos eran de verdad «capaces de oír la palabra». ¿Vivían de tal manera que les permitiera entender las enseñanzas de la iglesia? ¿Cuál era el estado matrimonial del candidato? Si los candidatos eran esclavos, ¿qué opinaban sus amos? ¿Tenían los candidatos alguna profesión que les exigiera conductas que repudiaba la iglesia —idolatría, astrología, matar, promiscuidad sexual? Si ese era el caso, «sea tal persona rechazada». Si la persona se encontraba en una profesión difícil, como el servicio militar, podían ser admitidos al rango de catecúmenos solamente si prometían no matar. Si un soldado derramaba sangre o si un catecúmeno se alistaba a las legiones, «sea el mismo rechazado».

Esto nos puede parecer excesivamente severo y legalista hoy; tal vez hasta perverso. ¿Cómo podía la comunidad desinteresarse de miembros en potencia porque no vivieran conforme a las normas del grupo ya antes de recibir instrucción? Pero los catequistas cristianos tempranos estaban procurando, no tanto impartir conceptos, como cultivar comunidades cuyos valores fueran marcadamente diferentes a los de la sociedad convencional. Los líderes cristianos tenían asumido que la gente no es que emprenda una vida nueva gracias a recibir ideas nuevas; viven de tal manera que condiciona su manera de pensar. La socialización y la profesión y los compromisos vitales previos de los candidatos, iban a determinar si eran capaces de recibir lo que la comunidad cristiana consideraba ser buenas noticias.

Habiendo pasado el primer escrutinio y ser aceptados para recibir instrucción, los catecúmenos abordaban la 2ª etapa del camino de la conversión. Pronto por la mañana varias veces a la semana, los candidatos —acompañados a veces por sus promotores— se reunían para «oír la palabra». Cuando el maestro terminaba la lección, los catecúmenos y creyentes se dividían en grupos por separado. Mientras los creyentes oraban y se intercambiaban «la paz», los catecúmenos oraban aparte sin darse la paz («… por cuanto el beso de los tales todavía no es santo»). Entonces, habiendo el maestro impuesto las manos sobre cada uno de ellos con oración, salían cada cual a su trabajo.


Ignacio  

Martirio de Ignacio de Antioquía, 111 d.C.

«Hasta el año 312 el cristianismo estuvo catalogado como superstición ilícita, y todo cristiano era un candidato a la muerte».

Grabado de Jan Luyken, 1698.


Este régimen de catequesis diaria se podía prolongar lo que a nosotros nos puede parecer un tiempo muy largo. La versión sahídica (copta) de la Tradición apostólica (que data del siglo III) pone que podía durar tres años; según la versión hispánica de principios del siglo IV, el catecumenado podía durar cinco años. En cualquier caso lo que importaba no era la duración sino la propia conversión, de tal suerte que el catecumenado podía ser mucho más breve: «Si alguien pone mucho esmero y persevera, no debe considerarse el tiempo transcurrido sino solamente su conducta» (Trad Ap 17).

La Tradición apostólica nos defrauda por lo poco que cuenta acerca de los contenidos del catequismo. Deja claro que el ejemplo de los miembros de la iglesia, entre ellos los promotores, era esencial para guiar la conducta de los catecúmenos. Cuando los miembros estimulaban la conducta de los catecúmenos, las enseñanzas de Jesús tienen que haber sido esenciales, por cuanto «tenéis siempre a Cristo en la memoria» (Trad Ap 41). El interés del escrutinio —el examen en que culminaba el catecumenado— tenía que ver con cuestiones prácticas; y esto seguramente indica qué es lo que los catequistas intentaban enseñar. Con el ejemplo y con la instrucción, los catequistas estaban dedicados a reformar la conducta de los candidatos. Y el éxito de esa reforma iba a determinar si los candidatos podían avanzar en el camino de la conversión. Cuando los candidatos y sus promotores estaban de acuerdo de que ya estaban viviendo como cristianos, entonces se presentaban juntos ante los líderes de la comunidad para pasar un segundo escrutinio, que en esta ocasión tenía que ver con la conducta y el estilo de vida:

¿Han vivido vidas buenas cuando fueron catecúmenos? ¿Han honrado a las viudas? ¿Han visitado a los enfermos? ¿Han hecho todo tipo de buena obra? (Trad Ap 20).

Si los promotores podían indicar que los candidatos en efecto habían estado viviendo conforme a los valores y las prioridades de la comunidad cristiana, entonces podían pasar a la 3ª etapa de su camino. Como lo expresa la Tradición apostólica: «Que oigan ahora el evangelio».

A partir de ahora, en las últimas semanas antes del bautismo, los candidatos asistían a diario al catecismo. La Tradición apostólica no especifica qué es «el evangelio», lo cual hoy puede generar algo de desconcierto. Tal vez con esto se esté indicando el proceso por el que los catequistas instruían a los catecúmenos sobre las creencias de la iglesia, la cuales empezaban a cuajar en formas incipientes de los credos —como «reglas de fe» locales— y les advertían del peligro que encerraban las diferentes herejías. Durante este tiempo es posible que los catecúmenos conocieran por primera vez el Padrenuestro. También recibían cada día un exorcismo. Al acercarse su bautismo, el obispo sometía a cada candidato a un tercer y último escrutinio. Esta vez el escrutinio consistía en un exorcismo. El interés del obispo era asegurarse de que los candidatos estuvieran «puros» y fueran «capaces de oír la palabra de la fe», por cuanto «el Extraño» había quedado completamente desarraigado.

En caso afirmativo, los candidatos se acercaban a la culminación de esta 3ª etapa de su camino de conversión —los rituales purificadores de la vigilia de Pascua de Resurrección. El sábado el obispo convocaba a los candidatos para exorcizarlos por última vez y les soplaba en la cara. Entonces los candidatos eran desvestidos y ungidos. En ese estado de desnudez, su «socialización secular» quedaba despojada. Dejaban atrás la acumulación a lo largo de la vida de intereses, valores y lealtades seculares.  Renunciaban a Satanás y eran sumergidos tres veces en el agua, confesando su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. [Por esa desnudez, los hombres y las mujeres se bautizaban por separado; las mujeres eran bautizadas por diaconisas.] Al salir del agua eran vestidos. Entonces, por fin, «entraban a la iglesia».

El obispo los ungía y los sellaba con la señal de la cruz, a partir de lo cual los candidatos quedaban incorporados como hermanos y hermanas de esta familia nueva. Esta pertenencia les brindaba solidaridad. Entre los miembros de la iglesia podían hallar hermanos y hermanas en una familia nueva —esa vinculación primordial a la que pertenecer plenamente. También suponía para ellos un peligro: hasta el año 312 el cristianismo estuvo catalogado como superstición ilícita, y todo cristiano era un candidato a la muerte.

El ingreso de los candidatos nuevos todavía no era del todo completo. Ahora participarían por primera vez en las actividades «de la familia» como la oración regular y «el beso de la paz», y recibían la nutrición del pan, vino, leche y miel con su primera eucaristía.

Sus creencias, su sentido de pertenencia y su conducta, habían sufrido una transformación durante el largo camino de la conversión, y los catecúmenos eran a partir de ahora «cristianos». Eran neófitos (recién nacidos), bien es cierto, pero en cualquier caso miembros plenos de la iglesia cristiana. Como tales, en algunos lugares se acostumbraba que recibieran ahora instrucción privada del obispo acerca del sacramento que acababan de experimentar. Pero a partir de ahora el cometido principal que tenían era el de vivir como cristianos: debían «apresurarse a hacer buenas obras […] y conducirse rectamente, con celo por la iglesia, conduciéndose como han aprendido» (Trad Ap 21).


1. Alan Kreider, The Change of Conversion and the Origin of Christendom (Harrisburg, Pennsylvania: Trinity Press International, 1999, pp. 21-26. Traducido y ligeramente revisado por DB para El Mensajero.