Fruto prohibido

La promesa de la serpiente
por Antonio González

En el texto del Génesis sobre la «caída» de Adán y Eva, encontramos el famoso diálogo de Eva con la serpiente. Allí la serpiente insinúa que Dios ha engañado a sus criaturas: «Dios sabe que el día que comáis de él —el árbol que estaba en medio del jardín—, vuestros ojos serán abiertos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal» (Gn 3,5). El presunto engaño de Dios incluye una promesa: la promesa de que los ojos se abrirán, y conoceremos el bien y el mal. Podemos poner esta frase como una promesa presente, y futura, dirigida no sólo a Adán y Eva, sino también a nosotros. En definitiva, «Adán» significa el ser humano, todo ser humano, con independencia de diferencias de género y tiempo. Adán somos todos nosotros. La experiencia nos lo confirma cada vez que creemos a las criaturas, en lugar de creer al Creador.

La promesa de la serpiente es atractiva de un modo obvio: ¿A quién no le agradaría ser como Dios? Sin embargo, cuando se piensa en ser como Dios, muchas imágenes pueden venir a nuestra mente: el poder de Dios, la inmortalidad de Dios, la bondad de Dios, la inteligencia de Dios, la santidad de Dios, etc. Se podría pensar que no todo parece estar tan mal en parecerse a Dios. Jesús nos exhorta a ser perfectos, como el Padre lo es (Mt 5,48). Por otra parte, hay dimensiones en las que sin duda no podemos parecernos a Dios, por más que quisiéramos. No podemos ser, por ejemplo, creadores de universos. Ni tampoco parece que esa fuera la tentación de Adán y de Eva.

De hecho, las palabras de la serpiente hablan de una dirección concreta del «ser como Dios»: conocer el bien y el mal. Pareciera que la tentación va precisamente en una línea muy concreta. No es la línea de ser creadores, ni la línea de ser perfectos. Lo que la serpiente promete es conocimiento. Y esto no deja de ser digno de pensar. ¿Será que Dios no quiere que conozcamos? ¿Es su deseo mantenernos en la ignorancia? ¿Será que, desde el punto de vista de Dios, todo conocimiento está unido al orgullo humano?

No es fácil responder a esta pregunta.

Por una parte, Dios claramente nos ha dado la capacidad de conocer el universo, desvelando progresivamente sus misterios. ¿No es el conocimiento del mundo un motivo para alabar a Dios por todo lo que ha hecho, y por la hermosura de lo que ha hecho? Por otra parte, no cabe duda que, al conocer, fácilmente nos ensoberbecemos, y nos consideramos de alguna manera por encima de los demás, independientes de Dios.

En cualquier caso, el texto añade algo más. No habla del conocimiento en general, sino del conocimiento del bien y del mal. Podríamos decir entonces que tal vez el problema está en el conocimiento práctico. A veces se ha visto de esta manera el pecado de Adán y Eva. De lo que se trataría, en la promesa de la serpiente, es de poder decidir por nuestra cuenta qué es el bien y el mal, con independencia de los mandatos de Dios. A veces se habla del problema de la «moral autónoma», en la que el ser humano decidiría por sí mismo qué es bueno y qué es malo. Frente a eso, lo único que habría que hacer para llevar una vida moral sería cumplir con los mandamientos de Dios. No lo que uno piensa que está bien, sino lo que Dios ha ordenado.

Las cosas no son tan sencillas. En la carta a los Romanos se indica que los gentiles tienen la ley de Dios escrita en su corazón (Ro 2,14-15). El texto no habla de los judíos, sino de los que no conocen la Ley. Es decir, parece que el ser humano estaría capacitado por Dios para conocer sus mandatos de una manera autónoma, con independencia de su revelación. Frente a aquello que afirma Iván Karamázov en la famosa novela de Dostoyevsky, desde el punto de vista bíblico no se podría sostener que «si Dios no existe, todo está permitido». El ser humano podría conocer la ley de Dios, incluso si no conociera de la existencia de Dios. En realidad, a veces nos excusamos en el desconocimiento de nuestras obligaciones para no cumplirlas: «… es que no lo sabía».

Ahí es importante no olvidar la reprensión de Jesús: «¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra, ¿y cómo no sabéis interpretar este tiempo? ¿Por qué no juzgáis vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12,56-57).

Pero entonces, ¿dónde está el problema de la promesa de la serpiente? Tal vez lo primero que hay que decir es que estamos ante un engaño sutil y poderoso. El ser humano ya era semejante a Dios. Había sido creado a su imagen y semejanza (Gn 1,26). No tenía que hacer nada para ser imagen y semejanza de Dios, porque ya lo era. Tampoco tenía que hacer nada para conocer el bien y el mal, porque podía conocerlos, porque Dios había escrito la Ley en su corazón, mucho antes que esa Ley fuera proclamada en el Sinaí. De hecho, el árbol del conocimiento del bien y del mal no estaba oculto en el fondo de los mares (como el árbol de la vida en el mito sumerio de Gilgamesh), sino que Dios lo había situado a la vista de la humanidad, en medio del jardín.

De hecho, el ser humano, a imagen de Dios, está unido al Bien originario, que es Dios mismo, y que es el que declara la bondad de todas las cosas, porque son queridas por Él. La imagen de Dios, que dice lo que somos, nos capacita para conocer al Bien primero, y para discernir el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Pero entonces, ¿por qué esa catástrofe al comer de los frutos del árbol del conocimiento del bien y del mal?

Comer de ese árbol significa creer a la serpiente, en lugar del Creador. Significa mirar a las cosas, en lugar de mirar a nuestro origen. De hecho, al comer del árbol, olvidamos quiénes somos, y olvidamos el discernimiento que Dios nos ha dado, para pensar que nosotros mismos, o las criaturas mismas, somos el origen de lo que somos, y el origen de lo que sabemos. El comer del árbol significa una apropiación de algo que no es nuestro, sino que hemos recibido, y que en nuestra ingenuidad creemos que lo hemos conquistado. Comer del árbol es una especie de sueño, o de olvido, donde perdemos nuestro contacto primero con la Vida de Dios, y con sus dones. Comer del árbol significa renunciar al regalo de Dios, para convertirlo en nuestro logro, en nuestra fama, en nuestro mérito, en nuestro éxito.

Comer del árbol significa también querer comer de algo que nunca fue diseñado para ser nuestro alimento. Si el alimento simboliza aquello que sostiene nuestra vida, nuestra vida tendría que ser sustentada por Dios mismo, y no por nuestros méritos. Todos los árboles eran un regalo. Nuestro mismo ser, injertado en la vida de Dios, era un regalo. Al comer del árbol, decidimos vivir de aquello que no es regalo. Renunciamos a la gracia y preferimos los méritos. Nos justificamos a nosotros mismos.

No sólo eso. En definitiva, al comer del árbol creemos a la serpiente. Y al creerle, la convertimos en una especie de divinidad, porque le damos un poder que no es propio. Significativamente, la pequeña serpiente del Génesis aparece como un gran dragón en el Apocalipsis. El ser humano la hace crecer cuando le cree, porque así adquiere un enorme poder sobre nuestras vidas: principados, potestades, dominaciones, diría el Nuevo Testamento. Los poderes, todos los poderes, son realidades que crecen precisamente porque prometen que pueden garantizar que, si las obedecemos, nos irá bien. Se alimentan de nuestra credulidad, de nuestro miedo, de nuestra ignorancia de quiénes somos verdaderamente.

El salmo 51, como oración penitencial, pide que nos sustente un espíritu «generoso» (RVA) o «libre» (RV09) o «noble» (RV60) o «de poder» (LBLA). Todas esas traducciones de la palabra ndibah tienen algo de verdad. Se trata de que el Espíritu de Dios sustente nuestra vida, y no las cosas. Porque solamente sustentados por Dios, y no por los méritos de lo que hacemos ni por cualquier otra cosa, somos verdaderamente lo que somos, y sabemos verdaderamente lo que es bueno.