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apologética
— Rama o forma de la teología que se dedica a explicar razonablemente la fe cristiana, con la finalidad de persuadir a los que no creen. Para estos efectos, arranca a partir de aquello que la persona no creyente asiente que es cierto, procurando construir sus argumentos, paso a paso, de tal suerte que esa persona se vea obligada a reconocer que esto otro es cierto también.

Las primeras apologías de la fe cristiana se produjeron en el entorno judío, del que el cristianismo era a la sazón una variante novedosa. El reto era persuadir a los judíos «no mesiánicos» que Jesús es de verdad el Mesías anunciado por la Escritura. Los judíos y los cristianos lo tenían casi todo en común: una misma historia del pueblo de Dios desde Abrahán hasta el presente, un mismo Dios de Israel, unos mismos profetas y unas mismas profecías y demás Escrituras. Por consiguiente la argumentación se limita más o menos a repasar la historia de Jesús —incluso su muerte y resurrección y exaltación al cielo— con la coletilla de que: «Esto sucedió para que se cumpliera lo que anunció el profeta…»

En su expansión hacia el mundo pagano o «gentil», la apologética seguía contando con una inmensidad de cosas en común desde las que argumentar.

Ya no, desde luego, la rica y maravillosa historia de Israel y sus profetas en relación con Dios, pero sí muchas presuposiciones fundamentales acerca de la realidad. Como que existen seres invisibles que influyen sensiblemente en la vida de cada ser humano particular y en la vida política de las naciones y el desenlace de las guerras. También la presuposición de que en la vida influyen tanto o más las decisiones de estos seres invisibles, que ningunas leyes inamovibles de física, química o biología. Los cristianos y los paganos compartían una existencia donde nada era realmente imposible porque la razón de todo lo que sucede se encuentra en las decisiones y voluntad y capricho de dioses y hombres. Resucitar un hombre o ascender al cielo no eran conceptos imposibles de imaginar para el pagano; lo difícil era imaginar que quien resucitara o ascendiera a autoridad en el cielo no fuera un difunto emperador, sino un sedicioso crucificado por las legítimas autoridades.

Los apologetas cristianos, entonces, solamente necesitaban demostrar que era más razonable el monoteísmo que los mitos fantasiosos sobre los dioses paganos, con sus rivalidades, groseras inmoralidades sexuales, caprichos y defectos de carácter personal. Las dos variantes de fe monoteísta bíblica, la cristiana pero también la judía, consiguieron éxitos notables, ayudados en parte por ciertas coincidencias en dirección al monoteísmo en el pensamiento de los grandes filósofos de moda entre los paganos. Los cristianos gozaron tal vez de una ligera ventaja por cuanto no obligaban a circuncidarse ni a guardar un estricto régimen de alimentación; aunque por contrapartida, el monoteísmo de los cristianos parecía —y sigue pareciendo hasta hoy— menos coherente al reconocer como divino al Hijo, al hombre Jesús.

Me parece necesario imaginar, sin embargo, que entre los paganos como antes sin duda entre los judíos, lo que impulsaba las conversiones no era tanto la argumentación de los apologetas cristianos, como el deseo de dejarse persuadir, el deseo de poder creer que el cristianismo era la verdad por admirar la conducta intachable de los cristianos. Un deseo fomentado, tal vez, por haber experimentado la sanación de una enfermedad, una liberación de espíritus inmundos en el entorno familiar, o alguna otra cuestión de esta índole.

Hoy también, quien se deja persuadir por la argumentación razonada que defiende la idea de que Dios existe y que se ha dado a conocer por medio de la Biblia —y demás doctrinas cristianas— se convence más por su deseo de que sea cierto, que por el peso de nuestros argumentos. Se deja persuadir porque reconoce sus necesidades interiores o confiesa que con sus ideas presentes su vida carece de sentido. O porque ha experimentado o visto el poder restaurador de Dios en sanidades, liberación, etc., en su persona o en su entorno próximo.

La apología parte de la base de que quien no cree, es sin embargo capaz de reconocer la verdad cuando se le explica. Esto choca con la idea bíblica de que las mentes de los incrédulos están entenebrecidas, que el pecado y la rebeldía contra Dios ciegan el entendimiento. El caso es que al que no quiera creer, no hay argumentos que lo convenzan. Siempre hallará argumentos —que él o ella considerará persuasivos aunque nosotros no— para rebatir cada una de las afirmaciones razonadas que podamos proponer las personas de fe.

La apologética sí puede tener una función útil e importante, sin embargo. Es la de ayudarnos a los propios cristianos a explorar —ya desde dentro, desde la fe— la coherencia y lógica de nuestras convicciones.

—D.B.