Siria
Capilla (subterránea) de San Ananías, Damasco. Según la tradición siria, viene siendo lugar de culto cristiano desde el siglo I d.C.

El beso de la paz
por Dionisio Byler

Este verano he leído un libro interesantísimo. Se trata de El fermento paciente de la iglesia temprana[1], por Alan Kreider. Alan, que falleció esta primavera, fue un historiador menonita estadounidense conocido también entre nuestras comunidades en Europa, por los años que su familia vivió en Londres. El libro versa sobre «El auge sorprendente del cristianismo en el Imperio Romano». Tiene muchas cosas notabilísimas y es mi impresión que está destinado a ser muy consultado por aquellos que se interesen en la expansión de la iglesia en los primeros siglos.

Pero aquí quiero compartir algunas reflexiones que me hago a partir de lo que dice, en unas pocas páginas, acerca del beso con que sellaban su paz y concordia fraternal los primeros cristianos. Son reflexiones que surgen de descubrir (ya lo sabía pero no me había detenido a pensar en ello) que el beso de los cristianos tempranos era en los labios. Era un beso que expresaba intimidad. Intimidad de familia.

Besar en la boca a mis hermanos y hermanas en mi comunidad cristiana local se me antoja muy problemático. Me parece que sería un gesto no solo íntimo sino demasiado íntimo. En mi caso particular, hay una única persona que beso en los labios, y esa es mi esposa. Sé que hay familias donde se besan en los labios entre padres e hijos, entre abuelos y nietos. Sé que hay personas y culturas donde se saludan entre amigos con un beso en los labios. Pero yo no.

Supongo que todo es acostumbrarse. Pero desde luego si desde la presidencia de una reunión de nuestra iglesia se nos instruyese cualquier domingo de estos saludarnos, no con besos en las mejillas como lo hacemos siempre, sino que con besos en la boca, sospecho que yo no sería la única persona que se vería en apuros.

La iglesia temprana expresaba con un beso la máxima familiaridad, porque con ello estaban en juego algunos principios que la iglesia consideraba extraordinariamente importantes. Citaban, por cierto, aquellos textos de las epístolas que exhortan a saludarnos unos a otros «con ósculo santo». (Esa forma de decirlo la versión Reina-Valera a mí nunca me ofendió, porque jamás habría podido imaginar que un «ósculo», si además «santo», pudiera ser en realidad plantarle mis labios en la boca a todos los hombres y todas las mujeres de mi iglesia.)

Pero el interés en obedecer esa exhortación apostólica no era el único principio importante que hallaban los primeros cristianos en el beso de la paz.

El beso significaba ser hermanos y hermanas

La sociedad del Imperio Romano, como otras muchas sociedades a lo largo de los siglos, estaba altamente estratificada. Estaban en la cima los patricios, después los plebeyos o ciudadanos libres (muy estratificados entre sí, a su vez, por grados de riqueza o pobreza y dependencia), los libertos (antes esclavos), y por último los esclavos.

Parece ser que en determinados círculos podía ser más o menos aceptable el saludo con un beso en la boca entre amigos íntimos. Pero solamente era posible entre iguales.

Lo extraordinario, lo revolucionario, lo promiscuo del beso cristiano, es que una romana de condición humilde podía volver a casa pensando: «Esta mañana en el culto he besado en la boca a una dama de la alta nobleza, a un centurión, a un importador de garo de Hispania, a mi vecina del cuarto piso y a un esclavo que sus amos tienen dedicado a vaciar la inmundicia de los orinales».

Se rompía así con la estratificación y diferenciación social que era una de las columnas que sostenían la estabilidad de la sociedad y del Imperio entero. Todos eran hermano y hermanas, todos eran íntimos, a todos se saludaba con un gesto de altísima intimidad. Sospecho que llegar a eso era tan difícil entonces como lo sería besar en la boca a toda nuestra iglesia hoy día. Hay personas con las que ya existe una honda amistad e intereses comunes, pero con otros no. Hay personas agradables de ver y agradables de oler y besar, pero no todos. Aunque las personas más atractivas presentan su propia problemática si es que el beso vaya a ser santo, cuando la santidad del beso es su razón de ser. (Se conserva alguna que otra prohibición, en la iglesia temprana, a dar continuidad al primer beso con otro: el segundo beso sería inevitablemente por placer carnal.)

Así que en el beso de la paz solamente podían participar los miembros bautizados. Durante el largo período de formación prebautismal que podía durar hasta cinco años con revisiones periódicas de la vida, los catecúmenos no participaban del beso, porque antes del bautismo su beso no podía ser santo. Antes del bautismo era imperfecto su compromiso a la intimidad de esta nueva familia que los adoptaba.


     Antes del beso en cada reunión semanal, había una exhortación a la paz y la reconciliación y se daba oportunidad —con la ayuda de otros hermanos, si fuese necesario— para que los hermanos arreglaran sus asuntos. Se apelaba frecuentemente a la enseñanza de Jesús de que antes de traer tu ofrenda al altar, si te acuerdas de que tienes algo pendiente con tu hermano, arregles primero esas cuentas y después traigas tu ofrenda.


El beso sellaba la paz y la reconciliación

Han quedado escritas para la posteridad diversas exhortaciones de obispos y predicadores de aquellos siglos, al perdón, la reconciliación y la paz fraternal como el distintivo, la seña de identidad, de los cristianos en el mundo.

Los cristianos se sabían observados. Sus reuniones eran en domicilios particulares, que en Roma podían ser frecuentemente en bloques de varios pisos, presumiblemente mucho menos insonorizados que nuestras viviendas hoy día. Las reuniones eran privadas —no se admitía la asistencia de quienes no fueran cristianos— pero seguramente eran oídas por muchos vecinos, especialmente cuando se ponían a cantar. Los autores cristianos de aquellos siglos insisten continuamente en la convicción de que lo que inspira el deseo de la gente a unirse a la iglesia, es el testimonio de vidas cambiadas. Y el elemento más llamativo de esas vidas cambiadas es la paz, la reconciliación, el perdón, la paciencia inexplicable de los cristianos ante las contrariedades y la maldad del prójimo.

Uno de los motivos de sostener la importancia del beso en las reuniones cada domingo, era que a no ser que uno sea un hipócrita redomado y sin conciencia, es muy difícil mirar a los ojos y besar en la boca a una persona contra quien guardas resentimientos o albergas odio. Cuando además esto se hace como acto de devoción a Cristo y con temor de Dios en la presencia del Espíritu Santo, ese beso hipócrita se nos haría prácticamente imposible.

Por eso antes del beso en cada reunión semanal, había una exhortación a la paz y la reconciliación y se daba oportunidad —con la ayuda de otros hermanos, si fuese necesario— para que los hermanos arreglaran sus asuntos. Se apelaba frecuentemente a la enseñanza de Jesús de que antes de traer tu ofrenda al altar, si te acuerdas de que tienes algo pendiente con tu hermano, arregles primero esas cuentas y después traigas tu ofrenda. «La ofrenda» se entendía en este caso ser el propio culto semanal cristiano que, pasando por el beso de la paz, culminaba en la eucaristía.

Así que el beso era una parte esencial de esa paz, reconciliación, perdón, paciencia y benevolencia mutua, que era en sí tan fundamental para el testimonio y la atracción que tenía el cristianismo para «el mundo» que los observaba atentamente.

El beso, la paz, y el poder de las oraciones

Aquellos cristianos tempranos estaban absolutamente convencidos del poder sobrenatural de sus oraciones. Oraban al Señor de pie, con las manos alzadas y los ojos abiertos como quien está viendo algo ahí en el cielo. Elevaban sus voces con autoridad espiritual, clamaban a Dios como hijos e hijas, suplicaban con convicción. Y esperaban recibir respuestas claras a su clamor. En algunos lugares y épocas consta que, incapaces de aguardar un turno para orar, se ponían todos a orar a la vez, confiando que Dios no tendría ningún problema para escuchar a cada cual personalmente dentro del barullo resultante.

Y testificaban gozosos sobre los milagros que experimentaban como respuesta a sus oraciones.

Pero tenían claro, también, que Dios no escucha si no hay perfecta paz y reconciliación entre los suplicantes. Esta era, por cierto, una de las razones por las que solamente admitían cristianos y catecúmenos a sus reuniones. ¿Cómo iban a poder garantizar una perfecta sintonía, unanimidad, paz, reconciliación y mutuo perdón, si en sus oraciones pudiera participar cualquiera?

Y aquí también, para garantizar el poder y la eficacia de sus oraciones, el beso era esencial como manifestación visible de que había paz entre los que elevaban sus peticiones al Señor.

Yo sinceramente no sabría qué hacer con todo esto hoy día. Me quedo pensando, reflexionando, meditando, preguntándome qué nos podemos estar perdiendo. Este libro indica que aunque la iglesia crecía sorprendentemente, lo hacía sin predicación pública y sin admitir visitas de paganos a sus reuniones. Fiaban enteramente la expansión del evangelio al impacto de las vidas transformadas de los cristianos. Y con el beso de la paz, reforzaban cada semana su compromiso a mantener vivo ese testimonio de paz y armonía, de paciencia evangélica.



1. Alan Kreider, The Patient Ferment of the Early Church: The Improbable Rise of Christianity in the Roman Empire (Grand Rapids: Baker Academic, 2016), 321 pp.