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religión — Conjunto de creencias, rituales y conductas que orientan los valores más íntimos y esenciales del ser humano en relación con lo divino y con el prójimo.

Hace poco oí en un culto evangélico la afirmación de que lo nuestro —la fe y prácticas evangélicas— no es «religión» sino otra cosa presuntamente superior y más digna y admirable. Es un tópico de la forma de entenderse a sí misma la religión evangélica. Me suena haberlo oído ya hace por lo menos 50 años. Chirría mucho. Es una falsedad evidente, por no comprender el significado real de la palabra «religión». Es además deshonesto, por tachar de insinceras y superficiales las creencias y prácticas de los demás, dando a entender que la superficialidad e insinceridad no existen en el propio mundo evangélico.

La fuerza del argumento de superioridad de la religión evangélica, cuando se explica con falsedad y deshonestidad, se desmorona en la propia manera de argumentarlo. Yo creo firmemente en mi manera de practicar la religión cristiana; pero por eso mismo no me parece ni justo ni necesario recurrir a argumentos espurios para defenderla.

Empecemos por lo que sería una definición correcta del concepto de «religión». En la lengua castellana, esto describe un conjunto de creencias, rituales y prácticas que constituyen una manera determinada de entender cómo hemos de relacionarnos con el mundo de lo invisible, lo divino, esa dimensión espiritual que nos produce recogimiento y adoración y que nos motiva para vivir como entendemos que agrada a la deidad que adoramos. Como se observa, esta descripción objetiva es por consiguiente neutral: no entra a decir cuáles creencias, rituales o prácticas son correctas, siendo en cambio un término que se puede emplear con justicia para describirlas todas.

Cada religión monoteísta, por el propio reclamo de creernos los adoradores del único Dios que realmente existe —frente a creencias supersticiosas y ritos ineficaces—, se escandaliza de que con una misma palabra se pueda describir lo nuestro y lo ajeno. La palabra «nacionalidad» vale igual para Italia que para Guatemala que para la China. Nos puede disgustar que asimismo en cuanto a «religión», la misma palabra sirva para la fe evangélica que para el islam o para prácticas satánicas. Pero el caso es que nuestro vocabulario contiene esta palabra, así de neutral, sin juicios de valor sobre cuál es la religión correcta. Nos guste o no nos guste y aunque nos escandalice, esta palabra es así y tiene esa función en nuestra lengua castellana.

Otra cuestión es la de la sinceridad y profundidad del compromiso religioso. Aquí es importante no confundir el testimonio personal, con realidades objetivas de aplicación universal. La última vez que oí decir que la fe evangélica no es religión, fue para poder decir —quien así se expresaba— que el ritual de la misa católica y los rezos a la Virgen no habían satisfecho su anhelo de acercarse a Dios. Pero que ahora en el cristianismo evangélico, según testificaba, tenía el convencimiento de conocer personalmente a Dios y de relacionarse con Dios como un hijo amado de Dios. Algo arde ahora en su corazón, que antes no experimentaba.

Todo testimonio personal, siempre que honesto y sincero, es digno de respetar. A  la vez tiene que ser posible reconocer que otras personas tal vez hayan tenido experiencias diferentes, pero con idéntica sinceridad. Según el caso particular, el hijo de una familia evangélica podría expresarse en términos idénticos al comparar su asistencia a la iglesia y a la escuela dominical cuando niño, en comparación con otras experiencias personales vividas en relación con Dios a lo largo de la vida. También hay hijos de familias evangélicas que hoy son agnósticos o ateos, o que comulgan en otra rama del cristianismo. Su testimonio de insatisfacción con la religión evangélica no tiene por qué tacharnos de insinceros y superficiales a todos los que seguimos en ella.

El testimonio personal sigue siendo —y sospecho que siempre será— la manera más convincente de comunicar las realidades transformadoras del evangelio de Dios en Cristo. Haremos bien en librarnos de expresiones e insinuaciones que dan a entender que lo que viven los demás no sirve para nada. Mucho más convincente es limitarnos positivamente a contar nuestra experiencia de Dios y dejar que los oyentes hagan cada cual su comparación con lo que haya sido su propia experiencia. En muchos casos, los oyentes se sentirán hermanados a nosotros aunque comulguen en otra iglesia, identificándose con lo que hemos vivido. En otros muchos casos, se sentirán atraídos por algo que anhelarían experimentar pero hasta ahora no han conocido. Ahí es donde actuará el Espíritu para atraer hacia sí a todos los que le buscan con integridad.