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Nº 109
Marzo 2012

luz  
La pregunta
por Julián Mellado

Supongamos que antes demorir, tuviéramos la ocasión de hacer una única pregunta, relativa a nosotros mismos. ¿Cuál sería la que nos revelaría más cosas?

Normalmente, en ese momento, frente a la última frontera, se suele preguntar: ¿Hay vida después de la muerte?

Una pregunta que la humanidad se viene haciendo desde los tiempos antiguos. En todas las civilizaciones, según nos revela la arqueología, los intentos por responder han sido diversos. Algunos como expresión de una esperanza, otros con un pretendido saber. Seguramente se buscaba aliviar la angustia de la propia muerte o el dolor de la desaparición de los seres queridos. No deja de ser significativo que en Israel, la pregunta por el «Más allá» se hizo tardíamente. En el Israel primitivo, no era una pregunta candente. El israelita se conformaba con vivir la vida que Dios le había dado y luego «reunirse con los padres», en un submundo de sombras. Poco a poco se fue desarrollando una idea de que la vida debía continuar de algún modo. Pero el motivo no era el miedo, la angustia o la nostalgia. Sino la Justicia Divina.

Muchos jóvenes judíos habían dado su vida contra los enemigos de Israel. Sus vidas habían quedado destruidas repentinamente. No podía ser que estos fieles no recibieran de alguna manera una recompensa. Para el israelita la vida longeva era un regalo de Dios. ¿Qué pasaba con estos mártires? En algún lugar Dios les salvaría de esta injusticia. En ese momento surge la idea de la resurrección.

Los cristianos recogen esa herencia y también la de otros pueblos y elaboraron una esperanza más allá de la muerte. Por supuesto el argumento más decisivo es la resurrección de Jesús.
Pero aun así, en esos momentos, seguirán existiendo muchas incertidumbres, incluso algunos temores. No tenemos un «saber», como si habláramos de cualquier cosa estudiada. Tenemos un «creer», un «confiar». En el fondo no es que confiemos en «un más allá» sino que confiamos en Dios. Es asunto suyo. No está en nuestras manos el control de este evento. Por eso confiamos en Otro.

Así que sugiero que hagamos otra pregunta. Quizás podemos preguntarnos algo que sí está bajo nuestro control, al menos hasta cierto punto. Una pregunta que podamos dar una respuesta posible. Algo que está a nuestro alcance, que podemos reconocer, que podemos decir. Sin negar la confianza en Dios, podemos plantear la siguiente cuestión:

¿He vivido la vida verdadera? ¿Qué he hecho yo con esa vida que me ha sido dada? ¿Mereció la pena vivir?

Como discípulos de Jesús, buscamos en él un criterio para poder responder. Porque en la hora final, lo que se revela es cómo hemos vivido. Además tenemos una ventaja con esta pregunta. No sólo porque podemos contestarla, sino porque no hace falta llegar al final de los días para responderla. Podemos hacerla hoy, ahora mismo. ¿Estoy viviendo la Vida verdadera?

Jesús nos dice que la vida eterna empieza aquí. Es en esta vida que debo encontrarme con Jesús, oír su llamada, decidir seguirle, apostar por su reino. Y en eso consiste la Vida Verdadera. Seguir a Jesús. Caminar tras él en ese proyecto de una nueva humanidad, donde las relaciones entre las personas se basarán en la Justicia y la Compasión. Seguirle en el compromiso de aliviar el sufrimiento, de luchar contra las injusticias, de derribar las barreras que despersonalizan y excluyen. Es ponerse a la escucha de la Voz que anuncia a un Dios misericordioso, que no exige el cumplimientos de ritos y normas, sino que nos llama a la hermandad entre las personas, a la igualdad y a la compasión. Cuando lleguemos a la cita final podemos ampliar la Pregunta:

¿He amado? ¿He seguido al Maestro?

Entonces podremos decir sin temor: ¡Todo mereció la pena! Ahora queda… la confianza.

 

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