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Nº 109
Marzo 2012

Diccionario de términos bíblicos y teológicos

perdón — Uno de los conceptos más importantes para la convivencia humana, el perdón es también un elemento esencial de nuestra relación con Dios.  Recuerdo una frase que se hizo popular hace unos cuarenta años a raíz de una película romántica de la época: «El amor es nunca tener que pedir perdón».  Pues no, es más bien todo lo contrario: una de las evidencias más claras de la presencia de amor en una relación, es la humildad de reconocer errores y pedir perdón y la disposición favorable a perdonarlos.  ¿Cómo sabrías que alguien te ama si de tan insensible y egoísta que es, jamás se da cuenta de que te ha herido y necesita pedirte perdón?  ¿O si no te perdonase cuando se lo pides?

En la medida que nuestra relación con Dios sea una relación de amor, entonces, habrá mucho pedir perdón y también mucho perdonar.  Sensibilizados con respecto a lo que espera Dios de nosotros, es natural reconocer con humildad cuando le defraudamos y lo reconozcamos pidiendo perdón.  Y en tanto que Dios sabe nuestras limitaciones y sin embargo nos ama, es natural para él extendernos su gracia perdonadora.  Saber que Dios está dispuesto a perdonar, sin embargo, no nos exime de pedir perdón; por cuanto en cualquier relación —y en esta también— es muy poco elegante presumir de recibir el perdón sin haber reconocido los errores que lo requieren.

En la Biblia tendríamos por una parte la idea de que Dios se compadece, que comprende hondamente los sentimientos, la vergüenza y la humillación de la persona arrepentida, que sabe ponerse en la piel de quien sufre las consecuencias de los errores cometidos.  La compasión de Dios —por decirlo de otra manera su misericordia y amor eterno— son sentimientos esenciales para su capacidad de perdonarnos.  Y parecería ser necesaria también para el perdón humano.

Por otra parte tendríamos la idea bíblica de cubrir, tapar, no querer ver, ignorar, pasar por alto, no tener en cuenta.  Algo de esto ya hemos tratado en otra oportunidad [propiciatorio – El Mensajero Nº 89, mayo 2010].

Tenemos también en la Biblia acciones humanas necesarias para el perdón.  No tanto el arrepentimiento —que también— como los actos litúrgicos que expresan la intención de enmendar nuestros caminos, no reincidir, hacer todo lo que esté a nuestro alcance para seguir bien con Dios.  Dios perdonaba gratuitamente; pero los sacrificios expresaban la disposición humana a vivir «como Dios manda».

En los primeros siglos de nuestra era, tanto los judíos como los cristianos evolucionamos otros ritos, dejando ya de matar animales para este fin.  Destruido su templo en Jerusalén, los judíos sustituyeron el estudiar y debatir la Ley de Dios en lugar de ofrecer sacrificios.  Los cristianos, entendiendo que el sacrificio de Cristo es el cumplimiento y fin de los sacrificios, desarrollaron  los sacramentos de la Comunión, la Confesión y la Penitencia para obtener el perdón divino.  En ambas comunidades, la judía y la cristiana, se desarrolló también la idea de que el sufrimiento —todos los sufrimientos— pagan culpas y conquistan la compasión y el perdón de Dios.

Más adelante, en el protestantismo existe una fuerte tendencia a quitar mérito a ninguna acción humana, confiándose enteramente —por la fe— a la propia iniciativa de Dios de perdonar.  Pagar, está claro que hay que pagar; pero el caso es que nosotros nada tenemos que ofrecer.  El precio quien lo pagó es Dios mismo, en la cruz de Cristo.  Aunque esta idea sea típicamente protestante, en otras tradiciones cristianas también se comparte.

Habíamos observado que en toda relación de amor hay pedir perdón y perdonar.  ¿Entonces necesita Dios también pedirnos perdón y necesitamos nosotros también perdonarle?

La idea resulta escandalosa, pero tal vez no sea todo lo descabellada que parece.

Nadie pedimos nacer; y hay quien pareciera haber nacido tan sólo para sufrir enfermedad y discapacidades, hambre y necesidades, guerra, abusos psíquicos, físicos y sexuales, racismo y xenofobia y todo tipo de injusticias.  Todo esto mientras a otros les toca vidas mullidas y fáciles, llenas de privilegio y honor.  Cristo tomó sobre su cuerpo en la cruz no sólo nuestras culpas y errores.  También tomó sobre sí nuestro dolor y sufrimiento, nuestras desigualdades padecidas, nuestro clamor al cielo por un poco de justicia.  Hizo todo esto tan suyo como hizo suyos nuestros pecados.  ¡Es como si Dios mismo nos pidiese perdón porque la vida humana no ha resultado ser como él hubiera deseado —y nosotros deseamos— que fuera!

Y tal vez al ver en la cruz cómo Dios lo sufre, en lugar de echarle en cara las experiencias negativas de nuestras vidas no estaría de más perdonarle.  Con el mismo amor con que nos perdona él.

—D.B.

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