| Justicia humana, justicia divina por Dionisio Byler
 
            
                            [Aunque los pensamientos a  continuación empiezan con lo que parecieran ser unas opiniones puramente  políticas, se verá que adonde queremos ir a parar es una reflexión sobre lo que  significa ser humanos a imagen de Dios.] 
            
              |  |  |  Es curioso cómo reaccionan los  poderosos cuando se cuestionan sus acciones.   Lo hemos visto este año pasado (2011) en cada país donde ha llegado «la  primavera árabe».  O en la Rusia de Putin  y Medvedev cuando la ciudadanía ha cuestionado la limpieza de las elecciones.  Cuando el pueblo toma la calle para  protestar, la primera reacción de los poderosos es indignación y un hondo  sentimiento de que hay que proteger el orden y las buenas costumbres.  Naturalmente los ciudadanos —la plebe— no entienden  las consideraciones importantes que han tenido que barajar sus gobernantes en  el desarrollo de sus políticas.  Y por  consiguiente, está de muy mal gusto que el pueblo tenga la osadía de opinar;  especialmente si esa opinión es contraria a lo que han determinado sus  superiores naturales.  Algo de esa indignación se ha  visto en la reacción de los poderosos ante el rechazo mayoritario de la  ciudadanía española por la condena de Garzón.   Lo que está en juego, según ellos, es el prestigio del Poder Judicial,  de España entera en el escenario internacional y de los valores del Estado de  derecho en general.  [Un servidor, que tal vez empieza  a hacerse mayor, recuerda cómo en la Argentina de los años 70, la dictadura  militar se escandalizaba por las denuncias de «presuntas» violaciones de  derechos humanos, por el desprestigio que podía caer sobre el país.  Lo que lo desprestigiaba no eran sus acciones  de represión sin contemplaciones, al parecer, sino el hecho de que alguien  protestara.  Y cuando Adolfo Pérez  Esquivel recibió el Premio Nobel de la Paz en 1980 por su lucha por los  derechos humanos en Argentina, la prensa argentina comentaba que «Como es  sabido, últimamente los Premios Nobel vienen sufriendo una importante  politización y notable desprestigio».   ¡Ya!]  Llama la atención esa sensación  de fragilidad e inseguridad que sienten los poderosos, los que juzgan y  condenan a sus semejantes con efectos reales e inmediatos, frente a las iras y  la opinión de los ciudadanos.  Mientras  los poderosos tiemblen cada vez que el pueblo alza la voz, quizá no está todo  perdido.  La justicia de Dios  y la nuestra               Pero en realidad, no quería  escribir aquí sobre la psicología de los poderosos ni sobre la justicia o no de  la condena de Garzón —sobre lo cual cada cual tendrá sin duda sus opiniones—  sino sobre el sentimiento natural de justicia que Dios ha puesto en cada  corazón.  Porque donde se equivocan los  defensores de la judicatura española ante los ataques de sus críticos estos  días, es en suponer que solamente los jueces entienden de justicia y tienen  derecho a opinar sobre lo que es justo.   Planteada en esos términos la controversia, es obvio el error.  ¡Todo ser humano lleva en su interior un  hondo sentimiento de la justicia!  Y todo  ser humano se siente indignado cuando su sentido de lo que es justo se ve  defraudado por los hechos —o por los tribunales.  Aunque está claro que no compartimos todos una  misma valoración sobre determinados hechos, todos tenemos una brújula interior  que marca lo que cada cual entiende ser el Norte de la justicia.  En este sentido es muy como la  conciencia.  No hay dos conciencias  iguales —lo que a uno le resulta moralmente repugnante o imposible, otro lo  hace sin pensárselo dos veces— pero cada persona tiene un sentimiento profundo  de que hay cosas que no debe hacer.  Los  particulares de la conciencia humana no son universales, entonces; pero sí es  universal la presencia de la conciencia en el ser humano.  Y lo mismo sucede con el  sentimiento de lo que es o no justo, de la injusticia.  Hay quien piensa que es natural que si uno ha  nacido europeo de familia burguesa o adinerada, tenga siempre infinitamente  mayores posibilidades de no morir de hambre en la niñez que si nace africano de  familia pobre —y este hecho no le produce ningún rechazo ni escándalo.  Todo esto a muchos otros nos parece sin  embargo terrible y horrorosamente injusto.   Pero ambas apreciaciones está claro que exigen una noción de justicia.  El europeo de «buena familia» sentirá  hondamente atropellada la justicia si no consigue un buen trabajo, la casa  propia y vacaciones pagadas, mientras que el africano pobre juzgará hondamente  injusto ver morir de hambre a sus hijos.   Pero ambos comparten, eso sí, la idea de que hay cosas que son de una  injusticia intolerable, que clama al cielo.  Yo sugeriría que este sentimiento  humano de la justicia es parte de lo que significa haber sido creados a imagen  y semejanza de Dios.  Dios mismo es justo y si él nos  hizo para que fuésemos parecidos a él, es natural que seamos nosotros también justos  y tengamos un hondo sentimiento de la justicia.   Aunque las experiencias de la vida y el entorno familiar y social pueden  informar los particulares de lo que consideramos que sea o no justo, el  sentimiento de justicia en sí es entonces anterior a su formación.  Para comprobarlo sólo hace falta castigar a  un niño pequeño por algo que ha hecho otro en la guardería.  El pequeño protestará que no ha sido él.  ¡Y su llanto será más inconsolable por la  injusticia padecida que por el propio castigo!  Como tantos aspectos de la moral  humana, la dinámica de la caída en el pecado hace que en sus particulares  nuestro sentimiento de la justicia se haya apartado de lo que Dios considera  que es justo.  Nuestras nociones de justicia  están dañadas y erosionadas, son menos que lo que eran según fuimos  creados.  Pero siguen ahí y podemos  reeducarlas conforme a los mandamientos de Dios, aspirando a entender  plenamente la justicia de lo que Dios considera justo.  Dicho de otra manera, sabemos que Dios es  justo porque observamos su justicia a lo largo de la Biblia.  Y también sabemos que Dios es justo porque  nosotros mismos hemos sido hechos de tal manera que la justicia nos parezca  siempre un valor positivo.  Y sin embargo  nuestra justicia no es la de Dios; y la justicia de Dios no es la nuestra.  Esto también lo observamos en los relatos  bíblicos y en la propia experiencia de la vida.  Por consiguiente, parte del  proceso de conversión y maduración del ser humano que se entrega al reinado de  Dios en Cristo, será el que aprendamos a reorientar nuestros criterios de lo  que es o no justo, conforme a la revelación divina.  Esto no es fácil.  Pero es necesario si es que somos discípulos  de Jesús.  Y es posible por la dinámica  del Espíritu Santo derramado en nosotros.  Justicia de la reconciliación               La cosa que tal vez más me llama  la atención —y me atrae— de la justicia de Dios, es que no es una justicia  donde lo más importante sea la retribución y el castigo, sino la reconciliación  y la restauración de relaciones armoniosas.  Uno de los versículos más  asombrosos de toda la Biblia es el que pone que «Si confesamos nuestros  pecados, Dios es fiel y justo para  perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1,9).  Perdonar nuestros pecados en lugar de  castigarlos, esa es la justicia (y fidelidad) de Dios.  ¡Que triste imagen distorsionada  seguimos teniendo muchos de la justicia de Dios, cuando pensamos que ésta se  manifiesta en el castigo y no en el perdón!  Porque para Dios, el único  resultado aceptable de sus juicios es la reconciliación, la paz y la  armonía.  Por consiguiente, el ejercicio  de la justicia de Dios es el recurso a los medios necesarios para que nos  reconciliemos con él.  Bien es cierto que  a lo largo de la Biblia tenemos muchos ejemplos de castigos; pero el fin que  persiguen siempre esos castigos es conducir a su pueblo —y a la humanidad  entera— al necesario reconocimiento de sus pecados… con el fin de  perdonarlos.  Perdonar los pecados y  perdonarnos a nosotros, para restaurar la armonía entre Dios y nosotros, que es  el fin último que persigue la justicia de Dios.  La imagen distorsionada de la  justicia de Dios es una de las consecuencias nefandas de la estatización de la  religión cristiana.  A partir de Jesús,  el evangelio —buenas noticias— consistía (entre otras muchas cosas) en que Dios  nos ve como un padre y nosotros podemos relacionarnos con él como hijos.  Es verdad que otro aspecto de la prédica de  Jesús fue la llegada del reinado de Dios; pero curiosamente, ese reinado era  como el gobierno de un padre sobre su familia, que no como el de un rey sobre  sus súbditos y enemigos conquistados.  Y  el necesario ingrediente para ese gobierno de padre es el amor eterno, la  misericordia, la compasión… y esa justicia que se manifiesta como perdón y  reconciliación.  Pero el cristianismo imperial y  luego el cristianismo estatal en los diferentes países de Europa, se quedó con  la imagen de Dios como Rey eterno.  Y con  la imagen de la justicia de Dios como esa impasibilidad e imparcialidad  judicial que hace necesario que el que la hace la pague.  Cada mala acción exigía su correspondiente  castigo; y la maldad de la rebeldía humana contra Dios exigía siempre,  irremediablemente, la muerte.  Bien es  cierto que a grandes rasgos Cristo llevó nuestro castigo; pero eso no nos  eximía de tener que sufrir también castigos en carne propia para que  escarmentemos y para que a otros les sirva de ejemplo.  ¡Qué lejos está eso de la idea  del Padre que ama a sus hijos y hará todo lo posible para restaurar la paz,  armonía, bienestar y alegría en el hogar!   Porque un padre, en cuanto ve que son serias las intenciones de  enmienda, abandona la actitud de castigo y toma a su hijo en sus brazos, lo  consuela y lo mima.  Porque cualquier  padre humano sabe que se consigue más con el amor que con la severidad.  ¿Acaso no lo sabe también Dios?  Esa es la justicia divina, entonces.  Sólo son justas aquellas medidas que sirvan  para restaurar la paz y la armonía, el bienestar y la alegría, en  reconciliación y amor de familia. | 
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 Diccionario de términos bíblicos y teológicos
 perdón — Uno de los conceptos más importantes para la  convivencia humana, el perdón es también un elemento esencial de nuestra  relación con Dios.  Recuerdo una frase  que se hizo popular hace unos cuarenta años a raíz de una película romántica de  la época: «El amor es nunca tener que pedir perdón».  Pues no, es más bien todo lo contrario: una  de las evidencias más claras de la presencia de amor en una relación, es la  humildad de reconocer errores y pedir perdón y la disposición favorable a perdonarlos.  ¿Cómo sabrías que alguien te ama si de tan  insensible y egoísta que es, jamás se da cuenta de que te ha herido y necesita  pedirte perdón?  ¿O si no te perdonase  cuando se lo pides?...
   
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 El regreso del hijo pródigoCuadro de Murillo (1667-70)
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