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  Nº 112
Junio 2012
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


bendición
— De bendecir, o sea bien decir o decir cosas buenas.  El concepto de la bendición exige suponer que las palabras pronunciadas ejercen poder, que influyen eficazmente sobre la realidad, transformándola y ajustándola a lo pronunciado.

Por regla general, pronunciamos palabras con la intención de influir sobre la realidad.  Si exclamamos: «¡Para!» —es con la intención de que el oyente se detenga y esa exclamación, pronunciada con la suficiente urgencia y determinación, tiene frecuentemente ese efecto en la conducta de la persona interpelada y cambia así el curso de lo que estaba por suceder.

En otras ocasiones pronunciamos palabras con la intención de influir en el futuro de una manera prolongada y continua.  Si enseñamos a nuestros hijos: «Ponte el cinturón de seguridad» —cuando entran al coche, es con la esperanza de que esto se haga un hábito que conservarán toda la vida.  Porque la memoria humana está hecha admirablemente para recordar determinadas palabras, aquellas palabras que juzgamos especialmente importantes.  Y esas palabras, recordadas siempre que resulta oportuno traerlas a la memoria, influyen entonces sobre el oyente de una manera reiterada y permanente.

De sobra son conocidos los efectos de larga duración en cuestiones como la autoestima, de las palabras de padres y madres dirigidas a sus hijos.  Quien machaca a su hijo con la idea de que: «Eres un idiota y un inútil.  Jamás vas a conseguir nada en la vida» —tiene casi garantizado que su hijo internalizará ese juicio de valor sobre su persona y acabe siendo un fracasado.  Mientras que si se jacta a todo el mundo (oyéndolo su hija) de que: «Esta chica es un fenómeno.  No veas lo bien que toca el piano» —tiene muchas posibilidades de hacer de ella una pianista.

El concepto de bendición da una vuelta de tuerca más a esta idea de palabras con efecto permanente.  Parte desde la base de que hay realidades invisibles —el primero y más importante Dios mismo— que oyen lo que decimos y se constituyen en testigos eternos de nuestras palabras.  Esto es especialmente así cuando las pronunciamos con solemnidad invocando al Señor —explícita o aunque fuera tan sólo implícitamente— como testigo y ejecutor de lo dicho.

«El Señor te bendiga y te guarde.  El Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te de su paz».  Frases como esas tienen el efecto inmediato sobre el oyente a quien van dirigidas, levantando su ánimo, inspirándole fe y confianza, insuflándole optimismo vital.  Es lo que podríamos llamar un efecto psicológico —desde luego muy importante— en el oyente.  Pero se supone que esas palabras son oídas también, y avaladas, por el propio Dios a quien invocan.  Al igual que con nuestras oraciones, Dios no está obligado a ejecutar esa bendición como si nosotros pudiésemos darle órdenes.  Pero por otra parte, desde que conocemos la naturaleza amante y benigna de Dios, es perfectamente válido imaginar que a no ser que operen otros factores que desconocemos o no controlamos, lo más probable es que Dios honre esas palabras.  Porque son palabras que sabemos que le agradan por cuanto él mismo nos instruye bendecir y no maldecir.

Las palabras de bendición no tienen un efecto solamente sobre el oyente ni solamente en aquellos aspectos de la realidad y el futuro que sólo Dios determina.  Afectan también cómo la persona que las pronuncia entiende la realidad.  El ser humano tiene una tendencia importante a ser coherente.  Nos es habitual ajustar nuestras convicciones a lo que nos oímos a nosotros mismos decir y defender en público.  Quien insista a todo el que le quiera oír que el Barça es el mejor equipo del mundo, aunque al principio no esté del todo convencido se acabará por convencer.  Nuestras palabras de bendición, entonces, afectan también cómo nosotros trataremos a la persona bendecida, por cuanto en el propio acto de pronunciar esa bendición nos persuadimos nosotros mismos de su verdad.  Si digo «La paz y la misericordia y el honor y la gracia de nuestro Señor descansen sobre ti» —voy a ver con otros ojos a la persona sobre la que he dicho eso.  La voy a tratar pacíficamente, con misericordia, la honraré y la veré con gracia.  Y si otros me ven tratarle así, es muy posible que ellos también lo hagan.  Y así sin siquiera darme cuenta, he echado a rodar la bola de nieve de bendición.  Bendición que en última instancia dependerá del Señor, naturalmente, pero que muchas veces necesita también de nuestra complicidad humana.

—Adios, cariño.  Me voy a la compra.

—Hasta luego.  Que Dios te bendiga.

Este tipo de intercambio es mucho más que palabras.  Nadie de tu familia debería conseguir salir de casa sin tu bendición.  Y si alguien se te escapa sin saludar, que tu bendición —pensada en silencio— le persiga hasta alcanzarle.  Porque las bendiciones pueden transformar la vida de cualquier familia.

—D.B.

 
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