Cementerio

Rituales cristianos de transición
11. Defunción de cónyuge / Divorcio
por Dionisio Byler

De una manera que parecería ser prácticamente universal, las iglesias cristianas hemos incorporado a nuestro ritual habitual, la celebración de bodas.

Esto no era automático. En la antigüedad las bodas se concertaban entre las familias que así se aliaban y emparentaban. Seguramente se habrá invocado a los dioses como testigos de los votos prometidos, la alianza jurada entre familias; y tal vez se invocaran también para bendecir con fertilidad y prosperidad a los novios. Pero la boda no era propiamente algo que concernía a los dioses del cielo, sino a los humanos de la tierra. Lo más esencial era el banquete y la festividad, la música y el baile, la consumación del apareamiento carnal; cosas en las que los dioses contaban bastante poco.

Sin embargo, ha hecho bien la iglesia cristiana en incorporar a su ritual la celebración de las bodas. El Antiguo Testamento contiene numerosas historias donde Dios mismo guía a sus hombres elegidos a encontrar esposas idóneas; y otras historias donde Dios concede de manera sobrenatural fertilidad a mujeres hasta entonces estériles. El Dios de la Biblia se manifiesta sorprendentemente interesado en la reproducción humana.

También ha hecho bien la iglesia, porque la transición personal que supone casarse, es de las más importantes en la vida humana. Y si en todos los pueblos de la tierra la boda se celebra con festividad pública, es la familia cristiana, la comunidad local donde comulgan los creyentes, el entorno más natural donde celebrar y festejar los cristianos el matrimonio.

Quedarse otra vez soltero o soltera

Pero quedarse otra vez soltero o soltera después de haber estado casados, es una transición por lo menos tan importante —acaso más. Los cambios son igual de profundos, idéntica la transformación que supone para el sentido de identidad personal, el concepto que tiene uno de sí mismo, su forma de entenderse en relación con todo el mundo.

Hay, naturalmente, dos maneras muy diferentes de volver a quedarse soltero. Ambas pueden resultar igual de traumáticas, igual de transformadoras de la realidad personal. En ambas puede darse una sensación de soledad insufrible, de abandono, de tristeza y duelo, de sentir que los sueños se han frustrado, que el futuro no tiene ya nada que ofrecer. Pero en ambas puede darse también —al contrario— una sensación de libertad y volver a empezar. Si el fallecimiento de la pareja ha sido después de una larga enfermedad y dolorosa agonía, el desconsuelo y dolor de la muerte puede estar acompañado, inesperadamente, de felicidad y alivio de que el sufrimiento de la persona amada haya terminado, que la carga insoportable de atender a sus necesidades haya hallado por fin descanso. Parecida mezcla de sensaciones contrarias, tristeza y a la vez alivio, puede acompañar un divorcio.

 

Cementerio

La iglesia ha sabido acompañar instintivamente a quien se queda viudo o viuda. Nos resulta relativamente fácil ponernos en su situación, imaginar sus sentimientos, entender la clase de necesidades que pueden estar padeciendo… El funeral se erige así en un ritual que escenifica a la perfección la solidaridad de la comunidad entera con la viuda o el viudo. Celebramos conjuntamente, en comunidad, los recuerdos entrañables que tenemos de la persona fallecida. Celebramos conjuntamente nuestra esperanza en la resurrección y confianza en la salvación eterna. Lamentamos conjuntamente la separación de la muerte, la sensación de incredulidad ante el hecho de que nunca más veremos a esa persona en esta vida. Y nos volcamos automáticamente en rodear a la persona que ha perdido así el cónyuge de su vida y se queda solo o sola para afrontar las responsabilidades de los hijos, la economía familiar, etc.

Volveremos en otra ocasión a la transición que expresa el ritual funeral cristiano.

Pero, ¿y el divorcio?

Pero quisiera ahondar aquí en la realidad de que muy parecidas son las necesidades emocionales, sociales y espirituales de quien está viviendo el final de un matrimonio por divorcio. Sin embargo, la iglesia no hemos sabido prestar el mismo apoyo, ni mucho menos hemos sabido traer esto ante Dios, como comunidad, para escenificar mediante un ritual cristiano la separación por divorcio. Por defecto, el divorcio acaba teniendo entonces un ritual puramente secular: la firma de papeles, la tramitación pertinente en el registro civil, y poco o nada más. Y sin embargo, el divorcio es uno de los momentos más importantes, que más huella dejan en la vida de quien lo haya vivido.

Quizá este defecto, esta incapacidad para acompañar el divorcio con un ritual cristiano oportuno, se deba a la conciencia intranquila de la comunidad. El fracaso de un matrimonio en nuestro seno se nos antoja —con razón o no— un fracaso de todos nosotros. Imaginamos que si hubiésemos sabido dar el apoyo necesario, acaso podríamos haber ayudado a evitar este desenlace.

Escenificar el divorcio con un ritual cristiano supone tener que asumir que aunque predicamos el amor y la convivencia —y especialmente, el valor deslumbrante de la conversión que nos hace personas nuevas— sin embargo estamos descubriendo que no somos perfectos, que nuestra conversión no lo ha cambiado todo.

El divorcio nos confronta con la realidad de que las muchas oraciones y la fe intensa y la esperanza clavada en Dios, sin embargo no son siempre suficientes como para arreglarnos una relación que ha empezado en ternura pero ahora desemboca en aspereza, ha empezado con ilusión y felicidad pero ahora acaba en desilusión y desengaño. Cuesta admitir que la boda, debidamente ritualizada como acto cristiano, con bendición y acaso pronunciamientos proféticos en el seno de la comunidad, no nos ha garantizado adecuadamente la felicidad posterior ni la armonía familiar.

Es más fácil mirar para otra parte, desentenderse, no querer asumir realidades, hacer como que aquí no ha pasado nada —o que lo que ha pasado es por deficiencias personales especial e inusualmente graves de los divorciados. Más fácil eso, que decir, como comunidad: «Hagamos ahora un ritual donde escenifiquemos nuestro apoyo a estas personas heridas, con su sentimiento de fracaso y soledad, para que se sepan amados incondicionalmente a pesar de todo, amados y amparados —nunca juzgados— por Dios y también por todos nosotros, sus hermanos cristianos».

No ayuda tampoco una interpretación legalista y prohibitiva de la enseñanza de Jesús sobre la ley de Moisés que instruye el divorcio para determinadas situaciones. Algunas tradiciones eclesiales han interpretado que Jesús prohibió lo que Moisés instruía, que desautorizó lo que la Instrucción bíblica mandaba. De acuerdo con esa tradicional interpretación de la enseñanza de Jesús, se ha tachado universalmente de pecadores a los divorciados —especialmente si se volvían a casar. Así añadían la condenación de la iglesia a los sentimientos de fracaso personal que ya padecía de por sí la persona divorciada. O procuraban hacer que se sienta culpable por su sentimiento de euforia ante la libertad recuperada, al poner fin a una situación familiar que se había vuelto insostenible.

Jesús y los apóstoles nos han enseñado de muchas maneras y en muchos lugares del Nuevo Testamento, sin embargo, que la religiosidad legalista es uno de los peores enemigos de la espiritualidad auténtica y del amor cristiano. Quien utiliza la Biblia para juzgar al prójimo y sentirse moralmente superior, ha entendido muy poco y muy mal el espíritu de Cristo. Y si una forma de entender determinados pasajes de la Biblia tiene en nosotros ese efecto, hay que sospechar que es una forma equivocada de entenderlos.

Aunque nos cueste, aunque nos abandone la imaginación y no sepamos por dónde empezar, las comunidades cristianas tenemos que crear un ritual de acompañamiento para esta transición del divorcio en la vida de algunos cristianos. Dios nos conceda que sean pocas las veces cuando tengamos que emplear este ritual. Pero ha de existir, porque hay una necesidad humana que lo demanda. Entre otras cosas, habrá que incluir en este ritual la declaración expresa de que ante Cristo y su iglesia, estas personas están ahora en libertad de volver a casarse. Esto es necesario decirlo, porque nos falta tradición en este sentido; así como hoy ya a nadie escandaliza que las viudas puedan pensar en volver a casarse.

Se cierra una etapa, pero la vida sigue…

Cuando acompañamos a la viuda o viudo al fallecer su cónyuge, y a los divorciados al formalizar su divorcio, son rituales que escenifican un fin de ciclo, el final de una etapa en la vida. Sin embargo estos rituales tienen que transmitir también un sentido de esperanza, una declaración de que estas personas siguen teniendo un futuro en Dios.

Tanto para el divorciado como para la viuda, la vida no acaba ahora (aunque lo parezca). Mientras seguimos con vida, Dios tiene proyectos para nosotros que dan sentido a nuestra existencia. Y nosotros también hemos de aprender a albergar proyectos nuevos: proyectos de fe, proyectos de esperanza, proyectos donde Dios ha de estar presente y podamos seguir prestando servicio cristiano —con nuestros dones del Espíritu— a la comunidad y al mundo.