funeral

Rituales cristianos de transición
12. Funeral
por Dionisio Byler

En las iglesias evangélicas —también en la tradición menonita— el funeral no es momento para rezar por el alma del difunto, con la esperanza de que Dios tenga a bien abreviar sus castigos antes de recibirlo en su seno. No es así como concebimos de nuestra relación de hijos con el Padre, ni el desenlace posterior a la muerte.

Quien es hijo, ya ha sido recibido con total naturalidad como tal por el Padre. ¡Ni falta que hace pedirlo!

Por mucho caso que nos quisiera hacer Dios a nuestras plegarias de admitir a un difunto al cielo, si la orientación fundamental de esa persona no es hacia Dios y hacia el prójimo, mal iba a encajar entre los que encuentre allí. En el fondo, las plegarias a favor del alma de los difuntos vienen a pedir que Dios lo cambie, ya muerto, cuando ni siquiera el mismísimo Dios ha conseguido cambiarlo durante toda la extensión de su vida. Tal vez sea cierto que una vez muertos ya no seamos capaces de seguir oponiéndonos tozudamente a Dios; pero por la misma lógica, tampoco seríamos capaces, ya muertos, de cambiar de parecer y actitud.

No. Es otro el carácter que tienen nuestros funerales.

Quisiéramos proponer aquí que lo que de verdad interesa en el funeral cristiano, es la manera que escenificamos nuestro compromiso y apoyo unos a otros. Un apoyo y compromiso mutuo ahora en el dolor, como otras veces a lo largo de la vida ha sido —y volverá a ser— en momentos de felicidad y alegría, o en luchas y dificultades y pruebas, con sus victorias y derrotas.

Nuestra presencia fraternal, esos abrazos muchas veces sin palabras con que comunicamos: «Aquí estoy. No estás solo/sola». Son innumerables los gestos de solidaridad que ponemos en práctica automáticamente para procurar hacer algo menos duro el amargo trago de la separación.

En otras generaciones hemos querido a veces insistir que la gloria de la certeza de resurrección y vida eterna, debía quitar filo al dolor de la separación en muerte. De tanto insistir en la gloria eterna, nos ha parecido poco decoroso el llanto. Hoy tendemos más a reconocer que sea cual sea la esperanza para el más allá, en este más acá sentimos con hondo pesar que ya nunca podremos disfrutar de la compañía del ser querido que se nos ha ido; que ese dolor ante la separación es legítimo y es objeto de hondo respeto por todos.

Ya no se escenifica el luto con atuendo especial como antaño. Pero el caso es que hay un duelo inevitable que suele prolongarse a lo  largo de todo un año con momentos especialmente intensos de echar en falta a la persona fallecida: el primer aniversario de boda sin él/ella; las primeras navidades en familia sin él/ella; y así, diferentes fechas señaladas de la vida familiar a lo largo de todo el año. Reconocemos que ese estallido repentino en lágrimas que nos suele prender por sorpresa es reparador; es dolor fuerte pero también dulce, porque por un instante hemos vuelto a sentir la intensidad del amor que nos unía y el escándalo de la muerte. Luego tan inesperadamente como llegaron las lágrimas, cesan; pero nos consuela sabernos capaces de volver a llorar la separación.

De manera que en el funeral cristiano vamos a querer ante todo, acompañar a quienes más intensamente vivieron en proximidad con la persona fallecida. Acompañar al viudo o la viuda, a hijos y nietos —o padres o abuelos— tíos, sobrinos, novia o novio si viene a cuento, amigos especialmente íntimos. Todo lo demás se reúne en torno a esta idea del acompañamiento, de cerrar filas y reconocernos todos necesitados unos de otros en nuestros momentos más difíciles.

Esto es en cierto sentido una celebración de la vida a pesar de la muerte. Porque la vida sigue y aunque nunca nadie podrá llenar el hueco que nos ha dejado esta persona, el calor y la amistad y la proximidad y el afecto de los que nos quedan, nos ayudarán a curar la herida que nos ha provocado su partida. Una de las esencias de la vida es curar heridas; y una de las funciones de la hermandad cristiana es vendar apretadamente los corazones rotos para que Dios y el tiempo los acaben de curar.

Con todo esto en mente, son muchas y muy diferentes las formas que puede tomar un funeral cristiano. Si sabemos que la persona fallecida se sentía especialmente conmovida por ciertos himnos o coritos, buena es la ocasión para entonarlos —aunque su tonada o letra sea ligera y alegre, qué importa. Si solía recitar de memoria ciertos versículos de la Biblia que le inspiraban especial fe y confianza en Dios, buena es la ocasión para oírlos una vez más. Si era especialmente conocido por generosidad, buena es la ocasión para recordar alguno de sus actos; si por su sabiduría o profecía o palabras de fe, para recordar las cosas que nos decía. Si fue de esas personas discretas cuyo paso solamente notan sus íntimos más allegados, tal vez toque recordar que no daba problemas, lo cual tiene un mérito enorme aunque parezca poca cosa.

 

ataúd

Porque sabemos y declaramos que el Señor no nos ha abandonado, aunque eso parezca. No nos ha vuelto la espalda, aunque ahora no podamos ver su rostro.

Celebramos así quién fue entre nosotros, el legado imborrable que nos ha dejado a cada cual su paso por esta tierra.

Como somos cristianos y vivimos con una esperanza de otras cosas más allá de éstas, seguramente querremos leer pasajes como el monumental capítulo de 1 Corintios 15 sobre la resurrección —que de tan extenso habrá que abreviarlo. O tal vez versos de esperanza eterna en los salmos, o promesas del Señor Jesucristo que resultan especialmente aptas para este tipo de ocasión.

Si el difunto era bebé o niño; si las circunstancias de la muerte fueron especialmente violentas o trágicas; o si alguien murió en rebeldía contra Dios y contra la fe de sus padres, tal vez venga a cuento echar mano de algunos versículos de Job o Eclesiastés —o de algunos salmos o hasta de Lamentaciones— para dar voz a la enormidad de la desolación que nos embarga. Pero naturalmente, tampoco nos quedaremos ahí sino que expresaremos también la certeza de hallar —tarde o temprano— refugio para nuestro dolor en el amor de Dios. Porque sabemos y declaramos que no nos ha abandonado, aunque eso parezca. No nos ha vuelto la espalda, aunque ahora no podamos ver su rostro.

Bueno es no emitir juicios apresurados cuando nos parece que alguien de nuestra comunidad ha muerto sin dejar buenos frutos, agradables ante Dios. Hay casos de crímenes muy sonados donde la prensa y toda la ciudadanía tiene opiniones sobre la culpabilidad del acusado; pero el juez que lo juzga es uno. Y así con la vida de cada ser humano. No debemos confundir nuestra opinión superficial con la justicia fulgurante de Dios; entre otras cosas, porque jamás podríamos amar a esa persona como la ha amado Dios toda su vida y como la sigue amando. Hacemos bien, entonces, en dejar esto de juicios y opiniones a Dios, confiando que en las mejores manos queda. Manos con las que dice el Apocalipsis que enjugará toda lágrima. Porque él nos devolverá a todos la sonrisa.

Marginando, entonces, cualquier asomo de negatividad que nos pueda apartar de ello, nos centraremos en consolar a la familia y a los más íntimos con nuestra presencia, con nuestras palabras o silencio, con nuestros himnos y lecturas bíblicas.

Y aprovecharemos el funeral como ocasión para recapacitar que el apoyo de hermanos no es cosa de unos minutos, sino un estilo de vida propio de los cristianos.