evangelio

¿Qué es el evangelio?
Antonio González

Si le pedimos a un budista que nos presente su religión, posiblemente nos hablará brevemente de las cuatro nobles verdades. Un musulmán, por su parte, nos diría que Alá es Dios y Mahoma su profeta. Posiblemente, un cristiano, ante una pregunta de ese tipo, tendría que hablar del evangelio. Lo que sucede es que no siempre podemos hacerlo de una forma precisa y breve.

Con el «evangelio» pasa algo parecido a lo que Agustín de Hipona decía del tiempo: cuando no nos lo preguntan, sabemos lo que es; pero cuando nos preguntan qué es el tiempo, nos cuesta mucho explicarlo. Lo mismo sucede con los muchos sentidos de la palabra «evangélico».

A veces «evangélico» se usa en el sentido de «no católico». Por su parte, los católicos usan esta palabra para referirse a la vida monacal (los «consejos evangélicos» serían la pobreza, la castidad y la obediencia), o para referirse a un comportamiento cristiano más o menos radical. Entre los protestantes, «evangélico» ha venido a ser sinónimo de «conservador», o «bíblico», y a veces se usa en contraposición a «liberal». Algunos hablan de los «evangélicos» como un tercer sector, intermedio entre los fundamentalistas y los liberales. Desde luego, la palabra «evangelio» se emparenta con la «evangelización», y por eso tiene resonancias obvias con el anuncio de las «buenas noticias».

Buenas noticias

Tal vez sea este el mejor lugar para comenzar. En griego, «evangelio» significa literalmente una buena noticia (euaggélion). En este sentido, señala no tanto lo que tenemos que hacer, sino algo que ha sido hecho en favor nuestro.

Sin embargo, aquí nos encontramos a veces de nuevo con un problema.

Lutero, por ejemplo, insistía en el vínculo esencial entre el evangelio y la gracia (Hch 20,24). Por ello se veía obligado a establecer un cierto contraste entre los cuatro evangelios y «el» evangelio, que solamente sería uno. Los cuatro evangelios podrían entenderse como «ley», es decir, como una presentación de Jesús como «modelo» para el creyente, y especialmente para el monje. En cambio, «el» evangelio sería el anuncio de lo que Jesús ha hecho por nosotros en la cruz, liberándonos de toda acusación y de toda culpa. Desde esta perspectiva, Lutero enfatizaba, como Pablo, que solamente hay un evangelio, y que el que anunciara otro evangelio, un evangelio de obras, sería susceptible del «anatema» lanzado por el apóstol (Ga 1,8-9).

Pero entonces cabría preguntarse por qué precisamente los cuatro evangelios se llaman precisamente evangelios, un nombre que tienen con todo derecho desde que Marcos lo puso al comienzo de su libro (Mr 1,1). Dicho de otra manera: ¿de qué trata el evangelio? ¿Trata de la vida de Jesús, de su comportamiento, de su mensaje? ¿O trata de la gracia que Dios nos ha dispensado en Cristo, liberándonos de las obras de la ley?

Sin duda, los luteranos y, en general, los cristianos evangélicos se inclinarían por la segunda respuesta. El evangelio trata de la gracia de Dios. Y, para presentar el evangelio, muchos de los cristianos «evangélicos» nos presentarían las «cuatro leyes espirituales», en las que se nos habla (1) del amor de Dios a la humanidad, (2) del pecado como separación de Dios, (3) de la muerte de Jesús como satisfacción por el pecado, y (4) de la aceptación de la obra de Jesús por la fe como el único requisito para la salvación.

Sin duda, estas cuatro «leyes» espirituales son importantes, y tienen alguna base en la Escritura. Y, sin embargo, curiosamente, en la Escritura el evangelio nunca se presenta con esas cuatro leyes. Además, a esas cuatro leyes les falta usualmente algo esencial en las presentaciones bíblicas del evangelio, que es la mención del reinado de Dios. De hecho, si vamos a las Escrituras del Antiguo Testamento, nos encontramos justamente con que las «buenas noticias» están directamente ligadas con el anuncio de que Dios viene a reinar sobre su pueblo: los hermosos pies del heraldo que sobre los montes viene a proclamar las buenas nuevas de gozo diciendo precisamente: «Tu Dios reina» (Is 52,7). Igualmente, si vamos al texto de Marcos, éste comienza su «evangelio» diciendo precisamente que Jesús anunciaba el «evangelio de Dios» proclamando que el reinado de Dios se ha acercado (Mr 1,14-15).

Se podría decir que esto cambia en Pablo, porque después de la muerte y resurrección de Jesús el evangelio se convierte en el anuncio de su muerte en favor nuestro, y el anuncio del reinado de Dios por parte de Jesús ya no formaría parte del evangelio. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Aunque Pablo se refiere con frecuencia al evangelio, no encontramos en sus cartas muchas ocasiones en las que nos presente concretamente cuáles son los contenidos del evangelio. Posiblemente, el texto más claro es el que encontramos en el capítulo 15 de la primera carta a los Corintios. Allí Pablo se detiene a exponer el evangelio que había anunciado a la comunidad de Corinto, haciendo hincapié en que de ese evangelio depende la salvación de los creyentes.

La resurrección de Jesús y el reinado de Dios

  el evangelio

     Los cuatro evangelios no son otros evangelios, distintos del único evangelio.

     Por el contrario, son la narrativa de cómo Jesús, el Mesías, llegó a ser rey, iniciando de esta manera el reinado de Dios.

Algunos podrían decir que justamente ese texto nos muestra que, para Pablo, el evangelio habla simplemente de la muerte de Jesús «por nuestros pecados», tal como se dice al comienzo del capítulo (1 Co 15,3). A lo sumo, se admitiría que Pablo también incluye en el evangelio la resurrección de Jesús, tal como se ve inmediatamente en el mismo texto (1 Co 15,4-8).

Esto no deja de ser interesante, porque las famosas «cuatro leyes espirituales», a las que hemos aludido, con frecuencia no necesitan hablar de la resurrección de Jesús.

En el texto que tenemos con nosotros, sin embargo, la resurrección de Jesús es esencial para el evangelio. Para Pablo, sin la resurrección de Jesús, la fe de los corintios sería una fe vana (1 Co 15,14). Algo que se corresponde completamente con lo que Pablo dice al comienzo del capítulo: Si los corintios no permanecen firmes en el evangelio que Pablo les predicó, habrían creído en vano (1 Co 15,2). La resurrección, para Pablo, es parte esencial del evangelio.

Es cierto que, por las dudas de algunos de Corinto, Pablo se detiene a argumentar más detenidamente sobre la resurrección. Sin embargo, es importante darse cuenta que, a lo largo de su exposición de la resurrección de Jesús, Pablo no deja de estar refiriéndose al evangelio, por más que esté ampliando una de sus partes. Esto es una clave decisiva, porque entonces nos damos cuenta de que todo el capítulo trata del evangelio. Y, si todo el capítulo trata del evangelio en el que creyeron los corintios, entonces nos damos cuenta de que, en ese evangelio, hay otro elemento central: El reinado de Dios.

El reinado de Dios es justamente lo que nos aparece en los versículos 24 y 25 del capítulo 15 de la carta a los Corintios. Y aparece de una manera muy especial, porque se nos habla de Jesús como alguien que ejerce el reinado de Dios hasta que lo entregue al Padre. Jesús reinaría hasta poner todos los enemigos debajo de sus pies, incluyendo la muerte, para finalmente entregar el reino al Dios y Padre.

Esta es justamente la clave que necesitamos. Lo que sucede es lo siguiente: Para Pablo, y para los cristianos primitivos, el evangelio no se acaba con la muerte de Jesús. Las buenas noticias incluyen su resurrección. Pero esa resurrección tiene un carácter muy especial. Jesús, al resucitar, ha sido declarado (horisthéntos) como Cristo, es decir, como Mesías. En el lenguaje de los judíos del siglo I, esto es equivalente a decir que ha sido declarado como hijo de Dios (Ro 1:4), pues el «hijo de Dios» era una designación mesiánica, basada en la promesa del profeta Natán a David (2 Sam 7:14).

Dicho de otro modo: Jesús, por su resurrección, se ha sentado a la diestra del trono de Dios (Ro 8:4). Todas estas expresiones (Cristo, Mesías, Hijo de Dios, sentarse en el trono) tienen un elemento en común: Jesús, por su resurrección, está ejerciendo el reinado. Y ese reinado no es otro que el reinado de Dios. Por eso Jesús comparte con el Padre su trono.

El «evangelio completo»

Esto nos permite entender varias cosas. En primer lugar, podemos ver que una presentación completa del evangelio incluye la muerte de Jesús por nuestros pecados, su resurrección, y finalmente el hecho de que Jesús reina como Mesías. En segundo lugar, vemos la profunda continuidad en las buenas noticias. Del mismo modo que Isaías y Marcos, también Pablo entiende que el evangelio tiene que ver con el reinado de Dios, ahora ejercido por el Mesías, precisamente porque su resurrección fue una resurrección real. Para Pablo, el evangelio del reino de Dios, profetizado por Isaías y anunciado por Jesús, se ha hecho realidad gracias a su muerte y resurrección, sin la cual Jesús no podría ser entendido como el Mesías que de hecho está ejerciendo el reinado hasta que se lo entregue al Dios y Padre.

Pero hay algo más. El evangelio nos presenta a Jesús compartiendo un trono con Dios, porque Jesús comparte con Dios la actividad de reinar. Y esto es muy importante para entender la génesis temprana de la inclusión de Jesús en el monoteísmo de Dios. Contra lo que se ha dicho a veces, esta inclusión tuvo lugar muy pronto, y en contexto judío. Ya el mismo Pablo introduce a Jesús como Señor en la afirmación central de la fe de Israel: la confesión de que solamente hay un Dios y Señor (Dt 6,4; 1 Co 8,5-6). El contexto, de nuevo en la primera carta a los Corintios, es significativo: Se trata de afirmar el señorío exclusivo de Dios, y en definitiva su reinado.

Si la encarnación fue entendida como una entronización mesiánica, el cristianismo primitivo no podía situar a Jesús como un ser intermedio, situado entre Dios y los hombres. Eso hubiera sido no sólo una verdadera concesión a las concepciones gnósticas y neoplatónicas, sino una traición a la idea del reinado de Dios como un reinado directo de Dios sobre su pueblo.

Aquí, tanto una fuerte tradición en la Biblia hebrea, como el mensaje mismo de Jesús confluían: Dios reina directamente sobre su pueblo. La proclamación de Jesús como Mesías solamente dejaba entonces una posibilidad: el Mesías mismo pertenece a la divinidad. Justamente por ello, no reina en lugar de Dios, ni en nombre de Dios: reina ejerciendo en la actualidad el reinado de Dios, hasta la consumación de los tiempos, cuando el reinado vuelva al Padre, y Dios lo sea todo en todos. Pero ya ahora el reinado de Dios está en marcha en la historia, como reinado de un Mesías que pertenece al ámbito de la divinidad.

Justamente por eso no tiene sentido lo que tantas veces se ha dicho: que Jesús anunció el reinado de Dios, y que después la iglesia cristiana primitiva anunció algo distinto: Jesús como Cristo. En realidad, se trata de dos momentos del mismo anuncio. Si Jesús pertenece a la divinidad de Dios, el anuncio de Jesús como Mesías, es decir, como rey, es precisamente el anuncio del reinado de Dios. Ésta es justamente la tesis del libro de los Hechos cuando culmina con la imagen de Pablo anunciando sencillamente ambas cosas como si fueran una sola: el reinado de Dios y a Jesús como Cristo (Hch 28,31).

El evangelio, en definitiva, nos anuncia la muerte, la resurrección, y la entronización de Jesús como Mesías para ejercer el reinado de Dios. Todo ello, en favor nuestro, para liberarnos de la lógica de Adán, para destronar a los poderes de este mundo, y para introducirnos en una nueva soberanía. Por cierto, una soberanía de la que somos herederos (1 Co 15,50), como hijos e hijas adoptivos del Padre, como hermanos y hermanas del Mesías.

Los cuatro evangelios no son otros evangelios, distintos del único evangelio. Por el contrario, son la narrativa de cómo Jesús, el Mesías, llegó a ser rey, iniciando de esta manera el reinado de Dios. Las buenas noticias de Isaías han llegado a ser realidad.

El evangelio cristiano, aunque con frecuencia no se presenta de forma integral, puede presentarse en una manera concisa y sencilla. Pero su presentación no se puede hacer dejando al margen la resurrección de Jesús, y su pertenencia al monoteísmo de Dios. Sin estos elementos esenciales del evangelio, no tiene sentido un Mesías muerto, pero no resucitado, ni tiene tampoco sentido un reinado de un Mesías que no es al mismo tiempo el reinado mismo de Dios. Las promesas se han hecho realidad, las buenas noticias del reino se han cumplido.