moras

Lecciones de la vida diaria aplicadas a la evangelización
Ir por moras (2 y fin)
Sergio Rosell

[El mes pasado dejamos a Sergio paseando a Nero, su perro, mientras iba en busca de moras para la familia y meditaba sobre la evangelización. Sergio cedía a la tentación de comerse algunas de las muy pocas moras que había encontrado, confiando que siempre sería posible hallar más.]

Al comienzo fueron sólo dos o tres moras. Mi timidez me hizo empezar por ser prudente. Al final, sin embargo, dejé el recipiente vacío, con esa extraña sensación de estar saciado, pero de que no estaba muy seguro de que mi exploración acabaría de forma positiva. Toda vez que examinaba las zarzas, más convencido estaba que volvería a casa con las manos vacías. Nadie tenía que saber que había estado cogiendo moras. Eso, al menos, aliviaba mi afrentada confianza.

Nada, ni atisbo de fruto. Las zarzas eran cada vez más pequeñas y escuchimizadas. Las pocas moras que había eran pequeños gránulos incomestibles. Quizás me había aventurado demasiado pronto y la lección que tenía que aprender era otra: no hay que ser impulsivos en la evangelización, sino muy cerebrales, midiendo bien los pasos. Con cierta premura inicié el camino de retorno a casa. Basta de lecciones teológicas, estoy solo cogiendo moras.

Los humanos somos tremendamente tradicionales. Hemos elevado a los altares esta forma de actuar, esta cadencia, hasta darla un nombre: «el camino más corto», la «ley del mínimo esfuerzo». Hemos creado todo un sistema que se asegura que para ir del punto A al B encontremos la manera más rápida y corta de hacerlo. Hemos conseguido hacer ciencia de ello y los que lo consiguen son los más listos de la clase. En el fondo esta tendencia nuestra no es sino reflejo de que somos seres que buscamos la seguridad en lo conocido, homo costumbris. Cuenta si no cuántas cadenas de televisión ves a lo largo de la semana. Seguramente se pueden contar con las dos manos a pesar de que son cientos las posibilidades. Los programas que preferimos nos son tan familiares ya que estamos dispuestos a repetir su visionado en vez de buscar en nuevas cadenas.

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     Cuando pienso en serio en la encarnación de Dios en la persona de Jesús, veo que Dios eligió el camino más largo porque justamente la encarnación nos habla del Dios que no «apura las curvas» sino que hizo todo lo posible por abrir un camino de comunicación con él mismo que se había roto.

Cavilando en esto decidí tomar «el camino menos transitado» y, aunque no puedo decir que ello haya marcado la diferencia, sí que me ayudó a pensar en algo que aprendí hace unos años y que llevo compartiendo allí donde me invitan: SSHLQHEHSCLMQHEC. A menudo bromeo con la gente y les pregunto si han aprendido a hablar como los «Klingon» (la raza humanoide que habla en tlhlngan de la serie Star Trek). Pasados unos momentos de incomprensión les pregunto si saben cuál es la definición de locura según Albert Eistein: «hacer los mismos experimentos vez tras vez y esperar distintos resultados». En esto se basa SSHLQHEHSCLMQHEC; a saber, que «Si Seguimos Haciendo Lo Mismo Que Hemos Estado Haciendo Seguiremos Cosechando Lo Mismo Que Hemos Estado Cosechando». Parece sencillo, pero la mayoría de nosotros, como los de nuestra raza —homo costumbris— solemos pensar que si continuamos haciendo lo mismo al final resultará en algo diferente. Craso error, y en este caso sigo basándome en el pensamiento de Einstein, aunque parafraseado: «a menudo la cura que aplicamos se parece mucho a la enfermedad que queremos tratar».

Se supone que cada generación tiene la labor de traducir el mensaje central del evangelio para que la gente de nuestro tiempo entienda la oferta y las demandas de Jesús. A menudo, sin embargo, la iglesia sigue anclada en sus seguridades del pasado y no es capaz de abrir nuevas veredas. El camino más corto sigue siendo hoy día la mayor de las virtudes para muchos de nosotros, pero me pregunto si comunicamos alguna verdad relevante así, de esta guisa. Sin embargo, cuando pienso en serio en la encarnación de Dios en la persona de Jesús, veo que Dios eligió el camino más largo porque justamente la encarnación nos habla del Dios que no «apura las curvas» sino que hizo todo lo posible por abrir un camino de comunicación con él mismo que se había roto.

Estoy cansado de nuevos métodos, enseñanzas y libros que se suponen habernos descubierto lo que sus autores no sabían, pero que era de sentido común para muchos ya. No lo digo con resentimiento, ni como quien habla desde las orgullosas alturas, sino como el que está hastiado. Las fórmulas clásicas, así como las nuevas, no me dicen ni «fu ni fa» en general. Estoy cansado de nuevas revelaciones de otros que no se sostienen a lo largo de su historia. Ni yo mismo me soporto mucho cuando empiezo a hablar en «clichés». No me gusta esa lengua ni quiero entenderla. Sin embargo, cuando voy a los evangelios leo de un Jesús que se toma en cuenta nuestra humanidad —no en vano la asume plenamente y se llama a sí mismo «hijo de hombre», algo así como «humano, solamente humano»— y nos invita a ese camino sin atajos, cerca de él, de forma que seguirle sea una opción real y que, cuanto más cerca estemos de él, más podamos escuchar el latido de su corazón y oler su sudor, su vocación por los demás.

La nueva vereda que seguí desconcertó un poco a mi perro, otro animal de costumbres fijas.

Creo no exagerar si afirmo que en los más de diez años que llevo viviendo en este lugar no han sido más de dos o tres las veces que he tomado este camino, corto y sin incidencias, por otra parte. Sin embargo, esta acción me recuerda algo que trato de tener presente. Para crear nuevas sinapsis en nuestro cerebro hemos de hacer cosas nuevas. El cerebro no cambiará de forma, ni se expandirá a menos que hagamos cosas nuevas. Todos sabemos lo que es funcionar en modo «piloto automático». A menudo me pasa que al llevar a alguno de mis hijos, bien a su lugar de estudio, bien a la estación de transportes, tomo un camino que no corresponde a la supuesta necesidad del momento. Mi cerebro ha entrado a funcionar en modo automático y me ha llevado allí donde suelo ir, aunque en esta ocasión no tenía que haber ido allí.

Me pregunto cuántas veces en nuestras iglesias hacemos las cosas que hacemos bajo este mismo modelo, justificando la falta de cambio con toda clase de argumentos «espiritualoides». La verdad de ello, seguramente, haya que encontrarla en nuestra comodidad, nuestra resistencia al cambio y miedo a lo desconocido. Decimos depender y confiar en el Espíritu, pero todos sabemos a qué locuras nos puede llevar ese tipo de dependencias. Después de todo, ¡tenemos que usar nuestro cerebro, que para eso lo tenemos!

¡Cuánto nos cuesta cambiar! Ya lo decía Jesús: «Más fácil le es pasar a un camello por el ojo de una aguja que al rico entrar en el reino de los cielos». El maestro no se estaba cebando con los ricos, sino que era consciente de la resistencia a cambiar de paradigma en los humanos. Acostumbrados a confiar en el dinero y el poder en la vida diaria, el cambio o metanoia que supone aceptar el nuevo reinado de Dios hace que el rico vuelva a su vómito porque es lo que conoce y lo que le sabe bien. Retamos a las personas que conocemos a que realicen esta metanoia de forma rápida, cuando como iglesias nos cuesta tanto adaptarnos al contexto y ser más flexibles. ¡Qué ironía la nuestra!

Mi paseo continuaba sin contratiempos y ya estaba cerca de la entrada de la casa. Mi recipiente estaba vacío, aunque mi estómago estaba saciado con las moras que había consumido. Nadie sabría que había salido a coger moras, así que, ¿por qué preocuparse?

Y en eso que mientras mi perro ya enfilaba el camino tradicional de vuelta a casa me vino un pensamiento a la mente. ¿Por qué no intentar encontrar moras cerca de la depuradora? No parece el lugar más indicado para encontrar moras y ciertamente no el más apetitoso. Un penetrante olor invade el lugar y no invita a buscar entre sus hojas para hallar algún fruto, por muy atractivo que pueda parecer a la vista. Sin embargo tenía el recipiente vacío y me parecía que bien merecía la pena un intento más. ¿Quién sabe si sonaría la flauta?

Mi contrariado perro tuvo que deshacer su camino y venir en pos de mí. Hasta en eso se notaba la novedad de la acción. Nero nunca renunciaba a un paseo un poco más largo.

Estaba confiado en que algo encontraría. Comencé a buscar entre las zarzas y al principio no encontré gran cantidad de frutos. Sin embargo, entre las hojas, en un lugar algo más frondoso y apartado de la vista pude encontrar las moras más grandes y apetitosas que hacía mucho no había visto. Sin un palo para ayudarme y con una fina chaqueta no fue fácil sortear las espinas. Pero el fruto ante mis ojos bien merecía la pena. No sin cierta dificultad conseguí evitar la mayor parte de las espinas y asir los más bellos y suculentos frutos. En poco tiempo conseguí llenar el recipiente hasta los topes. Había encontrado fruto allí donde la mayoría de la gente no esperaba encontrarlo. Prueba de ello era que no había marcas de pisadas o de ramas rotas.

Recoger el fruto no fue tan fácil, había que arriesgar ir un poco más allá de lo que era cómodo y meter la mano al fondo de la zarza. Aún llevo conmigo las marcas de las espinas. Pero el fruto merecía la pena el esfuerzo de ir a esa terra incognita, ir un poco más allá que el resto y ver que allí donde aparentemente no se espera que haya fruto, lo hay y en abundancia. La tierra, de sí, produce fruto, a «treinta, sesenta y ciento por uno».

Lo cierto es que mi hija disfrutó ese mismo día de unas suculentas moras en su ensalada. Aún recuerdo sus palabras:

—Papá, esta ensalada está muy buena, de verdad.

Nunca pensé que pasear al perro fuera una empresa teológica. Coger moras me pareció siempre la cosa más pedestre que se puede hacer, y sin embargo descubro que el mismo Jesús usó lo cotidiano para mostrarnos las verdades más profundas. Estoy cansado de nuevas ideas que ofertan la solución que nadie antes había pensado. Ya digo que muchas veces ese «nuevo» descubrimiento demuestra más la ignorancia del autor que la propia novedad de la propuesta. Por ello, querido lector, no te ofrezco una nueva idea, sino el relato de algo tan cotidiano como pasear al perro y recoger moras de las zarzas del campo en otoño.