Pantocrátor

Qué es ser cristianos
Antonio González

1ª Parte (de 2)

A la pregunta por lo que sea el cristianismo se le ha dado usualmente una respuesta que podríamos llamar «religiosa». El cristianismo sería una especie más del género «religión». Según la filosofía (y en parte la teología) occidental, habría una serie de características presuntamente comunes a todas las religiones, y de las que el cristianismo también participaría. No sólo eso. Para una gran parte de los filósofos, incluyendo los filósofos «ateos», el cristianismo se caracterizaría por llevar a su culminación, para bien o para mal, las características más propias de lo religioso. Así, por ejemplo, para los hegelianos, incluyendo la izquierda hegeliana, el cristianismo llevaría a su plenitud, con la idea de la encarnación, la aspiración religiosa a una unión entre lo humano y lo divino. Desde este punto de vista, el cristianismo sería una especie de culminación de la historia religiosa de la humanidad.

La religión en el Imperio Romano

Este tipo de planeamientos pueden ser cuestionados desde diversos puntos de vista. Así, por ejemplo, la misma idea de «religión», ese género del que el cristianismo sería una destacada especie, es una idea relativamente reciente en la historia humana. De hecho, el cristianismo primitivo no encajaba en la idea romana de religión como cultus deorum, precisamente porque el cristianismo en sus orígenes carecía de todos los elementos que permitían identificarle como tal: el culto, los sacerdotes y los sacrificios.

Para las autoridades de Roma, esos grupos disidentes, que no reconocían adecuadamente la autoridad del emperador, no podían ser considerados como religio, solamente como superstitio. Por parte cristiana, la defensa de su carta de ciudadanía como verdadera religión significó la transformación del concepto mismo de religión: la religión, argumentaba el cristiano Lactancio, no tendría que ver con el desarrollo cuidadoso y reverente de las ceremonias relativas a los dioses (relegere), sino que consistiría simplemente en una vinculación a los dioses (religare).

Ahora bien, cuando esta reclamación de una carta de ciudadanía se convirtió en un verdadero acceso al poder político, y en una transformación del cristianismo en religión imperial, la vinculación al Dios cristiano ya no pudo ser entendida como una relación personal y libre, sino como una situación a la que se pertenecía por nacimiento, algo que se expresó desde entonces sistemáticamente en el bautismo de los infantes.

¿Qué se requeriría entonces para ser cristiano?

Por una parte, el cristianismo fue cada vez más pareciéndose al viejo cultus deorum, asumiendo las liturgias sacerdotales y sacrificiales que encontraba en su entorno. Por otra parte, la certificación de la pertenencia el cristianismo se ejecutaría a partir de entonces mediante la recitación de un credo. El cristianismo sería un «sistema de creencias» relativas a lo divino, y como tal podría ser considerado como la «religión verdadera», esto es, el sistema verdadero de creencias, la vera religio de la que hablaba Agustín de Hipona.

No deja de ser significativo que este concepto de religión fuera utilizado por los sucesivos imperios «cristianos» allí donde se encontraron con otros sistemas «religiosos», y también es muy relevante darse cuenta que los judíos, que compartían unos mismos orígenes con los cristianos, jamás pudieran entender su propia observancia de la Ley, y su pertenencia a la «casa de Israel», como un sistema de creencias. Es decir: jamás se pudieron entender como «religión» en este nuevo sentido.

Cristianismo y nacionalismos

La historia del cristianismo como «sistema de creencias» es en gran parte la historia de Europa, y la historia del Occidente «cristiano».
De estos sistemas de creencias, lo que siempre se esperó es que fueran capaces de proporcionar identidad y cohesión al viejo imperio romano, y después a las «naciones» que lo sustituyeron. Precisamente para eso los obispos habían sido llamados al poder, cuando el emperador romano los invitó a su palacio, y presidió su primer concilio, en el que se aseguró la doctrina correcta.

Si ésta era la función pública del cristianismo, no es extraño en absoluto que las divisiones políticas de Europa en distintas «naciones» comenzaran siendo precisamente divisiones entre las distintas confesiones cristianas, convertidas ahora en iglesias nacionales. Y tampoco es extraño que la llamada «secularización» de Occidente consistiera en la sustitución de la «religión» por la «nación» como fuente primera de identidad. En el caso europeo, esta sustitución trajo consigo la dolorosa redefinición de las fronteras, que de ser trazadas por criterios primeramente «religiosos», pasaron a ser trazadas en función de identidades puramente «nacionales».

La secularización, en Europa, no significó el paso de la identidad «religiosa» a la aparición de ciudadanos libres, conscientes y responsables. Esto fue, a lo sumo la ideología o la ilusión de la ilustración. Desde Francia, la cuna de la ilustración, hasta los más recónditos y siniestros rincones del continente, la secularización no constituyó ciudadanías universales y fraternas, sino que más bien forjó nuevas identidades que en lugar de apelar a un «sistema de creencias» relativas a la divinidad, recurrían ahora a nuevos elementos de identidad y cohesión, como podían ser la lengua, el folclore, la sangre, la «historia común» o el sagrado territorio patrio.

La devoción a lo divino fue sustituida por la devoción al propio pueblo y a la propia identidad. Algo que permitiría preguntarse hasta qué punto el fenómeno originariamente europeo del nacionalismo debería ser considerado como un fenómeno estrictamente religioso. Como es sabido, ésta ya fue la tesis de Durkheim respecto al propio nacionalismo francés. Ni siquiera en las formas alternativas del socialismo, que originariamente quisieron superar el nacionalismo, desapareció la idea de una devoción al pueblo, entendido ahora como proletariado. Y en la medida en que los estados socialistas fueron estados nacionales, el nacionalismo como factor de unidad, cohesión y motivación reapareció en formas diversas.

En todo este proceso, la identidad del cristianismo queda perfectamente al margen, y sin tocar, al menos si entendemos que el cristianismo en su sentido primigenio es aquello que apareció cuando su originador, Jesús de Nazaret, fue considerado como «Cristo», es decir, como Mesías, y por tanto como la única autoridad dotada de legitimidad plena sobre su pueblo, el pueblo «mesiánico», es decir, el pueblo del Cristo, el pueblo cristiano.

De hecho, la sangrienta historia religiosa, secular y nacionalista de Europa es algo completamente  ajeno al cristianismo, no sólo en sus intenciones originales, sino también en su configuración primera, aquella que existió durante más de tres siglos, pero que en gran medida fue interrumpida cuando el cristianismo se convirtió en religión imperial. Una configuración que, debido a su pacifismo radical, era perfectamente incompatible con su configuración estatal, es decir, con la identificación de la «religión» con aquella institución que se caracteriza precisamente por pretender el monopolio de la violencia legítima en un territorio. Y una configuración que, después del siglo IV, solamente ha logrado expresión histórica parcial en formas comunitarias ajenas a los poderes estatales, y frecuentemente perseguidas.

La irrupción de una nueva soberanía

Esto nos lleva entonces a una primera aproximación a lo que sea el cristianismo. El cristianismo es, estrictamente hablando, la irrupción de una nueva soberanía, la soberanía del Mesías Jesús.

Si se nos permite la expresión, podríamos decir que el cristianismo consiste en un primigenio, radical y alternativo «soberanismo». Como es sabido, el Mesías (que es lo que significa Khristós en griego) es el rey ungido para gobernar sobre su pueblo. El cristianismo primitivo entendió la resurrección de Jesús como la declaración divina sobre su carácter de verdadero Mesías. De ahí el carácter esencial de la fe en la resurrección para el cristianismo. Sin resurrección de Jesús, no hay entronización mesiánica del crucificado, y sin entronización mesiánica, no hay Mesías. Y, sin Mesías, no hay Cristo, ni cristianismo, pues no acontece la soberanía alternativa en la que el cristianismo consiste.

Cabe entonces preguntarse qué soberanía es la que caracteriza al cristianismo.

A todas luces se trata de una soberanía que no procede de los poderes y autoridades que gobiernan el mundo presente. La respuesta del cristianismo primitivo es simple: se trata de la autoridad misma del Dios de Israel.

En la actualidad, sobre todo en occidente, se ha convertido en moneda corriente la idea de que una de las religiones es monoteísta, lo que incluso lleva a la equiparación del monoteísmo con la forma más normal de religión. Sin embargo, conviene darse cuenta de que, en la historia de las religiones, el monoteísmo es más bien un caso aislado y casi excepcional. La fe de Israel es monoteísta porque entiende, frente a las religiones, que la realidad no es divina, y que por tanto tampoco pueden ser divinos los poderes que se constituyen en esa realidad. La realidad es más bien criatura de Dios, y en cuanto criatura está radicalmente «secularizada». Pero no se trata de una secularización que simplemente sustituye unos poderes por otros. Se trata de una secularización radical, que entiende que las cosas reales, como meras criaturas, no disponen de una autoridad propia a la que el ser humano haya de estar sometido. Frente a las religiones de su entorno, Israel proclama que los astros todos, y las realidades todas, están al servicio del ser humano.

Creados para la libertad

Y esto significa entonces que, desde el punto de vista de la fe de Israel, el ser humano ha sido creado para la libertad.

La humanidad se encuentra, desde este punto de vista, en una peculiar posición. Por una parte, el ser humano es criatura, y en este sentido se encuentra situado bajo la autoridad del Dios creador. Pero por otro lado, el ser humano es imagen y semejanza del mismo Dios. Así como el Creador es libre de su creación, también el ser humano es libre de todas las cosas reales, y está llamado a ejercer su soberanía sobre ellas. En este sentido, el ser humano es el mayordomo de la creación, destinado a cuidar de ella, y a gobernarla.

Y esto significa, paradójicamente, que el ser humano puede realizar un movimiento propio y exclusivo de su condición: el pecado. La libertad humana es un bien tan esencial en la creación, que el Creador parece haber preferido esa libertad a todos los bienes que se podrían salvaguardar conculcando nuestra libertad. El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, puede decir «no» a su Creador.

Sin embargo, es importante observar que este «no» tiene una peculiar estructura. El rechazo humano a la autoridad de Dios consiste en la sustitución del regalo por el mérito. El ser humano no acepta el don gratuito de la creación, sino que ilusamente quiere vivir de los resultados («frutos»), buenos o malos, de sus propias acciones.

Ciertamente, ésta es la fuente última de todos los males: el miedo a Dios como juez evaluador, la culpabilización recíproca, la utilización de los demás para producir resultados, la vida sin sentido, embarcada en una lógica imparable de producción. O, también, la competencia, la venganza, o la culpa. Incluso toda forma de religión sacrificial (valga la tautología) obedece a la misma pretensión humana de justificarse ante la divinidad mediante los resultados de sus propias acciones, o de fundirse con la divinidad para incrementar su dominio sobre su propio destino.

En todos los casos, agudamente descritos en los relatos del libro del Génesis, acecha en el fondo la misma lógica retributiva y meritoria, que pretende la justificación de la propia vida por los resultados de las propias acciones.

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