Alejandro VIEl papa Alejandro VI (Rodrigo Lanzol y de Borja) cena con sus hijos César y Lucrecia. Cuadro de John Collier, 1893. Alejandro VI nos puede valer de ejemplo de la corrupción que es inevitable cuando el poder y la iglesia se codean.

Aunque todo el mundo diga lo contrario
v. El lugar de la iglesia en la sociedad
por Dionisio Byler

 

Aunque todo el mundo diga lo contrario
Otros artículos de la serie:
   Introducción y explicaciones
I. El premilenialismo sionista cristiano
II. Jesús el Maestro
III. La evolución de la moral sexual
IV. El literalismo bíblico como ejercicio de poder y control
[...]
VI.
Por qué me identifico como menonita

Cuando Jesús apareció en escena en Palestina hace dos mil años, lo hizo anunciando el «evangelio» de la proximidad del reinado de Dios. Ese término griego (euaggélios, se pronuncia «evanguelios») describe una buena noticia de carácter eminentemente político: por ejemplo el nacimiento de un heredero al trono, o una victoria militar importante. Por el empleo de este término, evangelio, asociado a la idea de «reinado» de Dios, no cabe duda de que Jesús y sus seguidores inmediatos entendían que su actividad y su mensaje tenían una importantísima dimensión social y política.

Desde entonces, la iglesia cristiana ha intentado cumplir con esa expectativa de influencia social y política, expectativa de cambios reales y efectivos en las vidas de las personas y de la sociedad entera. Sin embargo hemos tenido que encajar, a la vez, la realidad contradictoria de que Jesús no solamente careció de poder político, ni siquiera influencia, sino que fue fácilmente marginado, sometido a un juicio amañado y ejecutado por los que ostentaban el poder religioso, social, político y militar.

La «política» de Jesús resultó ser absolutamente revolucionaria. Pero no en el sentido de hacerse con el poder por medios militares o de manipulaciones políticas encubiertas, sino en el sentido de replantear cuál es el objetivo, cuál la naturaleza del cambio social deseado y cuáles, por consiguiente, los medios apropiados para implantar esa política. Todas las revoluciones «normales» funcionan derrocando el régimen anterior, haciéndose con el poder de mandar y disponer, para encumbrarse en la cúspide de la pirámide política, social, económica y militar. Pero la revolución de Jesús fue mucho más revolucionaria. Jesús se propuso cambiar el mundo desde abajo, desde la transformación de los corazones y las voluntades personales, para generar una oleada de conductas sociales rompedoramente diferentes.

¡Si puedes conseguir que millones de personas amen al prójimo —y hasta al enemigo—, el cambio final será infinitamente mayor que ordenando desde un trono que la gente se solidarice con el prójimo y multando a los que sigan siendo egoístas!

Este semestre volvemos a dictar en la Facultad de Teología SEUT, una asignatura optativa sobre «Grupos cristianos radicales» a lo largo de la historia cristiana. Ahí consideramos el rosario de movimientos minoritarios que se entendían ser fieles al evangelio precisamente por su condición de iglesia perseguida —que no perseguidora; sin poder mundanal —que no influyente en esta tierra. Libres del presunto deber de obligar a toda la sociedad a vivir unos mínimos exigibles de conducta y moral cristiana, podían dedicarse ellos a vivir voluntariamente unos máximos de vida dedicada enteramente a Dios. En lugar de aspirar a acoger en su seno a todos los pecadores del mundo y llamarlos cristianos, distinguían claramente entre el grueso de la sociedad, y la pequeña comunidad de los discípulos de Jesús. Sus pastores, en lugar de pretender codearse con reyes y magnates en actos institucionales de pompa cívica, se conformaban con apacentar a los corderitos hambrientos que el Señor les había encomendado.

¿Cuál es el lugar del cristianismo en la sociedad? ¿Cuál el papel de la iglesia?

El secularismo como juicio divino del clericalismo

En mi opinión —y es una opinión personal— el anticlericalismo y secularismo de nuestra sociedad es la justa y necesaria reacción por los abusos de los religiosos que maltrataron al prójimo «en el nombre de Dios» a lo largo de estos últimos dieciséis siglos. El enorme descrédito que sufre el cristianismo en la sociedad europea contemporánea, es la justa y necesaria reacción contra esos siglos de abuso de poder: abusos psicológicos (amenazando torturas eternas de almas inmortales), abusos de represión sexual (a la par que a veces, paradójicamente, abusos sexuales), abusos físicos… Abusos de tortura, de sambenitos, de vejación y humillación pública de «pecadores», «herejes» y «brujas». Abusos hasta el colmo de atar personas a un palo clavado en la tierra, rodearlos de leña, y prenderles fuego.

¡Dios mío, cómo no sentirse agitados ante un historial tan negativo del poder y la influencia de la iglesia en el mundo! ¿Piensa alguno que sea posible declarar que aquello es agua pasada, que todos aquellos crímenes tienen que ser olvidados y perdonados… para que los cristianos podamos recuperar hoy el poder y la influencia perdidos?

También hemos ejercido influencia muy positiva, por supuesto. Claro que sí: influencia pacificadora, reconciliadora, educadora, de atención a enfermos, pobres, inmigrantes y desahuciados. Pero en cualquier caso, lo que toca ahora no es reivindicar un poder que el Señor en su santidad y justicia nos ha arrebatado. Lo que toca es recular a nuestras pequeñas comunidades de fe y dedicarnos a vivir vidas ejemplares.

Tal vez, con el paso de algunas generaciones, si conseguimos encarnar el amor y la paciencia mutua y la tolerancia de nuestras diferencias, la caridad cristiana, la solidaridad con los que sufren… Tal vez, entonces, consigamos recuperar suficiente crédito moral como para poder ser evangelizadores eficaces en esta Europa que hoy rechaza nuestra fe.

El poder histórico de la iglesia provoca hoy día recelo y desconfianza en España. Lo que toca es, entonces, volver a practicar las «políticas» de Jesús, asumir nuestra identidad como continuadores de su ministerio de amor. A Jesús lo crucificaron porque no era nadie, porque no tenía «enchufe» ni conexiones poderosas ni parientes influyentes, ni nadie que lo defendiera. Jesús enseñó la voluntad de Dios pero jamás obligó sino que se limitó a invitar. Jamás impuso su voluntad sino que procuró convencer con el resplandor de su ejemplo y la sabiduría de sus palabras.

Nada más que el buen ejemplo y las palabras razonables, porque eso es todo lo que necesita Dios para llegar a los corazones, ablandarlos y transformarlos. Y cualquier otra cosa —contaminada de los poderes de este mundo— no es que no ayude. ¡Es que estorba! ¡Es que es contraproducente!

Porque, sí, en efecto, nos queda todavía un papel muy importante que jugar en la sociedad. Sólo que no es el papel de la imposición con prepotencia desde arriba sino el ejemplo desde abajo, conduciéndonos con humildad ante Dios y entre nuestros semejantes.

¿Una religión, equiparable a otras religiones?

La separación creciente entre la «secta» mesiánica (es decir «cristiana») y el resto del judaísmo, se solidificó de manera permanente cuando el cristianismo alcanzó en el Imperio Romano el rango de «religión», con una función equiparable a la del culto a los demás dioses que adoraban los romanos.

Pero los judíos no consideran que el judaísmo sea equivalente —aunque con diferentes doctrinas— a las religiones cristiana y paganas.

La religión eran esas prácticas de devoción y culto a los dioses que garantizaban la buena voluntad de los dioses, la predilección con que los dioses privilegiaban a Roma entre todas las ciudades del mundo. El cristianismo, al cabo de unos siglos, optó por asumir ese papel dentro de la sociedad romana. Bien es cierto que consideraba que su Dios era el único verdadero —por eso, en cuanto pudo, se lanzó a aniquilar todas las otras religiones, con actos de vandalismo y violencia. El cristianismo, entonces, asumió que debía tener un papel y una responsabilidad para con toda la sociedad. Equiparable a las otras religiones romanas, debía hacer de intermediaria entre la sociedad y Dios, para que la sociedad romana mereciera continuar contando con el favor divino.

La religión tiene su función y utilidad social. Aporta una ideología e identidad en común a la ciudadanía entera. Aporta elementos de consuelo y esperanza en tiempos de tragedia personal o social, fortalece el ánimo para resistir y luchar en tiempos de crisis o guerra, orienta los valores morales; sus festividades y ritos llenan de solemnidad los actos más importantes del calendario cívico. Curiosamente la religión no necesita creer en Dios para tener esa función social. En China la «religión» estatal no estaba vinculada a sus dioses como el paganismo romano o la Iglesia europea. Y los regímenes comunistas del siglo XX desarrollaron sin inmutarse todos los elementos de una «religión» oficial, sin dejar de pronunciarse hondamente ateos.

Quedan todavía algunos remanentes, cada vez más residuales, de la vieja influencia y poder determinante que ha ejercido históricamente la Iglesia Católica en España. Es posible que algunos evangélicos españoles envidien esa posición que todavía conserva la Iglesia Católica, pero ese sería un objetivo estéril, carente de interés para lo que de verdad importa.

El reinado de Dios sobre la humanidad, que vino a inaugurar Jesús, es otra cosa; es diferente. Nace desde la convicción del corazón y no por ningún tipo de presión exterior ni obligación social. No necesita ni patrocinio ni aprobación gubernamental, sino tan solamente el patrocinio y la aprobación de la conciencia transformada de cada hijo e hija de Dios. Y lo que procura no es fortalecer la nación ni el régimen presente de gobierno, sino hacer visible el reinado eterno de Dios sobre toda la humanidad.

Cuando el cristianismo asumió un papel pagano como «religión» romana, selló su distanciamiento con el judaísmo. Ser judío no obligaba a prestar ese tipo de servicios a la sociedad en general. Ser judío era sencillamente saberse parte del pueblo escogido de Dios para glorificar su Nombre y dar a conocer sus maravillosas obras. Aunque con ello seguramente se beneficiaba también la sociedad pagana a su alrededor, su responsabilidad no era social sino la responsabilidad de un llamamiento a ser el pueblo de Dios, de suyo y por definición diferente a la sociedad mayoritaria.

Es el papel que nos queda a los cristianos hoy, en un mundo felizmente secularizado.