Lectura

Aunque todo el mundo diga lo contrario
IV. El literalismo bíblico como ejercicio de poder y control
por Dionisio Byler

 

Aunque todo el mundo diga lo contrario
Otros artículos de la serie:
   Introducción y explicaciones
I. El premilenialismo sionista cristiano
II. Jesús el Maestro
III. La evolución de la moral sexual
[...]
V. El lugar de la iglesia en la sociedad
VI. Por qué me identifico como menonita


¿Qué es el literalismo? Es una forma de entender textos escritos, que se pretende que es la más sencilla y natural, conforme al sentido evidente de las palabras. Es así como algunos sostienen que hay que leer la Biblia.

Esta pretensión tropieza de inmediato con diferentes obstáculos.

La idea parte de una presuposición moderna de que se puede saber cuáles son las palabras «originales» de un texto. Esta idea solamente pudo prosperar en los siglos a continuación del invento de la imprenta. Hasta entonces, todo el mundo sabía que no había dos copias iguales de ningún libro escrito, resultado inevitable cuando se copian a mano. Por consiguiente, lo importante no eran estas palabras o aquellas, si había más palabras o menos. Lo «inspirado» del texto era el mensaje general, adónde iba a parar el libro entero.

Hoy sabemos que los libros de la Biblia surgen de largas tradiciones orales recitadas de memoria —con toda la variación lógica entre una y otra persona y ocasión cuando se recitaban. Estas tradiciones orales fueron reducidas a escritura reiteradamente, en diferentes oportunidades y por diferentes escribas. Los manuscritos más antiguos son, por consiguiente, los que más diferentes resultan entre sí, reflejando así la enorme variabilidad de contenidos y palabras que les era propia en su etapa como tradiciones orales.

La «Biblia Hebrea» (Antiguo Testamento) de uso corriente hoy, data del siglo XI de nuestra era, mil años después de Cristo. El «Nuevo Testamento Griego» adopta su forma presente en diversas ediciones de las últimas décadas.

Pero aunque hubiera un texto más exacto que otros (más «original», según la pretensión del literalismo), es prácticamente universal leer la Biblia en traducción. Al margen de la vieja suspicacia respecto a la fiabilidad de los traductores —Traduttore traditore («Traductor, traidor»), reza un proverbio italiano— la realidad es que toda traducción es una interpretación. El traductor vuelca en otras palabras diferentes lo que entiende que ha querido decir el texto traducido. De manera que las lecturas «literalistas» de la Biblia suelen ser, en realidad, interpretaciones secundarias, construidas sobre la base de otra interpretación previa del texto, la que nos brinda el traductor.

Las cosas que no se dicen

Supongamos ahora que entendemos el hebreo y arameo y griego de civilizaciones de un pasado muy remoto en el tiempo (cuando se redujeron a escritura los libros de la Biblia). Aun así, el propio acto de leer es siempre uno de interpretación. Ningún texto puede «decir» otra cosa que lo que entendamos al leerlo —con mayor o menor acierto.

En todo acto de comunicación con palabras, es muchísimo más lo que no se dice, que lo que sí. Lo que no se dice es todo aquello que se estima innecesario porque quien habla y quien escucha comparten unos mismos conocimientos, una misma situación en común. No siempre se acierta en la estimación de lo que era innecesario decir. Entre mi esposa y yo falla frecuentemente la comunicación. Ella sostiene que soy torpe para entenderla; mientras que yo le acuso de dejar pensamientos en el aire sin acabar, o de cambiar de tema a mitad de la conversación sin avisar.

 

Leer

¿De verdad es posible sostener como dogma que las palabras tienen un único sentido natural y evidente; y que ese sentido coincide en ser precisamente el que uno mismo ha entendido?

La exclamación «¡Cuidado con los gatos!» parece sencilla. Parecería admitir una interpretación «literal». Pero a mí se me ocurren fácilmente varios significados, todos incompatibles entre sí —y seguro que existen otros muchos significados posibles:

  • Podría referirse a unos gatos de porcelana que están por caerse al suelo.
  • Podría referirse a unas herramientas de ebanista que hay que dejar prietos mientras se seca la cola.
  • Podría decirlo a sus subordinados el cocinero inescrupuloso de un restaurante que pretende «dar gato por liebre» en el plato del día.
  • Podría decirlo alguien en un laboratorio que investiga con ratones.
  • Podría ser la advertencia de un egipcio de la antigüedad, donde adoraban los gatos como la encarnación de un dios.

En la propia situación cuando se exclama: «¡Cuidado con los gatos!», no hace falta explicar. Es obvio cuál es el significado. No se ha dicho más que esas cuatro palabras, porque cualquier explicación adicional sobra.

Pero si entre cuando se dijo y cuando se lee ahora en un texto escrito, resulta que han pasado miles de años, la situación exacta ya no se recuerda, las palabras han sido traducidas a otro idioma, el mundo ha cambiado y lo que hoy nos parece normal entonces era inimaginable… ¿Quién puede asegurar que sea posible entender las palabras «literalmente», sin explicar? ¿De verdad es posible sostener como dogma que las palabras tienen un único sentido natural y evidente; y que ese sentido coincide en ser precisamente el que uno mismo ha entendido?

Un ejercicio de poder y control

Así podemos entender que la pretensión de leer «literalmente» es en realidad un ejercicio de poder y control. Se afirma que los textos sagrados solamente pueden tener un único significado, luego se procede a explicar cuál es ese sentido único posible. Esto se predica como dogma y luego, por definición, cualquiera que no acepte esa interpretación «literal», quedará tachado de incrédulo y engañador o peor: apóstata o inmoral.

Los que apostan por una interpretación «literal», pretenden que creamos que su interpretación es imparcial y objetiva. Pero toda interpretación de la Biblia defiende algún interés. La pretensión de imparcialidad es siempre una cortina de humo. Pongamos el ejemplo del fundamentalismo evangélico, una de las tradiciones que han apostado firmemente por el literalismo bíblico.

El fundamentalismo evangélico no descendió puro e inmaculado desde el cielo cuando apareció a finales del siglo XIX. Sus creadores fueron varones (no mujeres). Heterosexuales, normalmente casados y padres de familia. De raza europea. Libres (no esclavos). Ciudadanos de las potencias imperialistas coloniales que se repartían entre sí la riqueza del planeta. Con formación académica universitaria, en una era cuando solamente los nobles y adinerados podían mandar sus hijos a la universidad. Encumbrados en posiciones de autoridad y prestigio en la iglesia (ni jóvenes ni agitadores).

Su interpretación de los textos bíblicos, pretendidamente neutral y objetiva, «literal» y natural, sin ningún tipo de sesgo ni distorsión, refleja naturalmente los prejuicios y las ideas preconcebidas propias de su posición de privilegio en el mundo.

El fundamentalismo evangélico llegó como reacción contra los avances del «evangelio social» en el siglo XIX, que ministró a marginados, a obreros industriales explotados hasta reventar por capitalistas sin escrúpulos, a prostitutas, alcohólicos y otros desahuciados sin techo. Por ministrar a esta gente marginada y ninguneada, el «evangelio social» empezaba a cuestionar la justicia y la moral social y política de países como Estados Unidos o Inglaterra. Para colmo, en esos ministerios entre marginados había lugar para mucho activismo de mujeres, que ya no se conformaban con quedarse en casa sino que salían a las calles a servir al prójimo y —¡Horror!— empezaban a expresar opiniones propias. ¡En muchos sentidos, el «evangelio social» del siglo XIX representa lo más digno y loable de la tradición cristiana evangélica!

Entonces el fundamentalismo evangélico apareció para poner las cosas en su lugar. Su interpretación «literal» de la Biblia obligaba a las mujeres a volver a casa y someterse a sus varones. Instaba a «predicar el evangelio» y dejarse de activismo social y de «crear problemas» o cuestionar «la autoridad». Explicaba la necesidad de las guerras para proteger el patrimonio nacional (de los capitalistas, naturalmente) y justificaba la empresa colonialista, por cuanto así se conseguía llevar el evangelio a pueblos paganos. Su desconfianza de la feminidad se volcó en especial virulencia contra la perversidad de los «afeminados», que estando dotados para ejercer de macho, sin embargo no lo hacían.

Nuevas interpretaciones alternativas

 

Leer

Hoy surgen nuevas interpretaciones, interesantísimas y edificantes, cuyo común denominador suele ser que dan voz y legitimidad de opinión a los marginados y ninguneados por el poder, los despreciados por la sociedad.

Hoy el literalismo ha perdido fuelle y surgen lecturas alternativas de los textos bíblicos. Surgen nuevas interpretaciones, interesantísimas y edificantes, cuyo común denominador suele ser que dan voz y legitimidad de opinión a los marginados y ninguneados por el poder, los despreciados por la sociedad.

Las lecturas feministas de la Biblia nos obligan a reconocer que Dios no hace acepción de personas por género.

Las interpretaciones desde pueblos que han sufrido el colonialismo nos obligan a considerar que así como ellos valen tanto ante Dios como los «blancos», seguramente valen tanto los palestinos como los israelíes —y quién sabe si no valían tanto los cananeos como los israelitas de antaño.

Las personas con formas alternativas de sexualidad nos obligan a preguntarnos por qué los cinco o seis versículos que los descalifican como «abominación» pesan más que, por ejemplo, esa multitud de textos que predican la redistribución de la riqueza a lo ancho de toda la sociedad. ¿Quién sale ganando cuando los cristianos, con escándalo ferviente, tachan de perversión pública cierta conducta sexual íntima, mientras que la acumulación ilimitada de riquezas se refugia en ser cuestión propia de la conciencia inviolable del individuo?

Algunas de estas interpretaciones nuevas no son «literales», bien es cierto. Pueden manifestar mucha imaginación e inspiración. Pueden desembocar en lo contrario a lo que parecería decir el texto. De lo mismo acusaron a Jesús. De hecho, ningún literalista nos admitiría hoy a nadie las extraordinarias libertades de interpretación que se tomaron Jesús y los apóstoles. No porque el resultado sea falso, sino porque por su propia naturaleza, esa clase de interpretación se escapa del poder y el control que pretenden ejercer sobre el significado de la Escritura —y sobre la conducta de los creyentes.

Cualquier interpretación de la Biblia que se pueda ofrecer como legítima, ha de tener en cuenta las voces de las personas afectadas por esa interpretación. Muy en particular, las voces de los más débiles. ¿Cómo se sienten las mujeres ante cualquier interpretación que se pueda dar a textos que afectan su lugar en la iglesia, la familia y la sociedad? ¿Qué opinan los desahuciados de sus casas sobre cualquier interpretación que se pueda ofrecer del mandamiento bíblico de perdonar todas las deudas cada siete años? ¿Se entienden comprendidos los divorciados en sus necesidades humanas, ante determinado uso que hagamos de la Biblia con respecto a su posibilidad de volver a casarse?

Dios nos habla por medio de la Biblia, claro que sí. Pero no solamente habla a los que piensan como uno mismo.

Dios habla por la Biblia también a personas de otras clases sociales, de otros países y otras razas, del género contrario o de sexualidad diferente. Habla a personas de otras condiciones económicas, con otras experiencias formativas de familia, de autoridad, otros regímenes políticos. Personas marcadas, como uno mismo, por su pasado y por sus sentimientos, su sufrimiento y sus alegrías, sus dudas y sus convicciones previas.

Vamos a tener que aceptar que lo que la Biblia «me dice a mí» tal vez no sea lo mismo que lo que te dice a ti. Y que quien no entiende un texto bíblico como yo, tal vez no sea por perversidad o mala voluntad, sino porque acaso Dios le está diciendo otra cosa diferente que a mí. Con unas mismas palabras, una misma Biblia.