Comunión

1 Corintios 11,27-29; Hebreos 10,10-22.
Acerquémonos
por Antonio González

Una enseñanza que hemos recibido muchos de nosotros, y que es propia del antiguo pacto, es pensar que para acercarnos a Dios, tenemos que ser personas especiales, religiosas, y no tener defectos. Esto verdaderamente era así en el antiguo pacto. Veamos lo que se dice de los sacerdotes en Levítico 22,3: «Si alguno de entre vuestros descendientes en todas vuestras generaciones, se acerca a las cosas sagradas que los hijos de Israel consagran al Señor, estando inmundo, esa persona será cortada de mi presencia.»

En el nuevo pacto es muy distinto. No hay que ser religiosos, ni ser puros, para acercarnos a Dios. Es Dios el que se acerca a nosotros. Recordemos la historia de Leví: Jesús comía con los corruptos de la época, con los colaboracionistas y traidores, con los «publicanos» que recaudaban impuestos para Roma. Es como ver a Jesús haciendo una comida con todos los acusados de corrupción que la televisión nos presenta cada día. Jesús quería comer con los que necesitaban médico, no con los sanos (Lucas 5,29-32.).

Pero entonces, ¿qué sucede con 1 Corintios 11,27-29? ¿No nos han enseñado muchas veces que para participar en la Santa Cena hay que ser digno, tal como supuestamente dice Pablo? Y, por lo tanto, si hemos tenido un pecado, una pelea, etc., ya no nos acercamos a la santa cena.

En realidad, esa enseñanza es una herencia católica en muchas iglesias cristianas. Hasta hoy, los católicos se tienen que confesar de sus pecados «mortales» para poder comulgar en la misa. ¿Es esto lo que enseñó Jesús? ¿Es esto lo que dice Pablo? Veamos 1 Corintios 11.

1) Versículo 27: Pablo no dice que el que es indigno no puede participar en la Santa Cena. Si así fuera, nadie podría participar (1 Re 8,46; Prov 20,9; Ecle 7,20; 1 Juan 1,8; etc., etc.). Lo que Pablo dice es que hay que participar dignamente, a diferencia de lo que sucedía en Corinto, donde algunos se aproximaban a la Santa Cena sin tener en cuenta a los demás, como para una comilona (1 Co 11,21). La Santa Cena tiene que hacerse con armonía, fraternidad, y enfocados en Jesús.

2) Versículo 28: Pablo dice que nos examinemos. Al examinarnos sinceramente vamos a ver que somos imperfectos. Para Dios no hay distinción entre pecados pequeños o grandes (Stg 2,10). Pero entonces Pablo dice que, después de examinarnos, comamos del pan y bebamos de la copa. Si nos hemos examinado bien, habremos encontrado muchos defectos. ¡Justamente entonces nos damos cuenta de que necesitamos al médico! Cuando somos serios y descubrimos nuestra necesidad, vamos al médico, que es Jesús. Por eso, después de examinarnos, hay que comer y beber.

3) Versículo 29: Hay que comer y beber discerniendo el cuerpo de Cristo. Es decir, después de examinarnos, tenemos que enfocarnos en lo que Jesús hizo de una vez para siempre para sanarnos. Entregó su cuerpo por nosotros. No podemos participar en la Santa Cena más que enfocándonos en lo que Jesús hizo por nosotros, con el deseo de ser sanados y lavados por él.

En Hebreos 10,10-22 podemos ver esto. Lo primero es que hemos sido santificados por la ofrenda del cuerpo de Cristo, hecha de una vez para siempre (v 10). Lo que nos cambia no son nuestras obras, sino lo que Dios ha hecho gratis por nosotros.

Los sacerdotes en las religiones están de pie ofreciendo una y otra vez los mismos sacrificios (v 11). Lamentablemente, en el catolicismo han hecho de la misa un sacrificio, como si hubiera que repetir una y otra vez lo que Jesús hizo de una vez para siempre.

Dice que Jesús se sentó (en lugar de seguir de pie todo el rato). Su sacrificio es completo y perfecto (Juan 19,30) y no se necesita repetir. Por ese solo sacrificio nos ha hecho perfectos (v. 14). Dios ya no tiene nada contra nosotros. En el nuevo pacto se olvida de nuestros pecados completamente (v 17).

Por eso nos podemos acercar a Dios confiados, no por lo que nosotros somos, sino por lo que es Jesús, nuestro sumo sacerdote. Podemos entrar al lugar santísimo, a la presencia directa de Dios, algo que en el antiguo pacto solamente lo podía hacer el sumo sacerdote una vez al año. Es algo que tenemos que hacer «en plena certidumbre de fe», sin «mala conciencia», sabiendo que hemos sido lavados con el agua pura, que es el agua de su Espíritu (vv 19-22).

Y, por supuesto, cuando recibimos ese perdón tan caro y tan perfecto, nuestro deseo es no volver nunca más a pecar. En realidad, lo único que nos incapacita para la Cena es nuestro deseo de ser justos por nosotros mismos, lo que equivale a rechazar la gracia y el perdón gratuitos que vienen de Dios.