Benignidad

La benignidad
por Félix Palacios [1]

Tu diestra me sustentó, y tu benignidad me ha engrandecido (Salmo 18,35).

Uno de los rasgos más asombrosos de Dios es la benignidad.

La benignidad ocupa el quinto lugar en la descripción que el apóstol Pablo hace del fruto del Espíritu (Ga 5,22), el segundo lugar en su descripción del amor (1 Co 13,4), el cuarto lugar en la descripción que hace Santiago de la sabiduría que es de lo alto (Stg. 3,17) y, por supuesto, es una de las características de la personalidad de Dios, tal como se subraya en varios lugares de la Biblia.

Pero, ¿qué es «benignidad»? Sin duda pensamos en algo bueno, algo que nos hace bien, en contraposición de la malignidad, que es aquello que nos hace mal. Para la Real Academia, «benigno» significa «afable, benévolo, piadoso, suave, apacible…» En el día a día utilizamos poco la palabra «benignidad», que queda relegada casi exclusivamente al ámbito médico para referirnos a «un tumor benigno». Ningún tumor es benigno, porque su presencia en nuestro cuerpo no nos hace ningún bien (que es lo que significa realmente benigno), pero lo decimos así para diferenciarlo de otro maligno, que es agresivo y compromete más la vida del portador.

Dios es benigno, y esto quiere decir que está en su ser hacer bien aun cuando seamos malos: «… y seréis hijos del Altísimo, porque él es benigno para con los ingratos y malos» (Lc 6,35).

¿Y dónde se encuentra esa benignidad de Dios para con nosotros? Aquí está el quid de la cuestión. Cuando tomo nota de por dónde recibo esa benignidad cada día desde que me levanto hasta que me acuesto, me doy cuenta de cuánto nos abruma Dios con su benignidad:

  • Los «buenos días, cariño» por la mañana nos hace bien.
  • La sonrisa y el saludo de un vecino nos hace bien.
  • La caricia del sol y del aire, el verde de los árboles, el canto de los pájaros, los saltitos de los gorriones…, nos hacen bien.
  • Una caricia, una mirada de afecto, el apretón de manos, el abrazo sentido…, nos hacen bien.
  • El perrito que se cruza con nosotros y nos despierta una sonrisa nos hace bien.
  • La llamada por teléfono interesándose por nosotros, el mensaje por Whatsapp, etc., nos hacen bien.
  • La palabra de un hermano, su oración, su testimonio…, nos hacen bien.
  • Las medicinas que alivian nuestra dolencia, la amabilidad del médico y la enfermera que nos atienden, la diligencia del celador…, también nos hacen bien.
  • El regalo inesperado cargado de amor y buenos sentimientos nos hace bien.
  • La paciencia hacia nosotros, el perdón de nuestras faltas, el cubrir nuestros defectos..., todo esto nos hace tanto bien…

Podríamos seguir añadiendo a la lista las docenas de cosas que nos alcanzan y nos bendicen cada día. Sólo necesitamos abrir los ojos para verlas y disponer nuestro corazón para agradecérselas a Dios.

Pero podemos también formar parte de la benignidad de Dios hacia los demás, de su caricia cotidiana hacia las personas que nos rodean, y haciéndolo devolveremos algo de esa benignidad que de forma tan deslumbradora recibimos por tantos lados. Si además somos benignos para con la naturaleza, tan pródiga en benignidad hacia nosotros, nos lo agradecerá porque nos identificará con la caricia de Dios.

Ahora bien, nos encontramos con al menos un par de problemas relacionados con este rasgo de Dios.

¿Ignoras que su benignidad te guía al arrepentimiento? (Ro 2,4). Hemos visto que la benignidad, que es todo aquello que hace bien, es sinónimo de afabilidad, amabilidad, suavidad, caricia… Pero también de corrección. Y aquí nos encontramos con el primer problema: No hay arrepentimiento sin conciencia de pecado, y para que esta se dé hace falta que algún valiente ponga el dedo en la llaga y se atreva a corregirnos. La benignidad nos guía al arrepentimiento, y el arrepentimiento no sólo nos conduce a Dios sino que nos hace mejores personas, porque nos permite dejar atrás aspectos de nuestra vida que nos ensucian, afean o deprecian, para extendernos hacia nuevas experiencias como hijos de Dios.

Sed benignos unos con otros (Ef. 4,32), Vestíos de benignidad (Col 3,12) —insiste el apóstol Pablo—. Y es aquí donde nos encontramos con el segundo problema: nuestro carácter.

¡Riámonos un poco de nosotros mismos! Este carácter nuestro tan castellano, tan burgalés, no es por lo general muy dado a fomentar la alegría a su alrededor con el saludo, la sonrisa, la caricia, la amabilidad, el «Por favor», etc. Si puede evitarlo lo evita, como por ejemplo haciendo como que no se ve a quien se cruza con uno e incluso dándole con la puerta en las narices cuando viene detrás. Se hace sin malicia, claro, pero este carácter nuestro, tan áspero y seco, indica que nos queda un largo camino para desarrollar plenamente en nosotros la benignidad, ese rasgo tan hermoso y expresivo de Dios.

 

Podemos formar parte de la benignidad de Dios hacia los demás, de su caricia cotidiana hacia las personas que nos rodean; y haciéndolo, devolveremos algo de esa benignidad que de forma tan deslumbradora recibimos por tantos lados.

Lo mismo podríamos decir a la hora de corregir a un hermano, un familiar o un amigo: Como no sabemos ser benignos tampoco sabemos hablar de forma benigna, no sabemos decir bien las cosas ni esperar el momento más oportuno para hacerlo. Así que pensamos: «Mejor no decir nada, haz como que no ves, no te metas…», o soltamos una patada en el peor momento con la excusa de «Es que yo soy así». El resultado es que al no corregir o corregir mal, estamos privando a la gente de un arrepentimiento o de un cambio que traería mucha bendición a su vida y la llevaría a un escalón más alto en su relación con Dios y con los demás.

¿Y cómo podemos desarrollar en nosotros esa benignidad? Pues como todo: entrenándonos, creando hábito, tomando la iniciativa, lanzándonos a su conquista en todos los sentidos y en todos los ámbitos, empezando por nuestra propia casa y siguiendo por nuestro trabajo, vecindad, iglesia, etc. Nos ayudará recordar que tenemos esa benignidad en nuestro corazón por la presencia en él del Espíritu Santo.

… si bien [Dios] no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y alegría nuestros corazones (Hch 14,17).

Esto es benignidad.

Venga, empecemos hoy mismo sonriendo y bendiciendo a quien tenemos al lado, aunque se asuste por no estar habituado a tales expresiones de benignidad por nuestra parte.


1. Félix Palacios envió estos pensamientos a la lista de correos de la iglesia Comunidades Unidas Anabautistas, de Burgos, en dos partes en junio de 2016.