Viento

El Espíritu sobre las aguas
por Antonio González

Es una imagen habitual para muchos cristianos la identificación del término «Dios» con la persona del Padre, es decir, con el principio de la Trinidad. Dios sería, ante todo, el Padre eterno. Por supuesto, también los cristianos afirman que el Hijo unigénito, Jesús el Mesías, pertenece a la divinidad. Y, finalmente, el cristianismo también afirma que el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones, es verdaderamente Dios. Sería el modo usual en el que se ve la doctrina de la Trinidad. Partiendo del Padre como fuente de la divinidad, se piensa en sus dos «manos» amorosas, con las que alcanza a sus criaturas: el Hijo y el Espíritu.

No cabe duda de que la imagen de Dios como Padre aparece en el Antiguo Testamento. Dios sería el Padre de Israel. El pueblo de Dios, constituido en gran medida por los acontecimientos del Éxodo, habría sido adoptado por Dios como su primogénito (Ex 4,22). Por eso puede decir Dios, por boca del profeta Oseas, que «de Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1). De ahí que también Pablo recuerde que a Israel le pertenece, antes que a los gentiles, la adopción como hijos de Dios (Ro 9,4). Sin embargo, la paternidad no es el primer modo de referirse a Dios en el Antiguo Testamento. Ni siquiera es el dominante. Más bien hay que esperar al mensaje de Jesús para que la imagen de Dios como Abba, Padre, se haga central. Incluso se podría decir que solamente con Jesús, el Hijo, llegamos a la plena revelación de Dios como Padre.

El Antiguo Testamento se abre con la afirmación de que Dios creó los cielos y la tierra. El primer nombre es sin duda enigmático. Donde nuestras Biblias dicen Dios, el hebreo dice ’Elohim, es decir, «dioses». Sin embargo, el verbo viene en singular: «Al principio “Dioses” creó los cielos y la tierra». El nombre ’Elohim ya funciona entonces como un singular, es decir, como un nombre propio para Dios. Como si en él se recogiera la pluralidad de las antiguas religiones, para al mismo tiempo negar toda idolatría. Como si el nombre ’Elohim quisiera mantener un misterio, que solamente se revelaría plenamente cuando Jesús, mediante el Espíritu, nos da a conocer el verdadero rostro de la divinidad.

 

No cabe duda de que el viento es una metáfora enormemente rica para expresar la realidad de Dios. Presente en todas partes, íntimamente cercano a toda la creación. Fondo último de la vida. Y no sólo cercano, sino íntimo a nosotros mismos como el mismo aire que respiramos.

Más allá de ese misterioso nombre, la Escritura afirma que el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas. El término para espíritu es ruaj, es decir, «viento». En el antiguo hebreo, un «viento de Dios» puede querer decir un «viento fuerte». Así lo traducen algunas versiones modernas. Sin embargo, la expresión «viento de Dios» difícilmente puede haber querido pasar por alto la alusión a Dios, creador de todas las cosas, que aparece en la frase inmediatamente anterior. Así lo debe haber pensado el mismo autor del libro de los Hechos, cuando nos habla de un «viento recio» en el día de Pentecostés, cuando el Espíritu se derramó sobre la primitiva comunidad cristiana (Hch 2,2). También en griego la palabra pneuma significa tanto «espíritu» como «viento». En el viento recio, el «viento de Dios», parece estar una primera y originaria caracterización del Dios creador.

La metáfora del viento sugiere la idea de un poder invisible. El viento es libre, no parece estar sometido a nada. Sopla donde quiere, se oye su sonido, pero no se sabe de dónde viene ni adónde va (Jn 3,8). El viento puede ser muy poderoso, pero normalmente se le puede resistir (Hch 7,51), así como el Espíritu de Dios es libre, pero no anula la libertad del ser humano. Del mismo modo, el viento, en cuanto aire, es esencial para la vida. Mientras haya respiración, hay vida. Y, sin embargo este elemento, esencial para la vida, no es algo visible. A diferencia de muchas otras cosas que forman parte de nuestra experiencia cotidiana, el viento es invisible.

No cabe duda de que el viento es una metáfora enormemente rica para expresar la realidad de Dios. Presente en todas partes, íntimamente cercano a toda la creación. Fondo último de la vida. Y no sólo cercano, sino íntimo a nosotros mismos como el mismo aire que respiramos. En el segundo relato sobre la creación, Dios sopla en la nariz del ser humano un aliento de vida, para que llegue a ser «alma viviente» (Gn 2,7; Job 33,4). El término hebreo para «alma» (nefesh) alude de nuevo a la respiración. El alma es el «ánimo», que nos «anima», como anima a todos los animales, y los hace seres vivos. Pero en el caso del ser humano, este «ánima» proviene directamente del aliento de Dios. De nuevo se trata de una imagen poderosa, llena de sugerencias.

 

El ser humano es imagen y semejanza de Dios. Como el Espíritu de Dios es libre, también el ser humano está llamado a la libertad.

El ser humano, en lo que tiene de más radicalmente humano, está emparentado con Dios. Podemos decirlo con las palabras del primer relato de la creación: el ser humano es imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Como el Espíritu de Dios es libre, también el ser humano está llamado a la libertad. En el ser humano acontece algo que le emparenta con Dios, y no con las cosas con las que vive. Y sin embargo, al mismo tiempo, el ser humano es diferente de Dios. Ni el «soplar», ni el «aliento» (Gn 2,7) contienen el término ruaj, que el primer relato de la creación ha empleado para el Espíritu divino.  El espíritu humano no es el Espíritu de Dios, sino que depende de ese Espíritu para tener una vida plena.

Ciertamente, el ser humano (eso significa adam) sufre una «muerte espiritual» el día en que quiere fundar su vida, no en el aliento del Dios, sino en los frutos de sus acciones (Gn 2,17). Todos los árboles, incluyendo el árbol de la vida, estaban a su disposición. Sin embargo, el ser humano prefiere vivir, no de los regalos, sino de las cosas que él mismo consigue. En lugar de atender al origen de la vida, atiende a las cosas. No se trata, claro está, de una muerte física, porque el ser humano sigue respirando, como todos los animales. Se trata de una muerte espiritual: el ser humano pierde la conexión con el Espíritu de la vida. De ahí que la liberación consista precisamente en ser sellados con el Espíritu Santo, para ser llenos de la plenitud de Dios. Donde sopla el Espíritu divino, allí renace la libertad originaria, como en el amanecer mismo de la creación.

Los anabautistas frecuentemente nos fijamos en el hecho de que, con el llamado «giro constantiniano», la iglesia perdió, en el siglo IV, su vinculación con el reinado de Dios. En lugar de vivir de la justicia que viene de Dios, la iglesia comenzó a vivir de su propia justicia. Y en lugar de dar un testimonio universal de paz, las iglesias se vincularos a sus respectivos estados, bendijeron ejércitos y guerras, y se unieron a la práctica universal de la violencia. Pero algo más se perdió. El reinado de Dios no es sólo justicia y paz, sino también gozo en el Espíritu Santo (Ro 14,17). Es el gozo de la redención que tiene lugar donde, mediante el Espíritu, reina el Mesías Jesús.

Los escritores del siglo IV, como los obispos Ambrosio de Milán y Agustín de Hipona reflejaron en sus escritos la paulatina desaparición de los dones del Espíritu. El poder divino fue sustituido por el poder humano. Significativamente, ambos autores comenzaron a participar, en mayor o menor medida, en las actividades represivas del imperio contra los «herejes». Inversamente, los anabaptistas del siglo XVI fueron considerados, por la reforma «oficial», amparada por el estado, como caóticos «espiritualistas». En realidad, la mayor parte de ellos no lo eran, pues insistieron en algunos aspectos esenciales del obrar del Espíritu. Y es que el Espíritu que habita en nosotros nos vincula a una comunidad, que se debe organizar como tal para dar un testimonio de Cristo en la historia. Precisamente por ello, todos los dones del Espíritu no son «medallas» que atestiguan una presunta espiritualidad individualista, sino dones para el servicio mutuo. Fue el énfasis de Pilgram Marpeck frente a los espiritualistas de su tiempo.

Y es que el Espíritu no es otra cosa que Dios mismo, en su propia esencia, presente para siempre en su creación y, mediante la fe, en los corazones de los redimidos.