Pobreza

Ahora entiendo el evangelio (21/24)
Los pobres son evangelizados
por Antonio González

Cuando Jesús predicó en la sinagoga de Nazaret, su pueblo, escogió el pasaje de Isaías donde se puede leer:

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos, y restauración de vista a los ciegos, A enviar en libertad a los oprimidos, a proclamar el año favorable del Señor (Lc 4,18-19, cf. Is 61,1-2).

De modo semejante, cuando los discípulos de Juan el bautista son enviados a Jesús para averiguar si Jesús era el que había de venir, o si habían de esperar a otro, Jesús les respondió diciendo:

Id, informad a Juan lo que visteis y oísteis: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, los pobres son evangelizados (Lc 7,22).

Como ya mencionamos, el anuncio del evangelio es posible por el poder del Espíritu Santo, el cual realiza distintas obras de liberación en favor del ser humano. Y, como estos textos nos muestran, estas obras de liberación están especialmente dirigidas hacia los pobres. ¿Por qué?

1. El evangelio y los pobres

A veces se discute si los pobres a los que se dirige el anuncio del evangelio se refieren a los pobres en un sentido socio-económico o en un sentido espiritual, como «pobres de espíritu» (Mt 5,3). En realidad, ambas dimensiones están íntimamente relacionadas desde el punto de vista bíblico. De hecho, la misma bienaventuranza, en el evangelio de Lucas, se expresa simplemente diciendo «bienaventurados los pobres» (Lc 6,20). Desde el punto de vista bíblico, los pobres son aquellos que, no disponiendo de los medios necesarios, tienen que poner su esperanza en Dios. Los pobres, por eso, son aquellos que buscan al Señor (Sal 22,26[27]).

Desde este punto de vista, la pobreza espiritual y la económica están íntimamente conectadas. Quien posee el poder, la fuerza, los medios, las conexiones, el dinero, la influencia o la confianza para producir los resultados que han de justificar la propia vida, no busca a Dios. El rico no necesita buscar a Dios, porque dispone de los medios que necesita para su propia auto-justificación. En cambio, el pobre es consciente del fracaso de los propios esfuerzos para fundar la propia vida en los resultados de las propias acciones.

Esta conciencia de la propia «pobreza» puede originarse sencillamente por las propias carencias económicas, pero también acontece en situaciones en las que las personas, por diversas circunstancias vitales, como la enfermedad, el fracaso profesional, afectivo o moral, la soledad, etc., caigan en la cuenta de lo limitados que resultan sus intentos de vivir comiendo de los resultados de las propias acciones.

En estas situaciones, somos más receptivos al mensaje del evangelio. De hecho, el evangelio llega a nosotros convenciéndonos del orgullo en el que vivíamos, fundando en nosotros nuestra propia vida. Si las circunstancias vitales ya han mermado ese orgullo, la tarea inicial del Espíritu Santo, consistente en convencernos de nuestro fundamental error respecto a nuestro fin vital (Jn 16,8-11), se ve enormemente facilitada.

A lo largo de la historia, siempre los pobres se han mostrado más dispuestos a recibir el evangelio. No se trata de que los pobres sean más ignorantes, y por eso tengan más fe en cosas sobrenaturales. La ignorancia puede predisponer a cualquier engaño, con tal de que éste se presente de modo masivo. Hoy día, los medios de comunicación de masas no predisponen a aceptar el evangelio. Sin embargo, los pobres lo aceptan. Y es que los pobres son aquellos que, cultos o incultos, se encuentran más dispuestos a recibir ayuda, porque han abandonado el orgullo de la auto-justificación. Por eso de los pobres es el reinado de Dios (Lc 6,20).

2. Los pobres y los poderes

Cuando los pobres y los ricos, cuando las personas de toda clase, género, lengua y nación reciben el evangelio, reconocen a Jesús como el Mesías, es decir, el Rey, y de este modo se sitúan bajo la soberanía de Dios. Esto da lugar a un nuevo pueblo, en el que desaparecen todas las diferencias que tradicionalmente han dividido a la humanidad. Al formar parte del pueblo mesiánico,

ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, porque todos sois uno en el Mesías Jesús (Gal 3,27).

Esta superación de las divisiones, en el plano económico, significa que en las verdaderas comunidades cristianas las diferencias sociales comienzan a desaparecer. Los bienes se consideran ya como propiedades comunes, superando las diferencias entre lo propio y lo ajeno:

La multitud de los que creyeron era de un corazón y un alma, y ninguno decía ser suyo lo que poseía, sino que todas las cosas eran de propiedad común. Con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia había sobre todos ellos (Hch 4,32-33).

Este ideal del cristianismo primitivo apunta a una manera de superar la pobreza que ya aparecía en el libro del Éxodo. La pobreza no se supera ni mediante la caridad individual ni mediante el cambio político, sino mediante un compartir radical que realiza ya, desde abajo y desde ahora, lo que los políticos son incapaces de realizar:

No había, pues, ningún necesitado entre ellos, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían, traían el precio de lo vendido y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y se distribuía a cada uno según su necesidad (Hch 4,34-35).

Esta solidaridad no se refería solamente al interior de las comunidades, sino que formaba una red «internacional» y «ecuménica» de solidaridad entre las distintas iglesias, en la que se aspiraba explícitamente a la igualdad:

Porque no es para holgura de unos, y para aflicción vuestra, sino para que haya igualdad; en el momento actual vuestra abundancia suple la necesidad de ellos, para que también la abundancia de ellos supla vuestra necesidad, de modo que haya igualdad (2 Co 8,13-14).

A veces se ha contrapuesto el anuncio del evangelio a la denuncia «profética» de quienes reclaman a los políticos un comportamiento más justo y solidario. En realidad, el evangelio incluye tanto el anuncio y la denuncia, como algo más elemental: la renuncia. Solamente cuando hay renuncia se deja de esperar a que los políticos actúen, para dar el primer paso, iniciando un compartir auténtico con los necesitados, guiado por el criterio de la igualdad.

Frente a los poderes políticos, y frente a los poderes de todo tipo, lo que hace la comunidad cristiana es mostrar lo que sucede allí donde reina el Mesías. Mientras que el poder de los poderes de este mundo se basa en la coerción, el reinado de Dios se instaura mediante la libertad de los que confían en el Mesías, y se entregan a él.

Por eso, el anuncio del evangelio del reinado de Dios y la renuncia a los propios intereses contiene la mayor de las denuncias. Es la denuncia de la lógica retributiva, sobre la que se basan todos los poderes. La renuncia es también la mostración práctica, ya desde ahora y desde abajo, que otro mundo es posible, allí donde reina Dios.

Si en el Antiguo Pacto la sabiduría de Dios se mostraba en un pueblo gobernado por la Ley de Dios (Dt 4,6), en el Nuevo Pacto, la sabiduría de Dios se da a conocer a todos los poderes de este mundo mediante la iglesia cristiana (Ef 3,10). Una iglesia que, para ser tal, tiene que realizar en su interior aquello que anuncia para toda la humanidad.

3. Para la reflexión
  1. Lee Hechos, caps. 2-4.
  2. ¿Por qué crees que en la historia de la iglesia cristiana, siempre que ha habido movimientos de renovación espiritual, ha habido siempre un deseo de compartir los bienes?
  3. ¿Has experimentado la desaparición de las barreras sociales entre los creyentes? ¿De qué manera?
  4. ¿Qué modos de compartir detectas en tu comunidad?