Un servidor de ustedes, en el hospital. A ver cuánto me queda de pelos y barbas cuando acabemos con todo lo que todavía nos espera… Dionisio

Algunas cosas que he aprendido estos últimos meses
por Dionisio Byler

Hay un refrán en inglés, You can’t teach an old dog new tricks (Es imposible enseñarle a un perro viejo habilidades nuevas), que viene a expresar que cuando uno se hace mayor, la flexibilidad necesaria para seguir aprendiendo y evolucionando va disminuyendo. Es la observación de un hecho que se confirma en multitud de personas y situaciones. En mí mismo noto cuánto sigo fiel a los viejos hábitos de pensamiento y opinión forjados en mi juventud.

Lo cual no impide que los seres humanos, a pesar de todo, sigamos generalmente con una capacidad sorprendente para seguir aprendiendo toda la vida.

Así que, sí, a pesar de mis años, he aprendido varias cosas en estos últimos meses, al enfrentarme al diagnóstico de un cáncer súper agresivo que encerraba el potencial de quitarme en poco tiempo la vida. Tal vez sean cosas que muchos de vosotros los lectores ya hayáis aprendido antes que yo. Pero de todas maneras voy a tener el atrevimiento de expresar cuatro de estas cosas por escrito:

1. La primera y tal vez más evidente porque tantas personas lo han vivido antes que yo, es aprender a empatizar y solidarizarme como nunca antes con personas que pasan por un posoperatorio o una larga postración en cama. Nunca he sido muy de acercarme a los enfermos ni visitar hospitales. He preferido dejar ese ministerio a mi esposa, que está tan eminentemente capacitada por el Espíritu para hacerlo con gracia sobrenatural. (Tan sobrenatural que ella ni siquiera lo reconoce, no se da cuenta.)

Mi relativamente breve estancia en el hospital ha sido suficiente para quedarme pasmado y admirado de lo que han tenido que soportar otros muchos, con experiencias muchísimo más largas o más duras.

Dios quiera que los malos ratos que he pasado —las horas que tardan un siglo cada una en pasar, por ejemplo— me hagan más sensible de aquí en adelante para ser, como mínimo, un intercesor fiel e incesante cuando personas de mi entorno se encuentran hospitalizadas. Sé que demasiadas visitas pueden abrumar más que consolar, así que no prometo ser un visitador tan asiduo como mi esposa, pero sí confío en tener más empatía que me inspire mayor fidelidad en la intercesión en oración.

2. En la misma línea, he aprendido lo mucho que bendice el que se acuerden de uno. Como no tengo cuenta de Facebook, las palabras de ánimo y consuelo me llegaban con especial insistencia por medio de la cuenta de mi esposa. Ella se cansaba de leerme las muchas expresiones reiterativas, a veces solamente emoticonos o emojis, que le llegaban; pero a mí cada persona que se acordaba de transmitirnos a ella y a mí su solidaridad, oraciones y deseos de pronta recuperación, me infundía ánimo; en más de una ocasión me conmovieron hasta las lágrimas.

Como ya conté en un email a mi iglesia y a los pastores y líderes de AMyHCE, me acordé de la frase del Salmo 23, «tu vara y tu cayado me infundirán aliento». Sé que Dios, cuando no hay otra forma, no duda en hacernos llegar él personalmente a lo más íntimo del ser, ese aliento divino. Pero he reflexionado que a Dios le encanta especialmente delegar en sus hijas e hijos sus divinas virtudes, y que todos los que os habéis acordado de mí en mi postración habéis hecho de «vara y cayado del Señor» para infundirme aliento.

Esto me ha emocionado hasta las lágrimas. Aparte de por el aliento en sí, que es importantísimo, por el propio hecho de constatar que no es cuento, que sí que funciona eso de ser hermanos y hermanas en el Señor, miembros de un mismo cuerpo, que nos gozamos y padecemos conjuntamente unos con otros porque nos pertenecemos unos a otros. Supongo que a nivel secular, cualquier persona recibe consolación de que se acuerden de uno en sus horas difíciles; pero para mí tiene esta dimensión adicional, la dimensión espiritual, de saber que es uno de los dones que el Espíritu nos ha derramado para nuestra mutua edificación y apoyo.

3. En el período entre el diagnóstico de cáncer y la cirugía, aprendí otra cosa que no sé si me sorprendió; supongo que sí, que me sorprendió, aunque sencillamente como confirmación de una convicción que antes tenía en abstracto, como artículo de fe. Descubrí que no le tengo miedo a la muerte. Que «para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia», como lo expresó tan admirablemente el apóstol Pablo.

Decir que el morir es ganancia no es tener gana de morirse ni pedir que le llegue a uno la hora, porque la primera frase es también importante: la maravillosa gloria de que vivir es vivir en y para Cristo, ser parte de la dinámica transformadora del Espíritu sobre la humanidad, continuadores de aquello que empezó con Jesús y ha de culminar en el fin de los tiempos. Como Pablo en aquella carta, esta idea vino acompañada de una fe o certeza interior de que no ha llegado todavía mi hora de pasar a cobrar aquella «ganancia» eterna. (Y esto, si es que sea verdad o autoengaño, el tiempo lo confirmará.)

Pero lo que quiero expresar aquí es el descubrimiento —más bien la confirmación personal— de que para los que estamos en Cristo, la muerte ha perdido su «aguijón»: ya no asusta ni intimida ni se nos presenta como un desenlace terrible. Viviendo ya la realidad de que me ha sido concedida la vida eterna, veo la muerte —ahora que la he visto más o menos de cerca— algo así como la eclosión de un insecto, el tránsito por el que pasaré de este presente estado larval, a la gloria plena del ser espiritual y eterno que emergerá en el propio acto de desaparecer mi vida biológica.

Como lo expresó en otro lugar también Pablo, en el instante de vernos despojados del presente «vestido» (la vida biológica), nos descubriremos no desnudos, sino vestidos de una gloria hasta aquí inimaginable. Con la persecución y los naufragios que vivió el bueno de Pablo, oportunidades no le faltaron para hallarse ante la inminencia de la muerte y llegar a estas conclusiones.

4. Por último, ante un diagnóstico tan serio, ante la posibilidad de una larga enfermedad y muerte mucho antes de lo que nadie teníamos previsto, uno se replantea —inevitablemente, me parece— qué es lo que más le importa en la vida.

No faltan candidatos dignos a «lo más importante». La familia, por ejemplo; en mi caso mi esposa, hijos y nietos. La propia vida y salud, alargadas hasta los noventa y tantos años… Para mi sorpresa, en cuanto me planteé la pregunta, supe al instante la respuesta. La fuerza e intensidad de ese anhelo fue tan inmensa que se me subieron lágrimas a los ojos.

Se resume en la primera —porque aparece primero y porque es la más importante— de las peticiones que se hallan en la oración que nos enseñó Jesús: «Santificado sea tu Nombre».

Esta es mi razón de ser, es aquello por lo que he vivido toda mi vida desde que con apenas nueve años «me entregué» al Señor sin tener ni idea qué era lo que eso quería decir. Es lo que ha orientado mi existencia, lo que ha dado sentido y cohesión a nuestro matrimonio con Connie y nos ha ayudado a superar nuestras crisis de familia. Es lo que nos sostuvo en las horas más amargas, cuando se nos murió un nieto y su mellizo parecía que también se nos moría: que en todo, siempre, pase lo que pase, a las duras y a las maduras, sea santificado el glorioso Nombre del Señor.

Como con el descubrimiento de que no le tengo miedo a la muerte, descubro que esta experiencia, aunque dura —y solamente conozco el principio del trayecto, no lo que todavía me espera—, me ayuda a conocerme a mí mismo. La anestesista me puso una mascarilla y me dijo que respirara hondo. Obedecí… y «al instante» me despertaba en la unidad de recuperación.

Hasta ahí, tal como te lo cuentan.

Pero me sorprendió mi primer pensamiento más o menos lúcido pero todavía bastante «ido»: Noté que de mi interior brotaban alabanzas al Señor. No hacía más que repetir —¡en hebreo, vaya curiosidades!— «Bendito seas tú, Señor nuestro Dios, rey del universo», una invocación rabínica que seguramente Jesús mismo conocía y pronunciaba. Al rato, sin proponérmelo, estaba canturreando coritos de alabanza y adoración (sinceramente, un poco cortado por si alguien me escuchaba).

Recordándolo después me emociono, porque es en una situación así donde se revela de verdad lo que uno lleva en su interior. Y descubrí que lo que me mana de suyo, desde lo más hondo, es «santificar el Nombre». Me emociona y consuela, porque aunque sé que eso es lo que deseo hacer con mi vida conscientemente, no podía estar seguro de que subconscientemente también lo fuera.

No es que sea lo único que importa. Pero «santificar el Nombre» es lo que, para mí, da sentido a todo lo demás que también importa.